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Pero una vez tumbado en mi cama de ladrillos, vi que era menos cómoda que el propio suelo. Desmantelé la cama, dejando solamente una almohada de ladrillo, y me eché a descansar.

Había una pequeña ventana en la bodega, pero cuando la miraba, la luz hería mis ojos. Una cabeza de niña apareció en la ventana, bloqueando la dolorosa luz. Era una hermosa niña de unos cuatro años.

«¡Es un oso!», gritaba, señalándome. Sonreí, pero esto no pareció correcto. Después gruñí amistosamente. Sabía que no era un oso, pero no quería desilusionarla.

Lo siguiente que recuerdo es haber comido un plato de arroz. Comprendí entonces que sí era un oso o alguna otra especie de animal, por mi forma de comer, tomando el arroz con mis garras y echándomelo a la boca. Cuando hube terminado de comer, pensé quién podía haberme traído la comida y por qué no se me había ocurrido detener a quien lo hizo. Estaba solo. Empecé a arrojar los ladrillos contra el suelo y a gritar. «¡Guardián!», exclamé.

El hombre del bañador negro apareció en el hueco de la puerta, sobre la escalera. Sus brazos y piernas musculosos eran más fuertes y atléticos que los míos. Había algo nuevo en su atuendo, sin embargo: un cinturón del que colgaba un pesado manojo de llaves que llegaba a la altura de su muslo. Mientras él descendía la escalera, yo le observaba atentamente. Sin embargo, lo que sucedió sobrepasó mis esperanzas de que se quedara un rato hablando conmigo.

– Desencadénale -dijo el bañista.

Me alegré profundamente ante la posibilidad de abandonar la bodega en compañía del bañista. Me hubiera complacido ir con él a cualquier parte; de alguna manera, comprendí que nos dirigíamos hacia el parque. En los parques, recordé, se recibe consuelo. El parque es un buen lugar para jugar, para enamorarse o para hablar. Cualquiera de estas alternativas me hubiera satisfecho.

Pero olvidé que el parque también es el lugar donde uno observa, donde se es observado con anteojos. En el parque me encontré a mí mismo en un pequeño escenario con un fondo de árboles. El público, sentado ante mí en sillas plegables, estaba formado por niños y niñeras con cochecitos.

El bañista estaba junto a mí en el escenario, actuando como maestro de ceremonias.

– Ahora, él baila -dijo.

¡Yo quería danzar para él! Pero mis piernas, que parecían hechas de madera o de cartón, rehusaban moverse.

El auditorio empezó a impacientarse.

– No hay motivo para que ustedes se vayan -dijo el bañista-. El tiene que bailar.

Para mi alivio, me sorprendí bailando. Pero el motor de mi movimiento no estaba en mí, sino que provenía de unos alambres atados a mis muñecas, a mis tobillos y alrededor de mi cuello. Eran realmente cadenas, familiares e íntimas. No podía entender cómo era posible que fuera una marioneta, cuando momentos antes era un animal. Pero sabía que los muñecos pueden ser tan graciosos como los animales y que los osos bailarines son ridículos. Me parecía mejor ser una marioneta. Movía mis brazos y piernas de una manera rítmica, esperando ganar la aprobación del bañista. -Perfecto -dijo el hombre. Me invadió una profunda sensación de paz y mis gestos fueron deteniéndose lentamente.

– Ahora vamos a ver qué más sabe hacer -dijo el hombre.

Se dirigió a una de las niñas que ocupaban la primera fila, y que mecía una gran muñeca en sus brazos. La niña subió al escenario.

– Oso -dijo el hombre del bañador negro-, golpea a la muñeca y acaricia a la niña.

Por un momento dudé si se dirigía a mí. Repitió la orden. Obedecí inmediatamente. Pero después de hacer exactamente lo que él había mandado, me encontré sosteniendo a la muñeca en mis brazos, mientras la niña yacía desmembrada y sangrienta en el suelo del escenario. Me cubrí la cara con las manos y esperé la cólera del bañista.

– Esto es inocencia -dijo el hombre-. Ya no podrá volver a ser culpado.

– ¿Quién pensaría en culparlo? -preguntó una de las niñeras vestidas de blanco, una impasible mujer de cabellos rubios y rasgos alegres.

Comprendí que era la institutriz de la niña muerta. Aunque su aprobación no era tan importante para mí como la del hombre del bañador negro, me preocupé por sus sentimientos. No parecía enfadada en absoluto cuando se levantó para recoger a la niña.

– El debe matar -le dijo el bañista, mientras desaparecía del escenario-, pero no quiere hacer daño.

Asentí. Los niños reían. Su risa invocó en mi mente una última, pequeña duda; deseaba explicar por qué había sido disculpado.

– Es él mismo, pero no el mismo -dije, y es lo último que recuerdo, antes del despertar.

Considero que, en muchos aspectos, éste es el más importante de mis sueños. En algún momento supe que mis sueños tenían vida en sí mismos: no eran simplemente los objetos de mi atención, el diálogo que había abierto entre mí vida consciente y mi vida onírica, sino que entablaban una suerte de diálogo entre ellos mismos. Este sueño era contestación al «sueño de las dos habitaciones», mi primer sueño. En ambos, está presente el bañista y una mujer vestida de blanco; en ambos, se me pide que baile, y estoy encadenado y preso. En el primero, no puedo bailar, mi confinamiento es aburrido, y los dos personajes que aparecen están molestos conmigo; en este sueño, que llamé el «sueño de la marioneta», cuando me piden que baile, por fin soy capaz de hacerlo; mis cadenas, en efecto, me ayudan, pues se han transformado en hilos que mueven graciosamente mi cuerpo, y complazco a los personajes capitales de mi sueño. En el primero, estoy avergonzado. En éste no estoy avergonzado, sino en paz.

Varios incidentes de mi vida fueron también iluminados por este sueño. Pensé en mi juventud, poco después de haber empezado a soñar, concretamente en aquel encuentro, tan lejano ya, con una niña en el parque, después de la última conversación con el Padre Trissotin. Recuerdo cuan lleno de paz me sentí durante aquel breve intercambio de palabras con la niña. Me parecía que toda mi vida convergía en el estado mental representado en este sueño, en el que finalmente me reconciliaría conmigo, tal como soy, el ser de mis sueños. Esa reconciliación es lo que entiendo como libertad.

No crean que veo este sueño, ni los restantes, como algo anormal. Pues, por lo que sé, todo el mundo tiene sueños como éstos. Lo anormal es la relación entre mi vida consciente y la vida de mis sueños. Bajo la presión de mis sueños, he llegado a adoptar un estilo de vida que no puede llamarse más que excéntrico, a pesar de que «excéntrico» significa literalmente «fuera de, o a partir del centro», mientras que mi vida tendía, por el contrario, a acercarse progresivamente al centro, al corazón mismo de mis sueños. ¿Pero no estoy acaso rizando el rizo? No es la distancia del propio centro de uno mismo, los sueños, lo que se desea expresar, al llamar a alguien excéntrico, sino la distancia del centro social, el cálido cuerpo de los hábitos y gustos que son útiles, razonables y comúnmente reforzados. No, yo no rechazaré la calificación de excéntrico.

Sin embargo, hay etiquetas que provocan rechazo. Soy consciente de que cualquier clase de excentricidad puede ser considerada como deformación psicológica, y que una narración sobre alguien con gustos anormales y experiencias internas de este tipo tiende a ser leída como estudio psicológico. En un estudio psicológico, se toman los sueños como evidencias, como elementos que aportarán informaciones sobre las preocupaciones del soñador. Pido al lector que no tome este relato de un modo tan simple, sin, al menos, considerar mi propio ejemplo.

No estoy interesado en mis sueños por lo que puedan facilitarme para llegar a un mejor conocimiento de mí mismo, o por el deseo de conocer mis verdaderos sentimientos. No estoy interesado en mis sueños, en otras palabras, desde el punto de vista psicológico. Estoy interesado en mis sueños en cuanto actos.