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Apresuradamente mi esposa me explicó su presencia. Fui a la habitación trasera, donde encontré a Frau Anders sentada en una silla de madera, rodeada de varias maletas pequeñas a sus pies.

– Sabes que no hubiera venido -empezó, en tono resentido-. Todavía tengo orgullo.

– Lo sé, lo sé -dije, resignadamente-. Un gran desastre cancela todas las querellas privadas. Mi casa es tuya.

Rió amargamente.

– Todas tus casas, ¿eh?… ¡Oh!, perdona… Debes permitirme permanecer aquí por un tiempo, Hippolyte. Se están llevando a todo el mundo. Al principio era sólo a algunos, pero ahora, ahora a todos. Ninguno de los que se van regresa, lo sé; ¡puedo presentirlo!

– No hace falta que te expliques, querida -dije-. Y, cálmate. ¿Dijiste a alguien que venías aquí?

– A nadie.

– Entonces puedes estar todo el tiempo que creas necesario, tanto tiempo como quieras.

Frau Anders suspiró, desplomándose sobre la silla. Yo no advertía diferencia alguna entre sus dos brazos, aunque tal vez se debiera a la deformada y vieja chaqueta de lana que la cubría. Sin embargo, no creí que fuera momento oportuno para preguntarle por su tratamiento durante los dos años que pasamos sin vernos.

– Ahora, quiero dormir -murmuró.

La dejé y volví con mi esposa, que miraba fijamente a través de la ventana de su habitación a un vehículo militar, lleno de soldados, estacionado en la calle.

– Ahora vamos a tener que hablarnos al oído -dijo en voz baja, mirándome-. ¿No estás enfadado conmigo, verdad?

Le imploré que no pensara eso, nunca.

«Yo cuidaré de ella», dijo. ¡Como si pudiera cuidar a alguien! Me sentí a punto de llorar por su bondad. Mi esposa no pensó en absoluto en los terribles castigos que nos podrían infligir si éramos descubiertos por el ejército, que constantemente buscaba en las casas a desafortunados fugitivos como Frau Anders. Como comprenderán, no sabía nada de mis antiguas relaciones con Frau Anders: sólo que alguna vez nos conocimos. Mis motivos personales eran más poderosos. Sin embargo, llamarlos generosidad y coraje sería adularme. No podía evadir el riesgo de mi propia vida, cuando previamente había puesto la de Frau Anders bajo los riesgos de la esclavitud y el asesinato. Generosidad parece un término inadecuado para designar la ayuda dada a una persona a quien se ha negado tanto. Mi vieja amante estuvo con nosotros durante varios meses, sin dejar el apartamento una sola vez. Mi esposa pasaba con ella la mayor parte del día, en la habitación trasera. Frau Anders no había perdido su vieja cualidad de ser agradable compañía y buena confidente. Yo solía sentarme en la sala, tratando de escuchar el sonido de sus murmullos; a veces, oía la risa juvenil de mi esposa. Ella, generalmente tan callada, parecía airearse con esta triste compañía. No se deprimió, como temí, por las viejas heridas y las penosas circunstancias de Frau Anders. A Frau Anders, en cambio, nunca la oí reír; el miedo la había vuelto muda.

Me resultaba extrañísimo que Frau Anders estuviera en mi apartamento. Yo había escapado, con mayor o menor éxito, a todas sus trampas anteriores. Me había imaginado perseguido por ella, hasta que llegó otra vez a mi puerta, ahora con la justificación oficial de su propia persecución. El fantasma que me había acechado durante tanto tiempo, ahora se había instalado en mi casa, con un permiso de entrada que no podía negar.

Sin embargo, evité todas las oportunidades de estar a solas con ella. No podía imaginar qué nuevas demandas o qué nuevos reproches me haría. Quizás un día, cuando yo saliera del W. C., vendría a mi encuentro a proponerme que la llevara a mis espaldas, a través de las laberínticas cloacas de la ciudad, hacia la libertad. No me hubiera extrañado tampoco que una noche, durante la cena, me pidiera que asesinara al comandante enemigo de la ciudad. O podía también solicitarme que buscara a su antiguo marido, para poder explicarle que, pese a todos sus esfuerzos, seguía siendo judía. Afortunadamente, nada de esto sucedió. Después de que el vecindario fuera inspeccionado varias veces, a medianoche, y los soldados entraran en nuestro propio apartamento, en la mismísima habitación donde Frau Anders estaba agazapada en un baúl, su terror sobrepasó los límites de nuestro apartamento, y me imploró que buscara un refugio mejor. Así lo hice -un ingenioso escondrijo que describiré más adelante- y mi esposa y yo quedamos solos.

Me sentí apenado al perder a Frau Anders como huésped, por lo que ella suponía para mi esposa. A veces me preocupaba, porque mi esposa debía sentirse sola en la capital, donde no tenía ni amigos ni parientes. No parecía sentirse sola. Pero cuando observé su felicidad por la compañía de Frau Anders, comprendí que podía ser mucho más feliz de lo que era. Se me ocurrió que quizás quería tener un niño. Pero no me pareció suficientemente madura; ella misma era una niña. Desatinadamente, pensé que habría tiempo suficiente, confiando excesivamente en el destino y en nuestra longevidad. Por otra parte, deseaba prolongar la paz y la pureza de nuestras relaciones.

Podrían imaginar que, como respetaba la virginidad de mi esposa, procuraba satisfacerme fuera de casa. No era así. Quería ser fiel a mi esposa, como esperaba lo fuera conmigo. Era muy conveniente: al ser fiel a mi esposa, era al mismo tiempo fiel conmigo mismo.

Durante este tiempo, clarifiqué mis ideas acerca de la esencia del amor a uno mismo.

Pido al lector que no me desapruebe. No creo que exista vanidad en las siguientes reflexiones.

Razoné de la siguiente manera: el criterio de amor sobre el que todos podemos estar de acuerdo, es la intensidad. El amor eleva la temperatura del espíritu; es una especie de fiebre. Los hombres aman para sentirse vivos. Y no se limitan simplemente a amar. También por eso van a la guerra. Si la guerra no satisficiera un deseo elemental -no el deseo de descubrir, que es superficial, sino el deseo de encontrarse en estado de tensión, para sentir con mayor intensidad- la práctica de la guerra se hubiera probado una vez, para quedar abandonada. Los hombres, acertadamente, consideran sus propias muertes como un precio no demasiado alto por sentirse vivos.

La guerra nunca falla. Pero el amor falla siempre. ¿Por qué? Porque en el fondo yace el deseo de incorporación. El amante no busca un ser amado, sino la extensión en profundidad de su propio ser. Pero de esta forma, añade un nuevo peso a su propia carga, cargando ahora también con la otra persona.

Una posible solución al amor es el odio. Al odiar, nos desprendemos de la carga, pero entonces nos sentimos disminuidos, pesando la mitad de lo que ya nos habíamos acostumbrado a pesar.

La solución mejor es la separación: ni amor ni odio hacia los otros, ni asumir cargas ni desprenderse de ellas. El único objetivo apropiado, tanto para el amor como para uno mismo, es uno mismo. Entonces podemos tener la confianza de que no nos estamos equivocando, al pagar el tributo de nuestros sentimientos. Podemos estar seguros de que el objeto no se fugará, cambiará o morirá. Sólo así quedamos satisfechos.

A esta línea de razonamientos añadiré una anécdota.