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– Cásate conmigo -dijo desde el interior, riendo.

Golpeé la puerta con furia.

– Estoy en la bañera, Hippolyte. Esperándote -decía.

Golpeé la puerta con mayor violencia y le grité que abriera.

– No -exclamó-. Estoy en la pared, ¿recuerdas tus sueños? Tengo las muñecas encadenadas y el metrónomo marca el ritmo de mi deseo por ti.

– No puedo -gemí-. No puedo casarme contigo, reina mía.

– En la capilla -respondió-. Puedes casarte conmigo en la capilla, abajo, en el hall.

Yo había olvidado la capilla. ¿Por qué instalé una capilla?

– No tenemos aquí ningún cura -protesté.

Hubo un silencio. Apoyé la cabeza contra la pared; los ojos se me llenaron de lágrimas de rabia y frustración. Entonces ella abrió la puerta y salió.

– ¿ Estás preparado, querido? -dijo dulcemente.

Asentí, atontado. Apareció vistiendo un albornoz blanco, y tomó mi brazo. Fuimos hasta la capilla y nos arrodillamos ante el altar. Pronunció algunas palabras para sí misma y después me dijo:

– Ante los ojos de Dios, tú has sido siempre mío. Desde la primera vez que te vi, un tímido estudiante con la cabeza llena de libros y de sueños…

– Los sueños vinieron después -interrumpí. -Oh, aquellos sueños. ¿Pero no empezaron después de conocerme y desearme? -preguntó triunfalmente. -No -respondí-, los sueños no tienen nada que ver contigo. Nunca debí haberte hablado de ellos.

El recuerdo de mis sueños me reanimó, y creí que me devolvían la confianza en mí. ¿Qué estaba haciendo con esta mujer insaciable, arrodillada en el suelo ante un altar? Temí que sus sufrimientos hubieran dañado su mente. Cierto, sólo unos momentos antes, me habían afectado a mí, cuando sentía la ilusión de desearla.

– Debes perdonarme -dije, mientras me levantaba-. No puedo casarme contigo. Te lo he dicho ya antes. Estoy decidido a casarme con otra persona, cualquiera que sea.

– Pero yo te he esperado siempre -sollozó-. La casa y yo estamos esperando. Tú nos has hecho como somos. Sin ti estamos vacías.

– No, no -grité, alejándome-. Debes estar en paz. No debes perseguirme más. No puedo ayudarte.

– No te vayas -dijo.

Era extraño que no hubiera pensado hasta entonces en irme, que no me hubiera considerado capaz de hacerlo. En aquel momento, me di cuenta de que podía marcharme, de que era libre, libre para moverme, siempre y cuando reconociera ante mí mismo que estaba huyendo.

¿Sólo nos movemos cuando alguien nos persigue? ¿Todo movimiento es una huida? Cuando abandoné la casa que había regalado a Frau Anders, y a la enojada mujer que permanecía dentro, me pareció que antes nunca había corrido, que nunca en mi vida, hasta ese momento, había dado un paseo.

CAPÍTULO XII

Temiendo que Frau Anders pudiera seguirme a mi apartamento, alquilé una habitación en un hotel de otro barrio de la ciudad, donde viví una semana. Por fin huía como consecuencia del asesinato, aunque no me perseguía la policía, sino mi víctima. Y ella no quería matarme en venganza, sino casarse conmigo. Por supuesto, una de las soluciones a mi problema era matarla nuevamente, esta vez con éxito. Pero preferí continuar con la solución que ya había escogido, o sea, casarme con otra mujer.

Tenía que seleccionar los medios, pues sobre la base de mis últimos esfuerzos, temía no encontrar nunca una esposa. Es difícil hacer una elección sin modelos. Pero ahora era muy urgente la búsqueda de una esposa, tenía la urgencia del terror, y en mi ayuda vino una visita: no el golpe en la puerta que anunciaba la temida visita de Frau Anders, sino la silenciosa visita, durante una siesta, de un sueño terrorífico, pero afortunado.

Me encontraba en el lujoso salón de baile privado de un chậteau, una habitación nunca vista, aunque en el sueño sabía exactamente dónde estaba y no sentía estupor alguno al encontrarme allí. Era una habitación muy grande, decorada con cortinas de terciopelo, candelabros de cristal, sillas doradas, retratos antiguos y un gran espejo.

Lo primero que recuerdo es que estaba en el centro de la habitación, con mis ojos fuertemente cerrados, tratando de recordar un nombre que había olvidado. Fuera el que fuera, como no podía recordarlo, relajé los esfuerzos de concentración y abrí mis ojos. Pensé que la manera más elocuente de abrirlos, sería ir hasta el espejo y mirarme. Así lo hice, y allí vi mi propio reflejo, que comencé a estudiar como si se tratara de un retrato cuya autenticidad debía examinar. Por momentos era un retrato mío y no un espejo. Y cuando era un espejo, su sustancia se alteraba continuamente. A veces era cristal otras parecía metal bruñido, después, madera plateada. Además, había algo raro en mi reflejo ya que, siendo sin duda mío, era, por algún detalle que no podía precisar, totalmente extraño.

Se me ocurrió entonces cómo determinar si se trataba realmente de un espejo y mi propio reflejo. Me quitaría el smoking que llevaba puesto. Pensé que la superficie no podría reflejar mi cuerpo desnudo si no era un verdadero espejo, y además sería capaz de identificarme a mí mismo con certeza, si estaba desnudo, así resolvía ambos problemas. Me desvestí, coloqué mis ropas en una silla cercana al espejo. Pero cuando me vi a mí mismo, desnudo, todavía me sentí confundido. «Este es tu único cuerpo», dije en voz alta a mí mismo. Había alguien más junto al espejo. Un criado con librea. Estaba detrás del espejo, lustrando el marco. Aunque sabía que podía verme, no sentí ningún escrúpulo por mi desnudez. Sin embargo, por haber hablado en voz alta, creí que le debía una explicación.

– Este espejo es un espejo desnudo -dije.

El movió sorprendido la cabeza.

– Es usted el que está desnudo -dijo.

Molesto por su falta de comprensión, le expliqué que no tenía ninguna importancia que yo me contemplara de aquel modo.

– No es vanidad -aseguré-. Debe comprender que yo siempre he mirado mi cuerpo como si fuera un tullido en potencia.

La claridad de esta explicación me complació, pero él me miraba todavía con indiferencia, de modo que, con la intención de ofrecerle más pruebas de mi argumento, cogí mi pierna izquierda con las manos y la arranqué.

Inmediatamente me horroricé de mi temeridad. Había ido demasiado lejos y nunca me volvería a crecer una pierna nueva. Mis ojos se llenaron de lágrimas.

– Hay sólo una cura para usted, ahora -dijo el sirviente.

Dejó su puesto tras el espejo y cruzó la habitación. Lo seguí. Casi podía alcanzarle, a pesar de mi cojera. Me sorprendió que no fuera más difícil andar con una sola pierna. Pero di por sentada la total ausencia de dolor.

– Por favor, no me ayude -dije, imprimiendo toda la firmeza que pude a la orden. Quería ir al lugar donde me conducía, pero sin su compañía.

– Quiero observar -dijo-. Me encantan las operaciones.

Le imploré que se quedara atrás. Me enojé y traté de pisarlo, pero mi gesto estaba fuera de lugar.

En ese momento, estábamos junto a un gran salón. Frente a la puerta, un funcionario recogía los tickets. Al observar que no tenía el mío, supuse que no me permitirían entrar, y esperé que el criado tuviese dos. En aquel momento me sentí arrastrado por el resto de público que esperaba entrar en la sala, y en medio de la confusión entré en el salón solo, y tomé asiento en la última butaca del pasillo central.

La gente sentada alrededor parecía tan abatida e inquieta como si fueran prisioneros condenados. No recuerdo si lo oí, o si simplemente se me ocurrió, pero de pronto supe que los que se reunían en aquel lugar eran voluntarios para un experimento científico, y habían accedido a ser privados de sus ojos. Parecía que, aunque todos los presentes habían ido por su propia voluntad, la dirección era consciente de que los voluntarios podrían echarse atrás en el último momento, ya que a mis espaldas vi cómo se cerraban las puertas del salón y la guardia armada tomaba posiciones.