Obedientemente me levanté y me vestí. Nunca me había sentido tan cariñoso con mi joven amiga de enrojecidos ojos, más ansioso de complacerla; sin embargo, era incapaz de hacerlo. Cuando traté de abrazarla, me rechazó.
– Tal vez estés haciendo lo mejor -dije burlonamente-. ¿Te consolaría saber que el amante a quien rechazas es un asesino?
– No te creo, vete.
– ¿Cómo sabes que no lo soy? Sé que no puedo demostrártelo, pero te aseguro…
– ¿Cómo puedo saberlo? -Su mirada se endureció-. Si lo que quieres decir es que has matado mi amor hacia ti, estás en lo cierto…
– No, no es eso lo que quiero decir. Me refiero a un asesinato real. Lo opuesto a la procreación. La confluencia de dos personas que da como resultado que sólo quede una, y no tres.
– Márchate -dijo apesadumbrada. No tenía más alternativa que irme y regresar a mi apartamento. La noche siguiente, cuando llamé al timbre de Mónica, no quiso recibirme, pero deslizó una nota bajo la puerta, comunicándome que necesitábamos separarnos por un tiempo. Sólo podría volver con ella cuando hubiera cambiado. Esta propuesta no me dio ninguna esperanza, pues dudaba que pudiera ocurrir algún cambio en mí que no hubiera tenido ya lugar. Unos días antes yo no era un asesino, ahora sí. ¿A qué diferencia mayor en mí podría jamás aspirar?
Sin embargo, insistí. Durante varias semanas, visité diariamente a Mónica. A veces me dejaba entrar, pero nunca permitía que nuestras discusiones tuvieran su término natural, en el amor. A veces llegaba a perdonarme, pero con la misma indiferencia con la que me condenaba por mi falta de humanidad. Sé que no debería haber dejado que las cosas llegaran a ese extremo, pero estaba bajo la impresión de que el amor era necesario, y si no el amor, por lo menos algo que se le pareciera. Pues, ¿a qué se debía que todo el tiempo que pasaba con Mónica -o con otra mujer -tuviera que mirarla y ella a mí, y ninguno de los dos pudiéramos mirarnos a nosotros mismos? Ya que era así, nuestros ojos no estaban situados del lado de la pantalla en que se proyectaba desde nuestras frentes, para que pudiéramos mirar nuestras propias caras, sino que estaban situados en nuestras cabezas, o sea, condenados a mirar hacia afuera; de este hecho anatómico, deduje que los seres humanos estaban diseñados para amar. La única excepción de este diseño es el soñar. En un sueño nos miramos a nosotros mismos, nos proyectamos sobre nuestra propia pantalla; somos actor, director y espectador, todo al mismo tiempo. Pero de esta privilegiada excepción no informé a Mónica.
Quizás ésta fue la razón por la que nuestra relación fracasó y no llegamos a reconciliarnos. Nunca había soñado con Mónica ni tampoco le hablé jamás de mis sueños. Tampoco podía hablarle de aquel asesinato, que cada vez se parecía más intensamente a los sueños, todo él imagen palpitante sin ninguna consecuencia.
Este breve período de renovada soledad estuvo mezclado con variaciones del «sueño de la clase de piano», en el que a veces, para mi confusión y embarazo, no mataba a la superiora, sino que encontraba un nuevo interés en el juego del ajedrez. Traté de no indagar sobre los motivos por los que había desmantelado el sueño, actuando fuera de él.
Entonces pensé que ya sabía cuál era el sentido de mis sueños.
El problema de su interpretación había sido reemplazado por otro tema, porque estaba preocupado por ellos. Llegué a la conclusión de que mis sueños eran acaso un pretexto para mi atención. Muy bien, entonces. Cuanto más enigmático, mejor. Me interesé por la forma de mi atención y por la atención en sí misma.
¿Por qué no tomar los sueños como son, simplemente? Quizás no necesitara en definitiva «interpretar mis sueños». Tal como era obvio en el sueño, más reciente, en que, para aprovechar las instrucciones de la superiora, era mejor no haber aprendido nunca a tocar el piano; del mismo modo se me ocurrió que, en cuanto a mis sueños, era mejor no aprender a interpretarlos. Quería realizar mis sueños, no sólo observarlos, y esto fue lo que hice.
Una completa atención era todo lo que se requería. En estado de atención total no existen rincones oscuros, ni sensaciones, ni sombras que molesten, nada que parezca sucio. En un estado de total atención no hay lugar para interpretaciones ni para autojustificaciones, ni para propaganda a favor del yo y sus revoluciones.
En un estado de total atención no se necesita convencer a nadie de nada. No hay que compartir, disuadir ni reclamar. En un estado de total atención hay silencio y, a veces, asesinato.
Un día, Jean-Jacques me dijo: «Ser un individuo es la única tarea». Ahora no hay nadie en quien pueda confiar, ni en Jean-Jacques. A él, sólo puedo hablarle de mí en la forma más indirecta. Sin embargo, nuestras conversaciones mantenían un gran interés para mí.
– Ser un individuo -repetía-, pero, ¿sabes, Hippolyte, que hay dos formas totalmente opuestas de llegar a ser individuo?
Le pedí que se explicara mejor.
– Una manera -dijo- se logra mediante la concreción, composición, fabricación, creación. La otra -tu manera- se encuentra a través de la disolución, el desprendimiento, el entierro.
Creo que lo entendí.
– ¿Y tú crees que tu manera -dije- es la de un artista?
– Diría que sí, ¿no crees?
– Ser un individuo -repliqué- no me interesa. No estoy interesado en tu sentido, una vida distinguida o artística.
– Tampoco yo lo estoy -protestó-. ¿Qué te has creído que soy?
– Pierdes demasiado tiempo, Jean-Jacques -le dije, animándome con mi propio argumento-, protestando contra la banalidad. Tu vida es un museo de antibanalidades. Pero, ¿qué tiene de malo la banalidad?
– Realmente…
– Mira -dije-: ¿Aceptas que el arte no consiste en primer término en creación, sino en destrucción?
– Si es así, ¿entonces…?
– Entonces, mi arte es el mayor, tengo la más intensa individualidad, ya que estoy aprendiendo no lo que debo coleccionar, sino lo que voy a destruir.
– ¿Y qué va a quedar de ti? -sonrió.
– Tu sonrisa -dije-. Si es que ya no te he ofendido.
– No, ¡por supuesto que no, mon vieux!
– Tu sonrisa y mi paz.
Sonrió nuevamente.
– Déjame que te diga una cosa -dije, un poco aturdido al recordar el incidente, pero animado por su seriedad-. Me has preguntado antes qué había hecho durante esta semana. Te lo diré. He estado asistiendo al campeonato nacional de ajedrez que se está jugando en el Palais de… Allí vi al mayor artista de nuestro país, un muchacho de dieciséis años. Su juego fue una revelación para mí. Juega tan implacablemente, que su juego parece -no, es- completamente mecánico y desprovisto de pensamiento. Mueve los peones sobre el tablero, el caballo salta al ataque, el alfil se cierra formando una garra, sus torres se mueven como tractores, la reina es una déspota sedienta de sangre.
– ¿Qué decidiste sobre tu despótica reina? -preguntó Jean-Jacques.
– No estoy hablando de Frau Anders -repliqué con frialdad-. No estoy hablando del deseo de justicia, sino del mecanismo de una jugada perfecta. Hablo del juego de un campeón.
Mi amigo permitió que su curiosidad fuera desplazada.
– Su juego te deslumbra porque tú no juegas al ajedrez tan bien como él -dijo Jean-Jacques.
– No -exclamé-. Esto no es lo importante, puesto que comprendo el secreto de su juego, aunque no pueda anticipar sus movimientos. El secreto de su juego está en que él es completamente destructor. Cada día fui a observarlo a él y sólo a él.
– Mañana iré contigo -dijo Jean-Jacques.
– No, mañana no voy a ir.
– ¿Por qué?
– Porque hoy me ha mirado. Cada día me sentaba en la tribuna de espectadores y observaba su rostro, pálido y relajado. Nunca mira hacia arriba, pero hoy lo hizo -y me miró directamente. Traté de mantener mi mirada para responder a la suya. Pero no pude. Su mirada era demasiado destructiva y, avergonzado, bajé mis ojos.