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– ¿No? -la risa suave del hombre fue como una caricia-. Si insinúa que el placer fue sólo mío, creo que no es muy sincera.

Tara apartó la vista de la mirada que la hechizaba. Era evidente que había saltado de la sartén al fuego. Y esta vez tendría que rescatarse por sí misma. Bajó la mirada al papel que él leía y se aferró de la oportunidad para recobrar su libertad.

– Estaba trabajando y yo lo perturbé -comentó en un intento por distraerlo.

– Profundamente -él no le quitaba la vista de encima-. Pero no puedo quejarme.

– Debo irme -manifestó Tara, segura de que se burlaba de ella.

– No, Tara. Si te vas, me dejarás como un mentiroso -protesto él-. Eso no sería muy correcto. Además, tu… amigo podría estar esperando afuera. Parecía muy decidido.

– Estoy segura de que ya se marchó. Ya estableció su posición.

– ¿Ocurre con frecuencia? ¿Es tu esposo? -indagó él, sin esperar respuesta a la primera pregunta.

– No -negó la joven, palideciendo. Daba gracias al cielo de no haber aceptado nunca las propuestas matrimoniales de Jim Matthews-. No, no es mi esposo.

– Un pobre enamorado -por un momento, la compasión pareció nublar la mirada del hombre. Pero sólo por un momento-. En ese caso, ahora que lo he alejado, puedes quedarle y cenar conmigo. Te recomiendo el filete a la pimienta.

Ignoró el brusco jadeo de la joven ante la presuntuosa suposición de que aceptaría su sugerencia. Una mirada bastó para atraer a una camarera y ordenó filetes y ensalada antes que Tara pudiera protestar.

– Ya puedes traer el vino -le indicó a la empleada antes que ésta se marchara. Luego se volvió hacia Tara, retiró el brazo de su cintura y te tendió la mano-. Será mejor que nos presentemos. Soy Adam Blackmore. ¿Cómo estás?

Sus manos eran grandes, con dedos largos. Tara estaba segura de que tenían tanta experiencia en dar placer como su boca.

Molesta consigo misma, trató de frenar el ímpetu de sus pensamientos Ya libre, sabía que lo prudente era levantarse y despedirse. Y ella era conocida por su sentido común. Pero la velada ya la había llevado más allá del sentido común. El beso la hizo olvidarlo, lo mismo que a Jim Matthews. Alargó su mano procurando ignorar la aceleración de su pulso cuando él la estrecho con firmeza.

– ¿Cómo estás? -repitió ella sin aliento-. Soy Tara Lambert -luego su natural rebeldía la hizo agregar con malicia-: Pero creo que debo informarte que soy vegetariana.

Adam le apretó la mano con más fuerza y la estudió.

– No, Tara Lambert, no lo creo.

– De acuerdo -aceptó ella sin poder contener una sonrisa-. No pude resistir la tentación.

– Deberías intentarlo de vez en cuando, Tara Lambert -la mirada de Blackmore se dirigió hacia la entrada-. Así no te meterías en situaciones peligrosas.

– El no… -empezó Tara, pero Adam la interrumpió.

– ¿No? -su mirada era analítica-. ¿Quién dijo que me refería a él?

En ese momento les llevaron el vino y Adam llenó dos copas.

– Pruébalo, me interesa tu opinión.

Tara sabía que era ridículo molestarse porque no la escucharía. Era cierto que, impulsiva, prácticamente se arrojó en sus brazos, aunque nunca esperó que su caballero andante fuera tan habilidoso. En esas circunstancias, no podía culparlo de que pensara lo peor. Que así fuera, decidió. Que pensara lo que quisiera; en realidad no importaba. Ese era uno de tantos momentos aislados en el tiempo, como la charla con un compañero de asiento en el tren. Al llegar a su destino, la relación termina. El sólo trataba de divertirse y no había por qué la diversión debía ser en un solo sentido.

Tara agitó un poco su copa y la sostuvo un momento frente a ella para que cesara el movimiento del vino. Luego la acercó a su nariz aspirando el bouquet. Estaba tentada a sorber el líquido ruidosamente, pero se concretó a dejar que su sabor le llenara la boca.

– ¿Y bien? -pregunto él, sin dejar de observarla.

– Mmm -modesta, Tara bajó las largas pestañas-. Me gusta.

– ¡Te gusta! -exclamó Adam-. Después de tu actuación, esperaba un comentario más amplio.

– ¿Ah, sí? -preguntó ella con fingida sorpresa y alzó los hombros un poco-. ¿Esperabas que te dijera que es un Cháteau Brane Cantenac, de la región Margaux, cosecha 1963, embotellado de origen?

– Debí imaginarlo -Adam soltó una carcajada, mostrando sus blancos dientes.

– Tal vez -comentó ella, complacida de que el hombre tuviera sentido del humor y aceptara reírse de sí mismo-, o quizá debiste suponer que podría leer la etiqueta de la botella. Aunque conozco lo suficiente para apreciar que no es el común vino de la casa.

– No, Tara, ciertamente no lo es.

Una rubia espigada les llevó los filetes.

– Tal como te gusta, Adam -manifestó y se volvió para estudiar a Tara-. ¿Puedo traerles algo más?

– Quizá más tarde -respondió él con una sonrisa.

– ¿Comes aquí con frecuencia? -inquirió Tara cuando la camarera regresó a la cocina.

– De vez en cuando. La comida es buena. No te había visto aquí antes.

– No, sólo entré para evadir… -se interrumpió-. Pero pensaba quedarme y comer algo -miró su filete con aprensión. En sus planes no estaba pedir un plato tan costoso. Su negocio no iba bien y el dinero no sobraba. Pero si iba a pagarlo, más le valía disfrutarlo.

– ¿Trabajas cerca de aquí? -le preguntó Adam.

– Calle abajo. ¿Y tú?

– En un sitio conveniente -hubo algo en su voz que hizo que Tara levantara la vista, pero el rostro de Adam era inexpresivo, y no ahondó en el tema-, ¿A qué te dedicas?

Ella analizó la pregunta. Cuando dos personas operan una pequeña agencia de empleos, lo hacen todo, incluyendo repartir folletos en que describen sus servicios secretariales y de computación en todos los edificios de oficinas del área los fines de semana, pero no era eso a lo que Adam se refería.

– Soy secretaria -manifestó.

– Espero que mejor que quien mecanografió esto -cometo él, apuntando con desdén al documento que leía cuando ella lo interrumpió.

– Es probable -respondió Tara con tono indiferente, pero no dejaría escapar la oportunidad-. Si necesitas la ayuda de una secretaría, podría encontrar alguien para ti.

– ¿Tú? -preguntó él, inmovilizándose, y la joven decidió que ese no era el momento de presionar.

– No, no yo. Yo tengo empleo. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas?

– Nada excitante. Paso el día detrás de un escritorio, moliendo cifras de aquí para allá.

De soslayo, Tara volvió a estudiarlo. A pesar de estar sentado, era evidente que Adam Blackmore tenía un cuerpo atlético. Tal vez pasaba el día detrás de un escritorio, pero, ¿qué hacía por la noche?

La joven se sonrojó de nuevo por el rumbo que tomaban sus pensamientos y el color de sus mejillas subió más al percatarse de que él la observaba divertido.

– ¿Y bien? -le preguntó él.

– Es el vino -comentó Tara, tocándose las mejillas-. No acostumbro beber con frecuencia.

– Ya veo -dijo Adam y ella tuvo la impresión de que veía de más-. ¿Conducirás esta noche?

– No, no vivo lejos -ese era el motivo por el cual huyó de Jim Matthews. Si éste hubiera logrado seguirla hasta su casa, la sitiaría allí tanto como en la oficina y ella no volvería a tener la paz.

– En ese caso, un poco más de vino no te hará daño -expresó Adam al rellenarle la copa, a pesar de las protestas de ella-. El color de tus mejillas es por demás atractivo.

– Es excelente -comentó Tara al beber otro sorbo de vino.

– Sí, traje varías cajas al regreso de mi último viaje a Burdeos.

– ¿Y lo guardas aquí? -preguntó ella, sorprendida.

– Este es un lugar público. Tiene unos sótanos magníficos bajo la misma calle. El propietario me permite guardar mis vinos en sus cavas.