– ¿Pasamos a ver la casa? -propuse.
Las dos mujeres me siguieron durante una hora, mientras las guiaba a través de todas las habitaciones y explicaba algo acerca del origen y el significado de mis adquisiciones. «Qué magnífico regalo», exclamó varias veces Geneviéve. Parecía encantada con la casa y me felicitó profundamente, pero la reacción de Frau Anders durante la visita fue menos explícita de lo que yo esperaba.
– Muy imaginativo, Hippolyte -dijo finalmente Frau Anders, mientras permanecíamos en la gran cocina del sótano, la última etapa de nuestra gira-. Me halaga que pienses que apreciaré la utilidad de…
– De tan honesto y articulado edificio -dije, terminando su frase.
– Bien, sí. Pero por qué has imaginado que yo aceptaría…
De nuevo interrumpí.
– La reparación es un asunto delicado -dije-, por consiguiente, es un imperativo que no pienses en esta casa, y creo que puedo hablar libremente delante de tu amiga, como reparación por el daño que yo te hice. Es simplemente un regalo, o mejor dicho, un acto de homenaje a tu buena naturaleza y a tu propia indestructibilidad. No me atrevo a esperar que de este modo se salde ninguna deuda entre nosotros. Todo queda pendiente, tanto si vives en esta casa como si no.
– Seguro que lo está -replicó Frau Anders, con un poco más de malicia en su voz de la que las circunstancias requerían.
– ¿Aceptas la casa? -pregunté, preparándome para su posible negativa.
– Tómala -dijo Geneviéve alegremente-. No necesitas utilizar todas las habitaciones, querida. Invitaré a Bernard, a Jean-Marc y a todos los del teatro y tendrás fiestas maravillosas.
– Eso me gustará -murmuró Frau Anders.
– No la desprecies -dije, esperanzadamente.
Frau Anders nos miró a ambos. Pude sentir la dura y agresiva expresión, aun a través de su pesado velo.
– No creo que me guste vivir aquí sola -contestó.
– ¿Sola? -dije-. Pero si tú no vas a estar sola. Tienes nuevas amistades, además de mademoiselle Geneviéve y yo. Tendrás constantes visitas. ¿Te he dicho ya que Jean-Jacques quería ofrecerte sus respetos? Hubiese venido hoy, de haberlo encontrado a tiempo para comunicarle tu llegada.
– No me refiero a los visitantes -continuó Frau Anders con obstinación-. Me refiero a un marido. Quiero casarme nuevamente.
Ni Geneviéve ni yo respondimos.
Frau Anders continuó, observando nuestras caras:
– Ya no soy joven, pero tengo mucho que ofrecer. Soy amable, perdonadora, alegre. -Se detuvo esperando una respuesta-. No soy tan impulsiva ni ingenua como solía ser… No vaciles, Hippolyte, y mira -dijo, apartando su velo-. No sólo he pasado por la cima de la belleza, sino también por la cumbre de la fealdad.
Era cierto. Los tratamientos y operaciones que Frau Anders había sufrido el año anterior, habían hecho maravillas en su rostro. La gran quemadura rectangular en su mejilla izquierda era casi invisible, sólo quedaba una pequeña sombra, los músculos que rodeaban su ojo izquierdo y su boca se habían tensado, restando sólo una imperceptible asimetría.
– ¿Por qué sigues llevando este velo, querida? -exclamé, feliz por su sorprendente recuperación.
– Mi marido deberá desvelarme -dijo.
Esta urgencia de domesticidad me desanimó un poco. No era lo que había previsto para Frau Anders en la casa que acababa de amueblar para su rehabilitación, como tampoco había previsto fiestas con sus nuevos amigos del teatro. Pero nada podía objetar. Lo único importante era que aceptara la casa, y no malograr y volver inútil todo el esfuerzo que le había dedicado. Estaba convencido de que sus ventajas y múltiples y apropiados usos le serían revelados después de un tiempo de vivir en la casa.
– ¿Aceptarás la casa? -repetí.
Subimos, dirigiéndonos al coche.
– Lo intentaré -dijo simplemente.
Ofrecieron llevarme donde quisiera, pero preferí dejarlas solas, con la esperanza de que Geneviéve pudiera desvanecer los temores de Frau Anders acerca de la casa.
– Te veré mañana, a las cuatro, junto a la jaula del gorila -dijo después de abrazarnos y cuando Geneviéve ya se había introducido en el coche.
– Puedes esperar un marido en la casa -le dije, cuando el coche partía.
Fui a relatar a Jean-Jacques los resultados de esta entrevista inconclusa. No me sentía decepcionado. Ni siquiera después de que Jean-Jacques dijera:
– No imaginé que le gustara. ¿Esperabas tú otro resultado?
– Esperaba otro resultado -protesté-. Puedo haberme equivocado al amueblar la casa antes de que hubiera aprendido a conocer su utilidad. Quizás, por el momento, habría bastado con etiquetar las habitaciones y ofrecer una lista pormenorizada de sus contenidos posibles. Las habitaciones con su mobiliario real no permiten que Frau Anders ejercite su propia imaginación.
– Amigo mío -replicó Jean-Jacques-. Frau Anders nunca hubiera imaginado esta casa, si tú no se la hubieras terminado completamente. Nuestra antigua anfitriona es una mujer de fuerte apetito y voluntad, pero también es obstinada, incapaz de imaginar nada. Esta gente sólo puede ser sacudida, lo cual es una estúpida sustitución de los placeres de la imaginación.
Dije a Jean-Jacques que me parecía que menospreciaba la capacidad de Frau Anders. Pero, por otra parte, su respuesta me agradó. Trataría de no enfadarme demasiado si Frau Anders se negaba a ocupar la casa. No tenía deseos de forzarla a nada. Al día siguiente, nos encontramos en la jaula del gorila.
– Esperaré en tu casa durante un tiempo -dijo gravemente-. No me creas desagradecida, si espero algo más.
– Oh, mi querida amiga -sollocé, profundamente conmovido, y cogí sus manos temblorosas.
– ¡No me falles! -dijo llorando.
– Siempre te serviré y te honraré -repliqué.
Poco después, Frau Anders se trasladó a la casa. Cuando le hice la primera visita, parecía contenta. Mientras me reprochaba los gastos que hice al remodelar y amueblar la casa, pude observar que no estaba disgustada con mi extravagancia, ya que, como muchos ricos venidos a menos, pensaba que el capricho y el despilfarro eran ornamentos necesarios de la riqueza.
Puedes estar seguro, lector, que no olvidaba las restantes exigencias de Frau Anders. Traté de no pensar en ellas, pero gradualmente fui perdiendo aquel poder de alejamiento. No había regalo que pudiera ofrecerle para reparar las injurias que le había ocasionado, excepto ofrecerme yo mismo, lo cual, a pesar de lo mucho que deseaba llevar a cabo esta reparación, no quería. Las razones por las que ella me quería, no puedo decirlas. Pero sus objetivos eran inconfundibles, su persistencia -cada vez que iba a visitarla-, inquebrantable.
Por último, decidí que había una sola manera de poner fin a las embarazosas esperanzas de Frau Anders. Mi táctica era casarme lo antes posible. Creo que esta idea se me hubiera ocurrido aun sin la urgencia a que Frau Anders me inducía, ya que amueblar una casa -incluso para una mujer que presumí viviría sola- me hizo pensar en aquellos que habitualmente las ocupan: las familias, el santificado orden de las relaciones domésticas. Pensé también en mi hermano, a quien siempre había respetado por haberse casado rápida y decididamente. Mucha gente permanece soltera esperando la pareja idónea. Pero yo permanecía soltero por apatía. Decidí esforzarme y contraer matrimonio.
Mientras buscaba alguien con quien hacerlo, traté de eliminar de mi mente cualquier idea preconcebida acerca de la persona que pudiera llegar a gustarme, tanto en lo concerniente a edad, como a estado, o apariencia personal. No me importaría si era mayor o menor que yo; si fea o hermosa, de acuerdo con los standards oficiales; si virgen o dos veces viuda; si prostituta o aristócrata, patrona o dependienta. El único requisito era que la mujer con quien me casara debería provocarme una emoción fuerte y positiva, y que yo debería despertarle un sentimiento similar.