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Finalmente asintió con la cabeza, y el movimiento fue suficiente para que la lágrima resbalara por su mejilla. Atrapé la lágrima con el borde de la copa de cuerno. Aquella gota diminuta pareció correr por el interior del cáliz más rápido de lo que la gravedad debería haberla atraído. No sé si los demás podían ver lo que pasaba, pero Abe y yo observamos cómo la lágrima se precipitaba hacia el fondo de aquella copa. La lágrima se deslizó dentro de la curva oscura del fondo, y de repente allí apareció un líquido que se derramaba, burbujeando como un manantial desde la oscura curva interior del cáliz.

Un líquido dorado llenó la copa hasta rebosar, y el olor a miel y bayas y el fuerte olor del alcohol llenaron el cuarto.

Las manos de Abe envolvieron las mías del mismo modo en que yo había sostenido la copa en la visión con el Consorte. La levanté, y cuando los labios de Abeloec tocaron el borde, dije…

– Bebe y sé feliz. Bebe y sé mío.

Vaciló antes de beber, y observé una inteligencia en esos ojos grises que nunca había vislumbrado antes. Habló con sus labios rozando el borde de la copa. Él quería beber. Yo podía sentir el temblor impaciente en sus manos cuando cubrieron las mías.

– Pertenecí a un rey una vez. Cuando ya no servía para ser el bufón de su corte, me expulsó -El temblor en sus manos se calmó, como si cada palabra lo estabilizara-. Pertenecí a una reina una vez. Ella me odió, siempre, y se aseguró a través de sus palabras y hechos de que yo supiera exactamente cuánto me odiaba -Sus manos estaban calientes y firmes contra las mías. Sus ojos eran profundos, gris oscuro, grises como el carbón, con un indicio de negro en algún punto del centro-. Nunca he pertenecido a una princesa, pero te temo. Temo lo que me harás. Lo que me harás hacer a otros. Temo beber de esta bebida y unirme a tu destino.

Negué con la cabeza, pero nunca dejé de mirarlo a los ojos.

– No te uno a mi destino, Abeloec, ni yo me uno al tuyo. Simplemente te digo, ésta es la bebida del poder que una vez fue tuya para usarla. Sé lo que una vez fuiste. No es mi presente para ofrecértelo. Esta copa pertenece al Dios, al Consorte. Él me la dio y me la ofreció para que la compartiera contigo.

– ¿Él te habló de mí?

– No, no de ti específicamente, pero me la ofreció para compartirla con otros. La Diosa me dijo que os diera a todos algo más para comer. Fruncí el ceño, insegura de cómo explicar todo lo que había visto, o había hecho. La visión siempre parece más lógica dentro de tu cabeza que cuando la cuentas.

Traté de expresar con palabras lo que sentía en mi corazón.

– El primer sorbo es tuyo, pero no el último. Bebe, y veremos lo que pasa.

– Tengo miedo -susurró él.

– Ten miedo, pero bebe, Abeloec.

– Tú no piensas mal de mí por tener miedo.

– Sólo a aquéllos que nunca han conocido el miedo se les permite pensar mal de los otros que temen. Francamente, creo que alguien que nunca ha tenido miedo de algo en toda su vida o es un mentiroso o carece de imaginación.

Esto le hizo sonreír, y luego reír, y en esa risa oí el eco del Dios. Algún resto del antiguo carácter divino de Abeloec había quedado retenido en esa copa durante siglos. Una sombra de su viejo poder había esperado y observado. Observado a alguien que pudiera encontrar su camino a través de la visión hasta una colina al filo del invierno y la primavera; al filo de la oscuridad y el alba; un lugar intermedio, donde lo mortal y lo inmortal podían tocarse.

Su risa me hizo sonreír, y hubo risitas en contestación por toda la habitación. Era la clase de risa que podía ser contagiosa. Él se reía y tú tenías que reírte con él.

– Simplemente por sostener la copa en tu mano -dijo Rhys-, tu risa me hace sonreír. No has sido así de divertido en siglos -Él giró su infantilmente hermosa cara hacia nosotros, con su cicatriz donde su otro ojo de tres tonalidades diferentes de azul había estado-. Bebe, y mira lo que quedó de quien pensabas que eras, o no bebas, y vuelve a ser una sombra y un chiste.

– Un mal chiste -dijo Abeloec.

Rhys asintió con la cabeza y se acercó a nosotros. Sus blancos rizos le caían hasta la cintura, enmarcando un cuerpo que era el más musculoso de todos mis guardias. Era también el más bajo de estatura, un sidhe de pura sangre que sólo medía 1’70 metros era algo casi inaudito.

– ¿Qué puedes perder?

– Tendría que intentarlo otra vez. Tendría que preocuparme otra vez -dijo Abe. Él miró fijamente a Rhys, tan fijamente como me miraba a mí, como si lo que decíamos lo significara todo.

– Si todo lo que quieres es arrastrarte lentamente hacia otra botella u otra dosis de polvo blanco, entonces hazlo. Aléjate un paso de la copa y deja a alguien más beber -dijo Rhys.

Una mirada de dolor cruzó la cara de Abeloec.

– Es mío. Es parte de lo que yo era.

– El Consorte no mencionó tu nombre, Abe -dijo Rhys-. Él le dijo a Merry que compartiera, no con quién hacerlo.

– Pero es mío.

– Sólo si lo tomas -dijo Rhys, y su voz era baja y clara, y de alguna manera suave, como si entendiera más que yo el por qué Abe tenía miedo.

– Es mío -dijo Abe otra vez.

– Entonces bebe -dijo Rhys-, bebe y sé feliz.

– Bebe y condénate -dijo Abeloec.

Rhys tocó su brazo.

– No, Abe, dilo, y haz todo lo posible por creértelo. Bebe y sé feliz. He visto a más de nosotros volver a recuperar nuestro poder que tú. La actitud es importante. Lo afecta, o puede hacerlo.

Abeloec comenzó a alejarse de la copa, pero me bajé de la cama y me puse de pie delante de él.

– Traerás todo lo que aprendiste de ti mismo en este triste y largo tiempo, pero todavía serás tú. Serás quién eras, sólo que más viejo y más sabio. La sabiduría comprada a alto precio no es nada que tengas que lamentar.

Él me observó con sus ojos de un oscuro y perfecto gris.

– Me obligas a beber.

Negué con la cabeza.

– No. Debe ser tu elección.

– ¿No me lo ordenarás?

Negué otra vez.

– La princesa tiene una visión muy americana sobre la libertad -dijo Rhys.

– Tomo eso como un elogio -dije.

– Pero… -dijo Abe, suavemente.

– Sí -dijo Rhys-, eso significa que todo está en ti. Es tu elección. Tu destino. Todo está en tus manos. Como vulgarmente se dice, tienes en tus manos suficiente cuerda para colgarte.

– O para salvarte -dijo Doyle, y él se acercó quedándose de pie al otro lado, como una oscuridad más alta contrapuesta al blanco de Rhys. Abeloec y yo estábamos de pie con el blanco a un lado, y el oscuro al otro. Rhys había sido una vez Cromm Cruach, el Dios de la Muerte y la Vida. Doyle era el jefe de los asesinos de la reina, pero antes había sido Nodons, el Dios de la Sanación. Estábamos de pie entre ellos, y cuando miré a Abeloec algo se reflejó en sus ojos, una sombra de esa persona que yo había vislumbrado en la colina dentro de la capucha de una capa.

Abeloec levantó la copa, tomando mis manos con ella. Levantamos la copa juntos y él inclinó la cabeza. Sus labios vacilaron durante el tiempo de un suspiro en el borde de aquel liso cuerno, después bebió.

Alzó la copa hasta que tuvo que caer de rodillas para que mis manos se mantuvieran en la copa mientras él la levantaba. La bebió de un largo trago.

Sobre sus rodillas, ya dejada la copa, echó la cabeza hacia atrás, sus ojos cerrados. Su cuerpo cayó hacia atrás, hasta que quedó recostado sobre una piscina hecha con su propio pelo rayado, sus rodillas todavía permanecían debajo de él. Se quedó muy quieto durante un momento, tan quieto, que temí por él. Esperé que su pecho se elevara y cayera. Esperaba que respirara, pero no lo hacía.

Parecía estar como dormido, excepto por el ángulo poco natural de sus piernas, nadie dormía así. Sus rasgos se habían suavizado, y comprendí que Abe era uno de los pocos sidhe que tenía líneas de preocupación permanentes, arrugas diminutas en ojos y boca. Éstas se alisaban durante el sueño, si es que esto era sueño.