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¿Qué leí en los ojos de aquel muchacho? Desprecio e indiferencia, perfecta atención, una energía que quemaba todas las palabras. Había encontrado a mi maestro en crímenes. Pero esto hubiera sido excesivamente difícil de explicar a Jean-Jacques, quien quería explicar mi fascinación por el jugador de ajedrez como un impulso de atracción sexual.

– No lo digas -pedí a Jean-Jacques secamente.

– No lo haré.

Estaba aturdido, porque era él quien ofrecía su mente para ser leída.

– ¿Estás seguro?

– Sí.

– ¿No era concupiscencia lo que sentías por este… campeón?

– No -dije-. La concupiscencia y el miedo son incompatibles. Sólo puedo desear lo que soy capaz de imaginar en mi poder, o por lo menos, imaginar poseible.

– ¿Sabes qué descubriste en tu jugador de ajedrez, Hippolyte? -Jean-Jacques se sentó echándose hacia atrás en su silla-. Otra alma opaca, o mejor dicho, un espejo de tu propia opacidad.

– Y ayer el espejo miró hacia atrás- musité sombríamente.

– Precisamente. Y esto va contra las reglas del juego.

Me miró un momento, como entendiendo algo que yo no le hubiera dicho. Fue una mirada larga e inquisidora, matizada de incredulidad. Entonces meneó la cabeza y me sonrió como antes.

– Pero vamos, estoy cooperando demasiado. No me necesitas para explicarte a ti mismo. Juguemos nosotros al ajedrez, o si no, podemos recoger a una chica para que te diviertas con ella, a menos que continúes fiel a aquella extraña señora, agitadora de tus espíritus. ¡Ya sé! ¿Has visto aquella divertida película norteamericana sobre el hombre-mono que están pasando en el boulevard? Debes verla.

Jean-Jacques se volvió de pronto tan infantil y alegre con sus pequeños proyectos de diversión, que no podía rechazarlo. Lo prefería como compañero de juego a como mentor, de modo que salimos a pasear durante una hora, durante la que Jean-Jacques se detuvo a cada instante para saludar a sus conocidos y divertirme, después, con brutales comentarios acerca de ellos, tan pronto se habían alejado. Finalmente, fuimos a ver la película.

Un día recibí una carta de mi padre, diciendo que su salud había disminuido y que le gustaría verme mientras estuviera en plena posesión de sus facultades. Me puse en camino hacia casa, inmediatamente, contento de haber hallado una excusa para dejar la ciudad. Había esperado la ocasión de huir, pero nadie me perseguía. Ser llamado a un lugar lejano me permitía desplegar cierta actividad. Me marché sin comunicárselo a mi portera, ni a Jean-Jacques ni a Mónica, para poder disfrutar con el parecido a un vuelo.

Era la primera vez que regresaba a casa, desde que partí para residir en la capital, diez años antes. Mi padre no estaba en cama, sino confinado en una silla de ruedas, sobre la que se movía por la casa aún muy enérgicamente. Advertí que su carácter había cambiado desde su jubilación forzosa. Lo recuerdo como un hombre robusto, jovial y decidido; ahora era quisquilloso y fácilmente irritable. Su enfermedad me conmovió y estuve de acuerdo en prolongar mi visita. Mi hermano, ocupado con las nuevas responsabilidades de dirigir personalmente la fábrica, estaba contento de no tener que pasar mucho tiempo con el viejo y rendirle continuas cuentas. Su esposa, Amélie, estaba exasperada con el cuidado del inválido y prefería ocuparse de los niños. Todos estuvieron encantados de entregarme su custodia.

Al principio, encontré tediosa la compañía del enfermo. Simpatizaba poco con su miedo a la muerte, y no comprendía cómo había llegado a tenerlo. Mis deberes eran simples. Durante varias horas diarias leía para él, con los límites de su gusto altamente especializado, ya que le gustaban únicamente las novelas cuya acción se desarrollaba en el futuro. Debo haberle leído una docena. Imagino que debían proporcionarle cierto sentido de inmortalidad y, al mismo tiempo, lo compensaban con sus extravagantes pronósticos: no sería mala cosa perderse el futuro que se describía en las novelas.

Un día, después de la comida, mientras le leía una novela sobre la vida en el siglo treinta, época donde, según el autor, las ciudades estarán construidas en cristal y la gente modelada como las plantas, por sacerdotes artesanos, me interrumpió.

– Muchacho -dijo, blandiendo el bastón que sostenía sobre las rodillas-, ¿qué te gustaría heredar de mí?

La pregunta resultaba penosa, no porque encontrara insoportable la idea de perder a mi padre, sino porque temía una derivación de la conversación hacia el tema de la muerte, que parecía inevitable.

– Si sigues dándome la ayuda que hasta ahora me has dado, padre -respondí-, estaré más que contento.

– Dispongo de algunas propiedades en la capital, ¿sabes? Casas.

No respondí.

Entonces me preguntó cómo utilizaba mis ingresos y de qué manera justificaba esta ayuda. Decidí no embellecer mi vida en la capital con un falso aparato de actividades y expliqué las modestas preocupaciones que llenaban mi vida.

– ¿Y mujeres? -dijo, azuzándome con su bastón.

– Hay una joven que ahora se niega a verme porque no quise asegurarle que íbamos a ser felices.

– Déjala.

– Ella me ha dejado a mí, padre.

– Entonces, recupérala cuando regreses a la ciudad, y después, déjala.

– No puedo, padre. No tengo malicia y traicionarla no me causaría satisfacción.

No respondió a mi argumento y me animó a seguir leyendo. Después de algunas páginas que explicaban cómo el dictador de Nueva Europa ordena que todos los niños comprendidos entre los doce y los catorce años sean tatuados y enviados a colonizar un continente abandonado, fui yo quien interrumpió el relato.

– Padre, ¿cuál es tu opinión sobre el asesinato?

– Depende de quién sea la víctima -dijo-. Yo no sé qué sería mejor, ser asesinado o, simplemente, que envejeciera, enfermara y muriera. Lo mejor sería ser asesinado cuando estuviera muriendo.

– ¿Y si el asesinato se produce cuando ya estás muerto? -inquirí cautelosamente, esperando que no pidiera explicaciones.

– Es absurdo -dijo-. Sigue leyendo. Me gusta el momento en que la luna se detiene y Europa está sumergida en el agua.

Seguí leyendo mucho más allá del límite de resistencia de mi voz, pues insistió en que terminara el libro. Entonces le acompañé a dar una vuelta por la casa, en su silla de ruedas, como todos los días, a la misma hora, solía hacer. El jardín ya no era descuidado y salvaje como lo recuerdo durante mi infancia. Estaba pulcramente arreglado, de modo que él pudiera comprobar diariamente la seriedad de la administración del jardinero. «Me gusta el orden, muchacho», me dijo el primer día que salimos a pasear. «Me gusta poner orden en todo lo que concierne a la casa, pero no me dejan. Sin embargo, fuera, en el jardín, el amo soy yo. Ya verás lo que he hecho con esta jungla.» En efecto, lo vi. El año anterior, cuando enfermó por primera vez, el jardín entero fue renovado bajo sus instrucciones. Para él, se trataba ahora de un jardín alfabético; aunque, para mí, todavía era la cronología de mi perdida infancia. Junto a la casa crecían las anémonas, más adelante las begonias, después los crisantemos; desde allí había espiado a la criada y al mayordomo, mientras se abrazaban en la cocina. Alrededor de los corredores laterales, crecían la misma cantidad de hileras de dalias, eglantinas, fucsias y gardenias. Después venían las hortensias y los iris orientales, cortados por la pagoda donde solía disponer mis soldados de plomo. Más allá, los jazmines y los knotweeds. Había lotos en el viejo estanque, y, al otro lado, estaban las magnolias. En el pequeño lago donde yo jugaba con mis barcos, había algunos narcisos. Después venían las orquídeas y un pequeño parterre de petunias. «Tuve que detenerme aquí», susurró. «Ninguna flor empieza por la letra Q.» Creo que entonces mis ojos se llenaron de lágrimas. No recuerdo si lloré por el fracaso del absurdo proyecto de mi padre, por la falta de flores para completar el alfabeto o por los recuerdos de mi infancia en compañía de mi infantil padre.