Los sueños de horror y protesta ocupan su lugar, pero seguramente no son nuestro objeto. Tampoco pretendemos ser principalmente (como era yo en este sueño) espectadores de grandes y terribles sucesos.
Un período de mi vida concluía con este sueño. Pensé en dejar la capital. Desde que la guerra había terminado, no había hecho uso ni una sola vez de mi libertad para viajar. Jean-Jacques me escribió una amistosa carta, desde su refugio provincial, urgiéndome a visitarlo, si no tenía nada mejor que hacer. Pero yo tenía algo mejor que hacer.
El hecho es que, a pesar de la contradicción de mi matrimonio, no había gozado de mi gusto por la soledad en los últimos años. No podía imaginar momento más oportuno para mi retiro. Con treinta y ocho años, desligado de todo, improductivo, lleno de prejuicios y hábitos solitarios. ¿Cómo podía empezar una nueva vida con otra mujer? Nunca encontraría otra tan compatible, tan amoldada a mis gustos, tan valiosa y respetada por mi afecto, como mi difunta esposa.
Pero no quería seguir viviendo en el mismo apartamento, lleno de recuerdos de mi esposa y del olor de mi propia pena. Decidí buscar unas habitaciones más espaciosas en un barrio donde nunca hubiese vivido. Entonces se me ocurrió una maravillosa idea. Existía todavía aquella vieja casa próxima al río, que había heredado de mi padre y amueblé para Frau Anders. Mi antigua amiga la había abandonado poco después de mi boda; durante los cuatro años de ocupación, la casa fue requisada y usada como centro de administración de prisioneros; desde la liberación, había estado desocupada -o casi vacía, como explicaré más adelante- y, aunque estaba en un estado de considerable deterioro, me pareció prácticamente habitable. Después de considerarlo todo, el problema podía resolverse fácilmente. Pero no debo dejar de decir que, cuando informé a mi hermano de mi propósito de habitar la casa, él se mostró muy contrario a mi proyecto. Ni ahora comprendo sus razones, pero recuerdo que no sólo trató de desanimarme (es poco práctica; es demasiado grande; eres demasiado irresponsable; las reparaciones serán demasiado costosas), sino que también me dio a entender que, de seguir con mis planes, iba a resultarle muy desagradable y aun provocativo. No podía comprender el rigor de sus argumentos, especialmente el que sostenía que la casa era demasiado grande para mí. (El había insistido rencorosamente en una carta, diciendo que la casa era suficientemente grande, incluyendo las salas, para ser utilizada como hospital o como escuela.) Viendo que él no oponía ningún obstáculo legal a mi proyecto, decidí ofenderle llevando a cabo mis planes.
El traslado fue simple, ya que no tenía muchas pertenencias. El día que tomé posesión de mi casa, fue una clara mañana de invierno con un suave manto de nieve sobre el suelo. Paseé alrededor de la casa, observando qué ventanas necesitarían cristales nuevos, recogiendo todas las botellas de vino, botas viejas, calcetines, cantimploras, ladrillos y viejas camillas que estaban esparcidas por el suelo, y amontonándolas en el jardín; después de quitar la nieve, encendí una formidable hoguera. La tarea de limpiar era agradable. Sin embargo, añoraba las paredes recientemente pintadas, entre las que nunca tuve el placer de vivir, y que heredaba desfiguradas, descoloridas, garabateadas, salpicadas, descascaradas por las balas.
Una vez instalado, comprendí que mi decisión había sido correcta, pues experimenté la paz y el ánimo que sólo sigue a las buenas decisiones. Una vida rigurosamente independiente, para la que contaría con todo el espacio que necesitaban mis extravagantes y secretos proyectos, ahora era posible. Qué fácilmente había pasado el tiempo, qué cómodo me sentía en este espacioso y desamueblado lugar, después de haber estado confinado en las reducidas y oscuras habitaciones de mis sueños. Y tenía cosas suficientes para estar ocupado, durante un período de tiempo que podía alargarse de días a semanas, de semanas a meses, de meses a años. Seis años estuve en aquella casa. Cosí y descosí mis ideas. Escuché mis sueños. Pensé en mi esposa. Pero, si puedo confiar en mi memoria, no viví con el miedo de una repentina y vengadora aparición de Frau Anders.
Pues Frau Anders estaba conmigo. De hecho, me había precedido en la casa. Recordarán que mi esposa y yo la habíamos ocultado varios meses durante la guerra; después de que los soldados hubieran venido varias veces a nuestro edificio, y a nuestro propio apartamento, me rogó que le encontrara un nuevo refugio donde guarecerse mejor; yo se lo había conseguido, y prometí describir en un capítulo siguiente este nuevo refugio. Bien, el refugio que yo había previsto para ella -dentro de las mejores tradiciones de la novela policíaca- no era otro que su propia casa, utilizada por entonces como centro administrativo del ejército enemigo. Recordaba una habitación sin ventanas, situada en el sótano, junto a la cocina. La puerta de esta habitación se encontraba en la pared, oculta por un armario de la cocina, y sólo podía abrirse mediante un secreto cerrojo que se accionaba levantando la repisa de la parte trasera del armario. De este modo, la habitación estaba virtualmente a salvo. Advertí a Frau Anders lo desagradable que iba a resultar allí su vida, pues debería soportar todos los ruidos que se produjeran a su alrededor y la continua oscuridad. Entrada la noche, podía salir a la cocina y obtener una pequeña cantidad de comida, pero debía tener cuidado en no tomar demasiada, ni algo cuya pérdida pudiera advertirse, y a la misma hora podría deshacerse de sus excrementos, yendo al jardín y enterrándolos en el suelo. Aun después de haberla convencido de que iba a estar a salvo en aquel lugar, se mostraba horrorizada, temiendo ser descubierta cuando nos dirigiésemos a la casa. Consulté a Jean-Jacques y trazamos un sencillo plan. Yo estuve observando la casa durante cierto tiempo, para distinguir los lugares de guardia y el número de centinelas. Había dos en la fachada y uno en la parte trasera. Aguardamos la visita a la capital de uno de los ministros enemigos, un día en que casi todas las tropas de la ciudad se concentraron para desfilar. Entonces, Frau Anders, Jean-Jacques y yo nos dirigimos a la casa. Me adelanté hasta la puerta principal y entablé conversación con los centinelas. Dije que deseaba ver a cierto oficial, y me resistí a creer que su nombre no fuera conocido en aquel lugar. Después de los breves minutos que duró esta conversación, fui golpeado por una culata de fusil, derribado al suelo y despedido. Jean-Jacques se ocupó del centinela de la puerta trasera con mejor fortuna; creo que debió terminar concertando una cita con él. Al mismo tiempo, Frau Anders había logrado penetrar en la casa; y allí permaneció durante el resto de la guerra.
El día en que la capital fue liberada, acudí a la casa. Tuve alguna dificultad para conseguir que, finalmente, Frau Anders me respondiera, y resultó casi imposible persuadirla para que abandonara su encierro. Tenía un aspecto deplorable. Había estado en aquella oscura habitación durante más de dos años, sin hablar con una sola persona. Su voz era apenas audible, su mirada muy insegura, y había perdido todos sus dientes. No pareció sorprendida por el final de la guerra; dijo que siempre había esperado que un día terminara. Pero cuando la invité para que me acompañara y se alojase en mi casa, hasta encontrar una para ella, se negó rotundamente. Dijo que se avergonzaría saliendo a la calle sin dientes. Le sugerí entonces que se quedara en la casa por un tiempo, hasta acostumbrarse a un mayor grado de libertad, y que yo la visitaría a menudo y llamaría a algunos amigos para que la acompañaran, de modo que ella, gradualmente, se volviera a habituar a la sociedad humana. Seguí fielmente este programa, visitándola una vez a la semana. A mis ruegos, también Jean-Jacques la visitó en varias ocasiones; pero más tarde se negó a seguir visitándola, porque, dijo, era inútil y muy deprimente. Esperanzado aún en su rehabilitación, llamé a un dentista que le confeccionó una dentadura postiza. Pero, poco a poco, fui comprendiendo que intentaba permanecer donde estaba, si yo se lo permitía (y por supuesto, yo no tenía ninguna intención de disponer de ella). Dijo ser demasiado vieja para vivir fuera.