He aquí la última conversación, o, mejor, dos conversaciones con Jean-Jacques, que tuvieron lugar dieciocho meses después de la muerte de mi esposa. Escribí en mi diario:
«Diciembre, 5. Hoy, mientras caminaba buscando a Jean-Jacques, esperaba un acto completo, pues nuestros últimos encuentros han quedado inconclusos.
»Pensé en la violencia, pues no podía existir una conclusión satisfactoria a una discusión con él. Me gana siempre por palabras.
»Pensé en la traición. Podía ir a la policía y denunciarlo por sus aventuras en el mercado negro, por el asunto del coronel de la SS y por otras muchas cosas que él, despreocupadamente, me había contado. Deseaba ser capaz de un acto así. Pero dudaba que fuera beneficioso para Jean-Jacques encontrarse encerrado en una celda.
»Ojalá existiera todavía en nuestro país aquella venerable y feliz costumbre, el duelo, como medio satisfactorio de zanjar una disputa o, simplemente, un sentimiento de descontento entre dos hombres de honor que no se odian. Mientras caminaba, iba imaginando este duelo, pero no podía encontrar el arma -¿sable?, ¿pistola?, ¿cuchillo?, ¿navaja?- adecuado para nosotros. Nuestras armas habían sido siempre las palabras, que me herían mucho más a mí que a él. Por ejemplo, en el duelo que sigue, que tuvo lugar en mi mente, era yo quien empezaba:
Ataque
Yo: No tomo en serio tus sentimientos.
Jean-Jacques: Son demasiado complicados para eso.
Yo: Eres vanidoso.
Jean-Jacques: Soy homosexual y escritor, las dos cosas profesionalmente aceptadas y queridas.
Yo: Pero te limitas a representar la parte de homosexual.
Jean-Jacques: La diferencia es sutil, pero no importante.
Yo: Eres un turista de las sensaciones.
Jean-Jacques: Es mejor un turista que un taxidermista.
Lancé una mirada de triunfo sobre mi adversario, pues estaba satisfecho de mi representación. Pero Jean-Jacques no se limitó a defenderse. Procedió a atacarme.
Contra-Ataque
Yo: Edificas tan alto que la base de esta estructura tan inestable y caprichosa está destinada a desmoronarse.
Jean-Jacques: Tú, construyes tan bajo.
Yo: Eres un chismoso.
Jean-Jacques: Tu pasión es coleccionar consejos y reprobaciones.
Yo: Eres un villano.
Jean-Jacques: Y tú un impotente adorador de villanos.
Yo: Eres un frívolo.
Jean-Jacques: Has empezado a hartarme.
En este momento, duramente herido, me retiré del imaginario campo del honor. Como ya sabía, el duelo verbal no suele tener desenlace. Sólo la violencia física o un acto de inmerecida generosidad pueden tener término. Hoy mis sentimientos eran demasiado flexibles para arriesgarme a un encuentro más directo. Mientras el duelo verbal concluía en mi imaginación, pasé frente a una oficina de correos. Me detuve para enviar un pneumatique a Jean-Jacques, diciéndole que me era imposible verlo aquel día, y pasé toda la tarde en un club de ajedrez.»
Al final de aquel día, recuerdo, las heridas, que después de todo me había infligido yo mismo, habían cicatrizado. El bienvenido espíritu de objetividad había tomado posesión de mí y podía observar el transcurso de los hechos sin dolor. Observé que lo interesante de esta imaginaria conversación era que ambos interlocutores dijeran la verdad. Las armas de ambos estaban bien afiladas y dirigidas. Sabía que ya no era capaz de divertir a Jean-Jacques, probablemente desde que me casé, una decisión que él fue incapaz de comprender. Jean-Jacques no apreciaba los climas sutiles y la revolución de mi vida; para él, era como si yo hubiera emprendido viaje en una trilladora y, desde su punto de vista, esta descripción era correcta. Mis golpes, sin embargo, eran igualmente justos. Es cierto que él se manifestaba frívolo, vanidoso, infiel y homosexual principalmente por lealtad al espíritu de exageración. Juntos nos habíamos convertido en el más desigual par de amigos.
La próxima vez que nos vimos, yo fui a buscarlo a su habitación. Jean-Jacques estaba delante de su escritorio, bañando sus pies en una jofaina de agua caliente y recortando fotografías de una revista deportiva con una hoja de afeitar. Parecía aburrido y me saludó distraídamente. Mi rencor se había desvanecido y recordaba entonces mi viejo afecto por él. Pero el impulso de violencia que yo había ahogado, era contagioso. Observé que él deseaba acusarme.
– ¿Por qué no hablas? -dije.
Su aspecto era abatido. Creí que estaba resfriado.
– ¿Por qué debo hablar? -replicó agriamente-. Tú puedes hablar sin mí.
– Pero esta mañana no tengo nada que decir. Creo que me he decidido a hacer algo.
– No te creo -dijo, sonándose con fuerza y contemplando largo rato su pañuelo.
– ¿Cómo pasas tus mañanas?
– Escribiendo cartas. Rompiéndolas. Orinando en mi orinal. Decidiendo dejarme el bigote.
– Vamos, vamos -dije, divertido con este nuevo y curioso aspecto de Jean-Jacques, que antes nunca había conocido.
– Te diré de qué se trata. ¿Por qué no? Tú eres el héroe de la obra, una comedia, en la que he estado trabajando durante más de un año -dijo-. Junto con otras cosas, por supuesto. Esta mañana he dejado la obra. No puedo competir con tu naturaleza.
– Quizá lo que no puedes es escribir piezas de teatro.
– ¡Eso no! Mi talento está intacto. Se trata del tema -me dijo Jean-Jacques-. Tú eres un gran fragmento cómico.
– ¿Por qué un fragmento?
– Porque ninguna vida te ha completado -explicó-. Eres un personaje sin historia. Eres un objet trouvé autofabricado. Eres tu propia idea, pensada por ti mismo. -Volvió a sonar sus narices-. Salvo que tu carácter se complete a sí mismo en estos sueños de los que siempre hablas.
– No -respondí confusamente-, mis sueños me anulan.
– ¡Y tu forma de analizarte! -dijo, agudamente-. No tengo ninguna objeción contra alguien que pasa su vida frente a un espejo; yo mismo paso muchos ratos frente al mío. Pero no puedo aprobar la timidez de tu propia contemplación. Estás enamorado de tus sueños, pero no los posees. En lugar de esto te anulas, hurgando tu propia vida soñolienta, llorando sobre su cuna, deplorándola, temiéndola, anhelándola perpetuamente.
– No -dije-, no me reconozco en tu descripción. Excepto por un detalle. El hombre enamorado de la idea de sí mismo está buscando continuamente héroes ante quienes inclinarse, humillarse, ya que oscila entre la autoestimación y la autocondenación. Para mí este héroe has sido tú. Sin embargo, yo he renunciado a ti.
– Bien, bien -sonrió Jean-Jacques-. ¿Esto es una declaración de independencia? ¿Mi objet trouvé baja de mi pedestal?
– Tus palabras no me hieren. Seamos amigos.
– Ahora que la guerra ha terminado y aquellos encarnizados brutos, nuestros enemigos, se han retirado, quiero dejar la ciudad por un tiempo. -Me miró-. Estoy cansado.
Comprendía que la verdadera razón de su deseo de abandonar la ciudad era la esperanza de que, entre tanto, los rumores peligrosos e indeseables y las sospechas se desvanecieran. Sin embargo, tomé seriamente su observación, sabiendo que Jean-Jacques, al estar tan lleno de contradicciones, no podía expresar una verdad total sobre sus propios sentimientos, aun cuando lo pretendiera. Empecé a explicarle lo inútil que era aburrirse, pero él agitó su mano en señal de impaciencia.
– Tengo que pedirte dinero, viejo Mecenas -dijo-. Mi vocación de escritor me llama al campo. -Esbozó una pequeña mueca-. Tú conoces mis habituales fuentes de ingresos. En el viaje, cesarán. No me considero capaz de seducir a aquellos granjeros de pesadas botas ni de robar en las alcancías de las iglesias.
¡Otra mentira! Sabía que esto no era cierto. Además de la pequeña cantidad de dinero que yo había depositado en su cuenta algunos años atrás, él había obtenido algún dinero con sus libros, y fuentes de ingreso como la prostitución o el robo, que practicó años antes de conocerme, hacía ya tiempo no las practicaba.