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Caí de rodillas a su lado, la copa todavía en mis manos. Me incliné sobre él, rocé su mejilla. Él no se movió. Puse mi palma en su mejilla y susurré su nombre…

– Abeloec.

Sus ojos se abrieron de par en par. Eso me asustó. Dejé escapar un grito ahogado y suave de mis labios. Él agarró mi muñeca, y su otro brazo me rodeó la cintura. Se sentó, o se arrodilló, en un movimiento poderoso, conmigo en sus brazos. Él se rió, y no era un mero eco de lo que yo había oído en mi visión. La risa llenó el cuarto, y los otros hombres se rieron con él. El cuarto resonó con la alegre risa masculina.

Me reí con él, con ellos. Era imposible no reírse con la alegría pura que reflejaba su rostro tan cerca del mío. Él se inclinó, borrando los últimos centímetros entre nuestras bocas. Yo sabía que iba a besarme, y lo deseaba. Quería sentir su risa dentro de mí.

Su boca presionó la mía. Un gran grito alegre y ronco estalló entre los hombres. Su lengua lamió ligeramente mi labio inferior, y le abrí la boca. Se introdujo dentro de mi boca, y de repente todo lo que yo podía saborear era la miel, la fruta, y el hidromiel. Éste no era sólo su símbolo. Él era el cáliz, o lo que éste contenía. Su lengua empujó dentro de mí hasta que yo tuve que abrir la boca ampliamente o ahogarme. Y fue como tragar el espeso y dorado hidromiel. Él era el cáliz embriagador.

Yo estaba en el suelo con él encima de mí, pero Abe era demasiado alto para besarme profundamente y al mismo tiempo presionar algo más contra mi cuerpo desnudo. Bajo nosotros había una piel cubriendo el suelo de piedra. Ésta me hacía cosquillas por toda mi piel, haciendo que cada uno de sus movimientos fuera algo más, como si la piel le estuviera ayudando a acariciarme.

Nuestra piel comenzó a brillar como si nos hubiéramos tragado una luna llena, y su luz brillara desde nuestro interior. Las hebras blancas en su pelo reflejaban un luminoso y pálido azul. Sus ojos grises como el carbón se volvieron extrañamente oscuros. Yo sabía que mis ojos brillaban, cada círculo de diferente color, verde hierba, verde jade, y oro fundido. Sabía que cada círculo de mi iris brillaba. Mi pelo proyectaba una luz rojiza alrededor de mi campo de visión; mientras brillaba, mi cabello resplandecía con la misma luz que los granates cuando giran bajo la luz y reflejan su fuego interior.

Sus ojos se parecían a alguna cueva profunda y oscura donde la luz no podía entrar.

Repentinamente, comprendí que durante mucho tiempo no habíamos estado besándonos. Simplemente nos habíamos quedado mirándonos fijamente a la cara. Me incliné hacia él, rodeándolo con mis manos. Había olvidado que todavía sostenía la copa en una mano, y ésta rozó su espalda desnuda. Él se inclinó, y el líquido se vertió sobre su piel; aunque había vaciado antes la copa, ahora estaba llena otra vez. El líquido espeso y fresco se derramó sobre nuestros cuerpos empapándonos de aquel torrente dorado.

Pálidas líneas azules bailaban a través de su piel. Yo no podía decir si estaban bajo su piel, dentro de su cuerpo, o en la superficie de su torso encendido. Me besó. Me besó profundamente y durante mucho tiempo, y esta vez él no sabía como el hidromiel. Sabía a carne, a labios, boca y lengua, y al roce de dientes a lo largo de mi labio inferior. Y mientras, el hidromiel corría por nuestros cuerpos, derramándose en una piscina dorada. La piel colocada bajo nosotros se aplastó debido a la marea que le caía encima.

Él deslizó su boca y sus manos hacia abajo por mi cuerpo, sobre mis pechos. Los sostuvo en las manos, suavemente, acarició mis pezones con sus labios y lengua hasta que yo grité y sentí que mi cuerpo se humedecía, y no debido al dorado charco de hidromiel que se extendía bajo nosotros.

Observé las líneas azules claras de su brazo transformándose en formas, flores y vides, y moverse hacia abajo por su mano y a través de mi piel. Se sentía como si alguien acariciara mi piel con una pluma.

Una voz lanzó un grito, y no era yo, y tampoco era Abeloec. Brii había caído sobre sus manos y rodillas, su largo pelo amarillo se extendía en el creciente lago de hidromiel.

Abeloec chupó con más fuerza mi pecho, haciendo que mi atención volviera a él. Sus ojos todavía no brillaban, pero había una intensidad en ellos que parecía una especie de magia, una especie de poder. El poder que todos los hombres tienen cuando descienden por tu cuerpo con boca y manos expertas.

Movió su boca sobre mí, bebiendo donde el hidromiel se había depositado en el hueco de mi estómago. Lamió la piel sensible justo encima del vello que se rizaba entre mis piernas. Su lengua presionó con golpes seguros sobre esa piel inocente. Me hizo preguntarme lo que sería cuando él siguiera bajando hasta lugares que no eran tan inocentes.

El grito estrangulado de un hombre me hizo apartar la mirada de los ojos oscuros de Abeloec. Conocía aquella voz. Galen había caído sobre sus rodillas. Su piel era de un verde tan pálido que parecía blanca, pero ahora líneas verdes afloraban bajo su piel, brillando, retorciéndose. Formando vides y flores, imágenes. Otros gritos atrajeron mi atención sobre el resto de los hombres en el cuarto. La mayor parte de los quince guardias estaban de rodillas, o aún peor. Unos habían caído al suelo para retorcerse sobre sus estómagos, como si estuvieran atrapados en el líquido dorado, como si fuera ámbar líquido y ellos fueran insectos atrapados para siempre. Y luchaban contra su destino.

Líneas azules, verdes o rojas surgían por sus cuerpos. Pude ver animales, vides, imágenes dibujadas sobre su piel, como tatuajes vivos y en movimiento.

Doyle y Rhys permanecían de pie frente a la marea creciente y parecían estatuas. Pero Doyle contemplaba sus manos y brazos, las líneas que se trazaban en esos fuertes brazos parecían carmesíes contra toda aquella oscuridad. El cuerpo de Rhys estaba pintado con el más pálido azul, pero él no miraba las líneas; me miraba a mí y a Abeloec. Frost, también, estaba de pie sobre el charco de líquido movedizo, pero tanto él, como Doyle, contemplaban el trazado de líneas que brillaban sobre sus pieles. Nicca estaba de pie, erguido, con su pelo castaño y sus brillantes alas batiendo parecidas a las velas de un barco feérico, pero ninguna línea cubría su piel. Estaba intacto.

Fue Barinthus, el más alto de todos los sidhe, el que se movió hasta la puerta. Se paró junto a ella, escapando del vertido de hidromiel que parecía arrastrarse como una cosa viva a través del suelo. Él se agarró al picaporte de la puerta como si ésta no pudiera ser abierta. Como si estuviéramos atrapados aquí hasta que la magia hiciera su trabajo con nosotros.

Un pequeño sonido me hizo volver a mirar fijamente hacia la cama, y Kitto todavía estaba allí arriba, a salvo del hidromiel que se esparcía. Sus ojos estaban muy abiertos, como si tuviera miedo, a pesar de todo. Él tenía miedo a tantas cosas.

Abeloec frotó su mejilla a través de mi muslo. Esto me hizo volver a él. Volver a contemplar esos ojos oscuros, casi humanos. El brillo de su piel y la mía se había atenuado. Comprendí que él había hecho una pausa para dejarme mirar alrededor del cuarto.

Ahora sus manos se deslizaron hacia abajo por mis muslos, y él inclinó su rostro, vacilando, como si fuera a intentar un beso casto. Pero lo que él hizo con su boca no fue casto. Hundió su gruesa y experta lengua en mí. La sensación lanzó mi cabeza hacia atrás, arqueando mi columna.

Del revés, vi la puerta abierta, vi la sorprendida mirada en la cara de Barinthus mientras Mistral, el nuevo capitán de la guardia de la reina, entró a zancadas. Su pelo era del color gris de las nubes de lluvia. Una vez él había sido el Señor de las Tormentas, un dios del cielo. Ahora entró a zancadas en el cuarto y resbaló con el hidromiel, comenzando a caer. Entonces fue como si el mundo parpadease. Un momento antes, él caía cerca de la puerta; al siguiente estaba sobre mí, cayendo encima de mí. Alargó las manos para intentar agarrarse, y yo levanté los brazos para impedir que cayera encima de mí.