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Me sentí doblemente engañado. Había llegado a aquel lugar con la idea de recuperar la pierna que tan imprudentemente había sacrificado. En su lugar comprendí que iba a perder otra cosa, mis ojos. Hice señales a un ujier que estaba en el pasillo, y le expliqué mi equivocación, pidiéndole autorización para abandonar el lugar. Secamente, me dijo que no podría dejar la sala hasta «después».

Apenas podía creer en mi mala suerte, cuando vi a los uniformados ordenanzas con largas agujas que empezaban a moverse entre los que estaban sentados en la primera fila. El público se sometía obedientemente, profiriendo cada uno un pequeño quejido, al llegar su turno. Los ordenanzas avanzaban inexorablemente de fila en fila. Mis posibilidades de escapar parecían nulas. Con mi pierna en esas condiciones, no podía huir; además, la salida estaba vigilada. Tampoco podía convencer a nadie de que yo no era un voluntario. La única posibilidad que me quedaba, pensé, era hacer una oferta de mí mismo, más generosa aún que la de los otros. Me decidí a acercarme al hombre que estaba en el escenario e intentar llegar a un acuerdo con él. Le propondría donar mi cuerpo entero, si me devolvía mi pierna y no me dejaba ciego.

Los ordenanzas, con sus agujas, ya habían aplicado su tratamiento a la mayor parte de la gente. Dejé mi asiento y bajé cojeando por el pasillo. En el escenario vi al hombre del bañador negro, que daba la mano a una fila de gente que había sido ya desprovista de sus ojos, entre los que ocupaban la primera hilera. Me sentí desanimado, porque pensé que con un desconocido hubiera tenido mejor suerte. Sin embargo, ocupé un lugar en la fila que se formaba ante él y, al llegar mi turno, alargué igualmente la mano.

– Otra vez el mismo -dijo el hombre del bañador negro.

– Sólo una vez más -supliqué-. No se enfade.

– ¿Por qué iba a enfadarme?

No puedo describir la inmensa sensación de alivio que experimenté. Todas mis ingeniosas propuestas parecían innecesarias e insignificantes. Pensé cómo podría agradecer al bañista sus amabilidades.

– Te daré todo mi dinero, todo lo que poseo -dije-. Tú tendrás que explicarme lo que debo hacer. Yo te obedeceré en todo. Seré tu esclavo.

– Él corre -dijo el bañista-. Esta es la primera orden.

Contento de poder obedecerlo, salté fuera del escenario y corrí por el pasillo lo más velozmente que pude. Mientras corría, imaginé cuan satisfecho debería estar, por la rapidez con que lo había obedecido. Al salir del salón, tropecé y caí, pero no me preocupó la sensación de ardor que sentía en la cara. Sólo pensé que él quedaría mucho más impresionado por el hecho de que me hubiera lastimado cumpliendo sus órdenes.

Después de un rato, sin embargo, dejé de correr. Me hubiera gustado volver al salón para recibir más instrucciones, pero supuse que el hombre del bañador preferiría que me fuera. Tampoco acababa de creer totalmente en mi buena suerte. Si regresaba, había la posibilidad de que no pudiera volver a salir con la misma facilidad.

Las calles por las que paseaba eran las familiares y apacibles calles de mi infancia. Observé una brillante luz a lo lejos. Acercándome a ella, vi que era una casa ardiendo. El edificio tenía rasgos parecidos a la casa de Frau Anders que yo había quemado. Varios criados se apresuraban a retirar muebles y retratos. Reconocí entonces que era mi casa. Recordé que había prometido todas mis propiedades a mi maestro, el bañista. ¿Qué me haría si todas mis propiedades quedaban destruidas?

Desatendiendo los avisos de los vecinos, me lancé hacia la casa escaleras arriba, volando más que corriendo. Pero al llegar a mi habitación, me detuve por un momento. Había muchas cosas que recoger: mis ropas, mi cama, mis mapas, mi mesa de trabajo, mis libros, mi ajedrez de marfil, mi colección de mariposas. ¿Cómo elegir, aunque fuera entre los objetos más pequeños, lo que podía llevarme? Permanecí inmóvil. Después tomé de la estantería un libro de historia antigua; del cajón, saqué mi diario; y de la mesa, una bandeja con un pequeño juego de café, que resultaba muy difícil mantener en equilibrio. Aunque estaba angustiado al pensar todo lo que no podría salvar, sabía que debería huir antes de ser alcanzado por las llamas. El aire estaba cargado de humo, y apenas si veía.

En la calle, encontré a mi padre. Sabiendo que estaba muerto, pensé qué podía decirle para consolarlo. Pero cuando se acercaba a mí, vi que era él quien quería consolarme, a causa del incendio. Me dijo que había hecho una buena elección y que con las cosas que había salvado podría empezar una nueva vida.

– Pero piensa en todo lo que he dejado, todo lo que no he podido llevarme conmigo -contesté entristecido.

Entonces se apoyó en la bandeja del diminuto juego de café. Una de las tazas cayó al suelo y se rompió. Me encolericé por su torpeza.

– ¿Cómo has podido hacer esto?

– Se ha roto -dijo.

Mi enojo se apaciguó.

– Quizás no querías hacerlo -agregué.

Me dijo que las tazas y los platos eran un regalo de boda, y me preguntó cómo había decidido llamar a mi esposa. Nos alejábamos de la casa humeante conversando amigablemente. Le expliqué que estaba considerando varios nombres, pero también que me gustaría escoger uno que no fuera raro y no atrajera el ridículo.

– ¿Por qué no la llamas Marie?

– Es un nombre muy poco común -dije.

Desperté de este sueño con un claro sentimiento de alivio. Un nuevo sueño, en lugar de las exhaustivas repeticiones de los viejos, era especialmente bienvenido en esos momentos. Supe que éste indicaba un notable progreso en mi carrera de soñador. El sueño tenía, es cierto, un carácter más pesadillesco que los anteriores. El terror que experimenté al perder mi pierna, al afrontar el castigo en el salón, fue muy grande. Sin embargo, estimé que mis emociones, en este sueño, eran mucho más esperanzadoras y positivas, más próximas al modelo que tenía de ellas. Pues había decidido que mi carácter durante la vida diurna, y mi carácter mientras soñaba, debían ser lo más similares posible. Estaba preparado a hacer a uno u otro cuantas concesiones fueran necesarias para reunirlos.

Pueden preguntarse cómo lograrlo. El problema de cambiar mi vida para que se amoldara a mis sueños, no era insuperable -mucho más fácil que cambiar mis sueños para amoldarlos a mi vida-. Pero de todos modos, un esfuerzo de voluntad no sería suficiente por sí solo. Creo que el último sueño me dio la clave para hallar el método correcto. Todos los sueños eran un espejo ante el que se presentaba mi vida diurna, ofreciéndome, a cambio, una imagen poco familiar, pero no incomprensible. Con perseverancia y atención, ambas se unirían, aunque necesitara pasarme toda la vida delante del espejo. Este es el destino de los espejos, y de lo reflejado.

Mientras meditaba estas cosas aquella mañana, en mi habitación del hotel, observé también que el nuevo «sueño del espejo» me proporcionaba una ayuda sustancial para mi actual proyecto de matrimonio. No era extraño que me hubiera sentido desanimado. No había entendido ni mi proyecto, ni las razones que lo justificaban. Estúpidamente, creí que podía aventurarme buscando una esposa por el mundo, sin exigencias ni condiciones previas. Comprendí entonces que la única manera de buscar una esposa -y deben recordar la urgencia de mi búsqueda, con Frau Anders presionando de cerca sobre mí- era concebir claramente cuál me convenía. Como se elige el nombre para un niño. Ya no buscaría a la deriva, esperando que mi futura esposa se me apareciera, sino que la buscaría yo mismo en el lugar más apropiado. ¿Qué matrimonio resistiría mejor los indeseados avances de Frau Anders que una unión totalmente sólida y respetable? Había sido absurdo de mi parte imaginar que iba a poder repudiar el excéntrico casamiento que Frau Anders me ofrecía, mediante otro casamiento igualmente excéntrico, con alguien ajeno a mi propia clase, tanto si se trataba de una prostituta como de una dependienta, o la sobrina de mi portero.