Ahora me encontraba en una especie de parque, detrás de la casa. Era cálido y muy soleado. La superiora estaba allí, sentada delante de un gran piano, bajo un ciprés. Dirigía una clase de música. Cada uno de nosotros debía acercarse al piano y tocar un rato. Confesé no saber cómo tocarlo y otros hicieron igual. Pero ella insistió en que eso no importaba. Alguien se adelantó, al llegar su turno, con gran repugnancia y embarazo, y arrancó el himno nacional, con el índice de su mano derecha. Un segundo voluntario tocó vergonzosamente un himno hecho de acordes. Pensé que estas representaciones eran singularmente ineptas, pero empezaba a entender que aquí la ineptitud era una muestra de talento. Entonces llegó mi turno. Sabía que no podría tocar una marcha o un himno, ni siquiera una tonadilla, por lo que me limité a situarme ante el piano, golpeando varios grupos de teclas con los puños. Después de haber golpeado el piano, giré, inclinándome para saludar, y volví a mi sitio en la hierba, donde había estado sentado.
– Ahora -dijo la superiora, señalándome de una manera que me desconcertó- has aprendido la primera lección. ¿Cuál es?
– ¿Que todo es bueno? -murmuré.
– Correcto -dijo.
En la siguiente parte del sueño, yo estaba solo en el parque. La nieve había empezado a caer sobre el césped verde. Me pareció peculiar y traté de recordar si estábamos en invierno o en verano. Esperaba encontrar de nuevo allí a la superiora, porque estaba descontento con mi actuación y preocupado por no haber expresado mis sentimientos reales. Sabía que no había faltado conscientemente a la sinceridad. Creía lo que impulsivamente declaré, pero ahora ya no lo creía. La afirmación «todo es bueno», no me parecía correcta. Ensayé: «nada es bueno». Esta parecía algo mejor, pero no satisfactoria aún. Entonces pensé «algunas cosas son buenas», pero ésta era peor aún, de hecho, imposible.
La nieve había adquirido tal altura que mi pie se hundía hasta el tobillo. Los otros se habían refugiado bajo el alero de la casa y yo decidí entrar. Pasé por encima, dando saltos para rehuir la humedad de sus ropas. Aquello parecía una danza. Pude advertir también cierto olor, además del ácido tufillo que desprendía la lana mojada, un olor que parecía una mezcla de antiséptico y desinfectante, similar al que flota en los corredores de los hospitales públicos. En medio del desorden, la superiora reagrupó ahora la clase y llamó al siguiente concertista. Me correspondía un nuevo turno, aunque ya había tocado antes. Para parecerme más a mis compañeros bailarines-estudiantes, incliné mi cuerpo hacia adelante, giré sobre mí mismo e hice movimientos mímicos mientras llegaba al piano. Pero una vez allí no supe qué hacer, de modo que trepé sobre el piano, quité el soporte que mantenía levantada la tapa y me encerré dentro.
– Estamos ahora en condiciones de usar todos los recursos del piano -oí decir entonces a la superiora, mientras yo me movía en la oscuridad, buscando una posición cómoda entre las cuerdas y los martinetes. Oí que daba instrucciones a alguien, ordenándole usar la derecha, la izquierda y el centro del piano simultáneamente. Su voz se fue acallando mientras iba arrastrándome hacia el interior del piano. Entonces vi, agazapado en una esquina, a un pálido joven de pequeños bigotes, que me preguntó qué día era. Cuando le dije que era domingo, se puso a llorar.
– Bueno, puede ser el día que quieras -le dije.
Y tratando de consolarlo, como hubiera hecho con un niño, le mostré un agujero en el suelo de la caja y le animé a explorarlo juntos.
Me dijo que estaba demasiado asustado. Se oyó un horrible estrépito a nuestro alrededor: todos los alumnos se habían encaramado sobre el piano y lo atacaban a puntapiés. Temeroso, intenté echarlo por el agujero, pero él no podía moverse; no hacía sino lloriquear y golpearme por cualquier cosa que yo hiciera.
Se oyeron varios saltos más y el crujido de la madera rompiéndose. No podía creer que la superiora permitiera eso, pero cuando vi aparecer sobre mi cabeza el filo de un hacha, no tuve ninguna duda acerca del ataque de que era objeto mi refugio. Furioso, decidí presentar combate, en lugar de esconderme en el agujero. Revólver en mano, me situé en una esquina y esperé la aparición de la primera silueta.
Los saltos y los crujidos de la madera continuaron, pero el piano no cedía. Este margen de tiempo me hizo pensar que podía construir algunas defensas. De un manotazo arranqué las cuerdas del piano y las puse sobre mi cuerpo, a modo de armadura. Podía erguirme casi sobre la caja. Decidí hacer un disparo avisando que iba a defenderme. El disparo del revólver sonó sordo y bajo como el de un cañón.
– ¡Bravo! -oí exclamar entonces a la superiora-. Cinco tonos más bajos que la nota más baja del teclado. El más bello sonido.
Entonces se hizo el silencio.
En unos momentos, me encontré fuera del piano. Ella estaba enojada.
– ¿Dónde está? -preguntó-. Se está escondiendo, debe ser castigado.
Pretendí ignorar a quién se refería, por temor a que intentara enviarme otra vez dentro del piano, para recuperar a mi compañero. Pero ya había dado órdenes a la sirvienta para que el piano fuera precintado.
– Ahora no se escapará -dijo en tono desabrido.
Sentí pena por mi atemorizado compañero, que con seguridad iba a ahogarse. Pero a pesar de mis protestas, el piano fue precintado y retirado del lugar. Empecé a correr tras él, cuando se me ocurrió una idea. Mataría a aquella despótica mujer. Ella estaba de pie, dándome la espalda mientras hablaba con algunos estudiantes. Sujetando el revólver con ambas manos, por miedo a que se me escapara, apunté con precisión sobre su espalda y apreté el gatillo.
– Bravo -dijo uno de los estudiantes, sonriéndome con aprobación.
Le disparé también. Apretar el gatillo era tan fácil, que disparé sobre todos los presentes. Como sabía que todos estaban de su parte, me felicité a mí mismo por mi perspicacia y me pregunté cómo no se me había ocurrido antes aquella solución.
Lo siguiente que recuerdo es mi estancia en un árbol. No estoy seguro de si estaba escondiéndome o celebrando mis audaces crímenes; o, quizás, esta parte del sueño no guardaba relación con la anterior.
– Baja -decía el hombre del bañador de lana negro.
El estaba en el suelo y me cogió el brazo sin tirar de él.
Protesté, porque estaba muy alto, pero insistió en que yo tenía que saltar. Cuando le dije que iba a hacerme daño, me ordenó una vez más que saliera.
– De acuerdo, de acuerdo -cedí-, pero no me fuerces.
Comprendí que no me quedaba otro remedio que saltar, pero quería hacerlo por mí mismo. No quería en modo alguno ser coaccionado.
– Salta -gritó furioso.
– Deja que yo lo haga a mi manera -supliqué-. Mira, estoy a punto de saltar.
– ¡Salta!
No respondí, pero sabiendo que debía obedecer, estaba preparándome para el salto. Poco después, él tiró del brazo que me tenía asido, y me estrelló contra el suelo. Hubiera saltado por mí mismo. Mis sentimientos se sublevaron al encontrarme en el suelo.
El día siguiente a cada nuevo sueño, se había convertido para mí como en una especie de fiesta que cancelaba todas mis obligaciones regulares, para permitirme una total reflexión sobre mi reciente adquisición.
Qué bien recibido fue aquel descanso que sucedió «al sueño de la clase de piano», cuando me hallaba enfrentado a mis agobiantes problemas personales, a los que se añadía tener que disponer de Frau Anders. Mi vieja amiga me estaría esperando en menos de veinticuatro horas.
Me llevó algún tiempo comprender el sentido de este sueño. Al principio, me preocupó lo que tenía de común con los demás. Otra vez el confinamiento, alguien que intentaba enseñarme algo. Otra vez la presencia del hombre del bañador negro y nuevamente las emociones familiares. La sorpresa, el sentimiento de humillación y el deseo de complacer, son tres emociones que continuamente se manifiestan en mis sueños; mientras que en mi vida privada soy mucho más independiente. Con gran estupor, me descubrí resignándome a las opiniones ajenas. Me refiero al momento en que dije a la superiora «todo es bueno».