– ¿Por qué me haces tantas preguntas? ¿No has preguntado suficiente?… Principalmente, visito médicos. Voy a una clínica donde estoy recuperando el uso de mi brazo derecho.
– Y a Lucrecia, ¿la ves?
– ¿A aquella frívola muchacha? ¡Nunca! Me despreciaría.
– No te asustes -dije amablemente-. Te ayudaré. Lo prometo. Me dedicaré por completo a tu bienestar, sin imponerte nada. -Me miró con suspicacia-. Esto deberá planearse, pero cuando haya acabado te ofreceré una gran sorpresa. -Se me había ocurrido una maravillosa idea. Empecé a hablar con mayor rapidez- Antes de un año, después que hayan ocurrido algunas cosas que me permitirán dedicarme a tu bienestar y que me ofrecerán los medios para hacerlo, seré capaz de brindarte algo que podrás tener durante toda tu vida. Una vida -concluí- que haré cuanto pueda para prolongar hasta el máximo posible.
– ¿Vas a darme algo?
– Sí.
– ¿Algo que yo quiero? ¿Algo que tendré a mi lado, que podré conservar toda mi vida?
– Sí. Lo guardarás y te guardará.
Ella sonrió.
– Creo que sé lo que es.
– ¿Lo sabes? No sé cómo puedes saberlo. Se me acaba de ocurrir.
– Las mujeres somos muy intuitivas -dijo sutilmente-. ¿Cuánto debo esperar?
– ¡Oh! Puede ser un año o más. En parte, depende de que consiga cierta cantidad de dinero.
– Yo tengo dinero -añadió rápidamente-. Eso no debe interponerse en nuestro camino.
– No -repliqué firmemente-. Debe ser mi dinero. Tú crees que las mujeres tienen el monopolio de la intuición. Seguramente aceptarás el mismo orgullo convencional que sienten los hombres por administrar el dinero. -Parpadeó-. ¿Esperarás?
Asintió. Entonces añadió:
– Estoy muy asustada por ti.
– Y yo por ti -dije-. Pero en este encuentro de temores también te amo.
– ¡Qué extraño! -murmuró-. Cuando llegué a la puerta de este café te odiaba. No. Era peor que odio. Sentía compasión por ti, y ahora, tu imperturbabilidad casi me seduce. Creo que me amas en tu propia e imposible forma.
– Para ser enteramente sincero -repliqué-, puedo estar simplemente confundiendo el miedo con el amor. Este es un error que cometo a menudo en mis sueños.
– ¿Por qué habrías de estar asustado de mí?
– Porque estás allá -respondí brevemente.
Debes imaginar, lector, el regalo que pienso hacer a Frau Anders. Es éste. Mientras estuvo sentada frente a mí, en el café, comprendí que, dos veces, la había dejado sin casa. Primero, al ser el causante de que abandonara a su marido e hija; la segunda, por haber quemado la pobre casa en que vivía. ¿Qué mejor recompensa podía ofrecerle que una casa donde pudiera vivir sin ser molestada por mí ni por nadie? Todo lo que necesitaba eran los medios, que adquiriría con la muerte de mi padre.
La dolorosa noticia llegó en enero, cuando acababa de cumplir treinta y un años: mi padre murió y yo heredé. No deseando envanecerme con las cosas que podía estar tentado a comprar, planeé la utilización del dinero y de las acciones. Los abogados de mi padre tenían instrucciones de dividir la suma entre dos personas que no debían conocer la identidad del donante. La mitad, debía ser para Jean-Jacques; la otra mitad, para un joven poeta que acababa de hacer el servicio militar y cuyo primer libro yo había leído y admirado mucho. ¿Por qué di el dinero anónimamente? Porque no quería que mi amistad con Jean-Jacques se desfigurara por la gratitud ni por el resentimiento, y al exsoldado, a quien nunca había visto, porque me pareció impropio empezar una relación con un acto de beneficencia.
Deben comprender que la entrega de mi herencia no supuso un gran sacrificio. Disponía aún de la paga mensual, y de la participación en el negocio de mi familia, que costearon mis gastos desde mi ida de casa. Lo más importante de mi herencia era la casa que mi padre había mencionado y prometido. La había adquirido hacía algunos años, con la intención, nunca realizada, de tener una residencia en la capital para pasar algunos meses allí cada año.
No instalé inmediatamente a Frau Anders en la casa, porque pensaba remodelarla y amueblarla para su uso. Siempre me ha interesado que la arquitectura exprese los sentimientos más íntimos de los que se acogen bajo ella. Mientras hacía esfuerzos por mantener mis caprichos dentro de ciertos límites, no podía resistir un sentimiento de anticipación casi voluptuoso, al decidirme por este proyecto. Tales eran los placeres de mi ociosa vida y la facilidad con que calmaba mi culpa.
Recuerdo otro proyecto de edificación que me había dado ya el mayor placer, aunque no tenía ninguna participación en él. En la isla donde Frau Anders y yo habíamos pasado el invierno de nuestro viaje al sur, vivía una solterona inglesa. Tenía una pequeña e inmaculada casa blanca en las afueras del pueblo, sobre el mar. Un día, mientras ella paseaba por la carretera empedrada, vio a un leñador castigando ferozmente a su caballo, que yacía postrado en el suelo. La anciana lo atacó con la sombrilla de seda que siempre llevaba consigo. Imagina su horror cuando supo que los golpes eran previos a la muerte del caballo. El caballo, en una caída, se había roto las dos piernas delanteras. La señora, que ni bajo esta forma quería consentir con la crueldad habitual de los isleños para tratar a los animales, se ofreció inmediatamente a comprar el caballo. Demasiado aturdido por el absurdo de aquella transacción como para alargar excesivamente la operación de compra, el leñador fijó rápidamente un precio, que era el doble de lo que había pagado por el caballo, y se fue, arrastrando él mismo el carro, a emborracharse en el puerto y a contar la historia a sus amigos.
La anciana hizo que llevaran al caballo hasta su casa. Mandó buscar al veterinario del pueblo, que vendó las patas del animal con unas tablillas y recetó medicamentos para su fiebre. No satisfecha con estas soluciones, llamó a un veterinario del continente, quien pronosticó al animal una cojera inevitable.
Sigue ahora la parte de la historia que más me gusta. El caballo fue instalado en un pequeño cobertizo de madera, detrás de la casa. La anciana lo alimentaba personalmente cada día, le daba masajes en las patas, le administraba sus medicamentos. Gradualmente la fiebre fue disminuyendo y el caballo intentaba algún movimiento, pero inútilmente. La anciana no había pensado competir con el diagnóstico del veterinario. Estaba orgullosa de que el caballo evolucionara, y dispuso que se construyera una residencia permanente para su compañero. El desnudo cobertizo rectangular donde había vivido no parecía un lugar demasiado apropiado para un caballo que estaría privado para siempre de los placeres del paseo, del galope y del ejercicio de arrastrar el carro del leñador. «A los caballos les agradan los bellos paisajes», dijo a la gente del pueblo, incapacitada para responder a una afirmación tan singular. Contrató albañiles y peones y construyó una pequeña torre de unos seis metros de alto al otro lado del jardín. Junto a la torre, una rampa espiral conducía a una habitación de confortable tamaño en la parte superior. El caballo fue a vivir en esta habitación. Por las mañanas, lo ayudaba a bajar para atarlo a la valla; con el calor del sol de mediodía, volvía a conducirlo a la torre; a la hora del té, bajaba otra vez y permanecía junto a su protectora, que descansaba tendida en una hamaca. Pronto los movimientos del caballo ganaron seguridad y fuerza, de modo que pudo ingeniarse por sí solo para bajar la rampa. Subía y bajaba a todas horas de su torre sin salirse de las propiedades de la mujer.
Después de varios meses de vida en la torre mirando el mar azul, el paso lastimoso del caballo podía describirse como de paseo, aunque con una severa cojera; la anciana empezó a llevarlo cogido de las bridas de un lado a otro de la ciudad, cuando iba al mercado. Todo el mundo reía de su simpática locura, y nadie advertía que la cojera del caballo disminuía apreciablemente. Un día, una ocasión que tuve la fortuna de poder contemplar, la señora apareció en la población montada en su caballo. El caballo la llevaba tranquilamente, a través de las calles del pueblo, sin ningún síntoma de cojera. Fuera por la hermosa vista del mar, auténtico privilegio, o por agradecimiento hacia la vieja dama, la verdad es que el caballo estaba enteramente curado. Tanto los forasteros como los isleños dijeron que sus piernas nunca habían sido tan finas y rectas, cuando su existencia transcurría tirando del carro del leñador. Tales son los poderes curativos de una buena morada con una arquitectura adecuada.