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Sonó un pitido. Jilly pegó un brinco y desbloqueó el móvil. Miró a su alrededor, algo desconcertada ante ese giro totalmente novedoso y casi delirante de su mente.

Tal vez debería comer más verduras o beber únicamente café descafeinado. Estaba convencida de que padecía alguna deficiencia, ya que fantaseaba sobre un hombre cuando tenía cosas mucho más importantes que hacer, entre ellas deshacer varios entuertos.

Se movió por la agenda con el pulgar y pulsó un número. Respondió una voz conocida y aflautada a causa de los nervios. Jilly se olvidó de su inquietante reacción ante Rory Kincaid y sonrió tanto que le dolieron las mejillas.

– ¡Lo he conseguido! -exclamó pletórica de alegría-. ¡Y, por si fuera poco, lo he visto!

Capítulo 2

Rebosante de entusiasmo, Jilly pisó el acelerador por FreeWest, el pequeño y original barrio en el que vivía y trabajaba. El nombre era una combinación de Freewood Drive y Westhill Avenue, las dos calles transversales más importantes del sector de ocho manzanas; era una zona de moda, elegante y, si las atiborradas aceras servían de indicador, estaba consiguiendo imponerse.

Jilly serpenteó entre los compradores y sonrió para sus adentros. En otros barrios de Los Ángeles, su aspecto, con el zarrapastroso vestido de noche, haría que la gente cambiase de acera, pero allí solo despertó algunas miradas de curiosidad.

FreeWest era célebre por su excentricidad y actividad. ¿Qué representaba un vestido de lentejuelas anudado en medio de boutiques, un pequeño cine de arte y ensayo, una consulta de astrología y otros veintipico negocios alternativos pero, de todas maneras, prósperos?

Pasó frente a Beans & Leaves, el bar situado a media manzana de su tienda, y luego frente a French Letters, el local contiguo al suyo. Como de costumbre, los clientes se apiñaban en los pasillos, entre estantes que mostraban condones de todas las texturas, estilos, colores y sabores imaginables. El encargado se encontraba detrás del mostrador y tamborileaba los dedos con impaciencia. Jilly le lanzó una mirada comprensiva. El hombre se quejaba de que la mayoría de los clientes eran mirones más que personas con intenciones de comprar; la caja, enmudecida, parecía darle la razón.

Jilly se detuvo ante el edificio de dos plantas en el que se encontraba su tienda. Sometidas a tensión, algunas mujeres hornean galletas o friegan suelos, mientras que Kim Sullivan, su socia de veintitrés años, se dedicaba a montar los escaparates de Things Past.

Jilly dejó escapar un suspiro. De espaldas a la calle, Kim estaba de pie en el centro de la plataforma elevada que cumplía la función de suelo del escaparate, con accesorios y prendas de vestir amontonados a su alrededor. Dada su altura próxima al metro ochenta, Kim parecía una amazona encerrada en un joyero. Para variar, cubría su cuerpo de modelo con unos vaqueros y una camiseta y había recogido su larga melena rubia con un moño de directora de escuela que mantenía en su sitio gracias a dos lápices amarillos, estilo que había adoptado hacía más de tres años, cuando inició los estudios de informática.

Kim colocó sobre una mecedora de un rincón del escaparate dos vestidos rojos; la combinación era un atentado contra el buen gusto. Jilly pegó un brinco. Kim era tan hábil para diseñar escaparates como para minimizar su belleza.

Para poner fin a su sufrimiento, Jilly golpeó enérgicamente la luna con los nudillos. Kim se volvió, simuló sorpresa y sonrió atolondrada al ver quién había golpeado el cristal. Jilly respiró hondo a fin de expulsar de su mente cualquier efecto persistente e inadecuado que le hubiera dejado Rory y también sonrió. Como es obvio, hablaría con Kim sobre la reunión, pero no se explayaría sobre ese hombre.

Dada la forma en la que su imaginación se había desmandado, era imposible saber qué podría salir de su boca.

Jilly entró rápidamente en la tienda. Las campanillas resonaron al golpear la puerta y Kim acudió a su encuentro. Cogió las manos de su socia con los dedos ateridos y Jilly respondió de la misma manera.

– Cuéntamelo todo -exigió Kim con entusiasmo y con un fuerte apretón de manos-. Quiero que me lo cuentes ahora mismo.

Por fin había llegado el momento que esperaban desde que, hacía un mes, leyeron la nota necrológica en el periódico. Aunque no era exactamente así, ya que en realidad hacía cuatro años que esperaban ese momento.

– Kim, la niña es una preciosidad. Tiene el pelo rubio y los ojos azules. Creo que será tan alta como tú.

– ¿Parecía… te parece que es feliz? Como ahora se ha quedado sin padre…

A Jilly le habría gustado tranquilizar a su amiga y darle certezas absolutas.

– Kim, la verdad es que no lo sé. Lo único que puedo decir es que no parece desgraciada. Solo hablé un par de minutos con ella. Tiene muchos juguetes y una habitación muy bonita.

Jilly describió la colcha de encaje, las paredes pintadas de rosa y las muñecas y libros que había visto.

En cuanto oyó esos detalles, Kim soltó las manos de Jilly y se llevó los dedos a los ojos antes de murmurar:

– No puedo creerlo. Me cuesta creer que hayas estado tan cerca de ella.

Jilly luchó por contener las lágrimas y aspiró el suave aroma a popurrí del interior de la tienda. Paseó la mirada a su alrededor. Hacia el fondo del local, una dependiente, de puntillas, quitaba el polvo a los artículos de un estante alto. Otra atendía a un cliente y varios habituales miraban satisfechos los objetos en venta.

Apartó suavemente a Kim de la puerta y la condujo hacia la relativa intimidad de un rincón del escaparate. Se le hizo un nudo en la garganta y bajó la voz:

– Kim, puedes dar por hecho que ocurrirá. Encontraremos el modo de que te reúnas con tu hija.

Kim se apartó las manos de los ojos y musitó:

– Jamás me atreví a albergar esa esperanza.

– Déjate de tonterías -la corrigió Jilly impetuosamente-. Nunca la perdimos.

Jilly miró a su amiga y pensó adónde había ido la joven indescriptiblemente bella de diecinueve años que se presentó en la tienda que Skye acababa de heredar de su madre, acarreando una maleta pequeña y una profunda desesperación. Por mucho que intentaba restarle importancia, Kim seguía siendo muy guapa y, gracias a su éxito con los estudios, ahora transmitía una nueva confianza… salvo cuando se trataba de su futuro junto a Iris.

– Jilly, tal vez no merez…

– Para de una vez. No vuelvas a las andadas. -Sabía que Kim luchaba contra el sentimiento de que las decisiones tomadas hacía cinco años la hacían indigna de reencontrarse con su hija-. Déjalo, sobre todo ahora que tengo la oportunidad de ir cada día a Caidwater y ver a Iris. Creo que tendrías que sentirte esperanzada.

Al cabo de unos instantes, Kim relajó su expresión tensa y una tímida sonrisa apareció en su boca.

– ¿Has dicho que tiene los ojos azules?

– Y el pelo rubio como tú -se apresuró a confirmar Jilly.

Kim miró a lo lejos.

– Roderick tenía los ojos azules.

Jilly pensó que Rory Kincaid también. Aquellos fríos ojos de color azul oscuro la llevaron a pensar en… ¡no, basta! No quería pensar en Rory Kincaid.

Kim la observó con el ceño fruncido.

– ¿Qué te pasa?

Jilly abrió desmesuradamente los ojos y se sonrojó. ¿Había dicho algo o emitido algún sonido? Evidentemente debía empezar a tomar café descafeinado… café descafeinado y generosas raciones de coliflor. Finalmente carraspeó.

– Lo que pretendía decir es que Roderick Kincaid fue un cabrón, un cerdo cruel y con el corazón de piedra.

Solo un hombre cruel e insensible era capaz de ejercer los derechos a los que una adolescente ingenua había renunciado al firmar el acuerdo prematrimonial. Asquerosamente rico y poderoso, Roderick Kincaid y su legión de abogados habían redactado un acuerdo implacable e inamovible. Cuando echó a Kim, su séptima esposa, la dejó en la calle y se lo guardó todo para sí… incluida su hija pequeña.