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Mientras el personal del safari procuraba poner algo de orden en aquel revoltijo, Michael Mushaha averiguó lo que había sucedido. En un descuido de los encargados, uno de los mandriles se introdujo en la tienda de Kate y Nadia, donde la primera tenía su reserva de botellas de vodka. Los simios podían oler el alcohol a la distancia, incluso con los envases cerrados. El babuino se robó una botella, le quebró el gollete y compartió el contenido con sus compinches. Al segundo trago se embriagaron y al tercero se lanzaron contra el campamento como una horda de piratas.

– Necesito mi vodka para el dolor de huesos -se quejó Kate, calculando que debía cuidar como oro las pocas botellas que tenía.

– ¿No puede arreglarse con aspirina? -sugirió Mushaha.

– ¡Las píldoras son veneno! Yo sólo uso productos naturales -exclamó la escritora.

Una vez que dominaron a los mandriles y lograron organizar de nuevo el campamento, alguien se fijó en que Timothy Bruce tenía la camisa ensangrentada. Con su tradicional indiferencia, el inglés admitió que había sido mordido.

– Parece que uno de esos muchachos no estaba completamente dormido… -dijo, a modo de explicación.

– Déjeme ver -exigió Mushaha.

Bruce levantó la ceja izquierda. Era el único gesto de su impasible rostro de caballo y lo usaba para expresar cualquiera de las tres emociones que era capaz de sentir: sorpresa, duda y molestia. En este caso era la última, detestaba cualquier clase de alboroto, pero Mushaha insistió y no tuvo más alternativa que levantarse la manga. La mordida ya no sangraba, había costras secas en los puntos donde los dientes habían perforado la piel, pero el antebrazo estaba hinchado.

– Estos monos contagian enfermedades. Voy a inyectarle un antibiótico, pero es mejor que lo vea un médico -anunció Mushaha.

La ceja izquierda de Bruce subió hasta la mitad de la frente: definitivamente, había demasiado alboroto.

Michael Mushaha llamó por radio a Angie Ninderera y le explicó la situación. La joven pilota replicó que no podía volar de noche, pero llegaría al día siguiente temprano a buscar a Bruce y llevarlo a la capital, Nairobi. El director del safari no pudo evitar una sonrisa: la mordida del mandril le ofrecía una inesperada oportunidad de ver pronto a Angie, por quien sentía una inconfesada debilidad.

Por la noche Bruce tiritaba de fiebre y Mushaha no estaba seguro de si era a causa de la herida o de un súbito ataque de malaria, pero en cualquier caso estaba preocupado, porque el bienestar de los turistas era su responsabilidad.

Un grupo de nómadas masai, que solía atravesar la reserva, llegó al campamento a media tarde arreando sus vacas de enormes cuernos. Eran muy altos, delgados, hermosos y arrogantes; se adornaban con complicados collares de cuentas en el cuello y la cabeza; se vestían con telas atadas en la cintura e iban provistos de lanzas. Creían ser el pueblo escogido de Dios; la tierra y lo que contenía les pertenecía por gracia divina. Eso les daba derecho a apropiarse del ganado ajeno, una costumbre que caía muy mal entre otras tribus. Como Mushaha no poseía ganado, no temía que le robaran. El acuerdo con ellos era claro: les daba hospitalidad cuando pasaban por la reserva, pero no podían tocar ni un pelo de los animales salvajes.

Como siempre, Mushaha les ofreció comida y les invitó a quedarse. A la tribu no le gustaba la compañía de extranjeros, pero aceptó porque uno de sus niños estaba enfermo. Esperaban a una curandera, que venía en camino. La mujer era famosa en la región, recorría enormes distancias para sanar a sus clientes con hierbas y con la fuerza de la fe. La tribu no podía comunicarse con ella por medios modernos, pero de algún modo se enteró de que llegaría esa noche, por eso se quedó en los dominios de Mushaha. Y tal como suponían, al ponerse el sol oyeron el tintineo lejano de las campanillas y amuletos de la curandera.

Una figura escuálida, descalza y miserable surgió en el polvo rojizo del atardecer. Vestía sólo una falda corta de trapo y su equipaje consistía en unas calabazas, bolsas con amuletos, medicinas y dos palos mágicos, coronados de plumas. Llevaba el cabello, que nunca había sido cortado, en largos rollos empastados de barro rojo. Parecía muy anciana, la piel le colgaba en pliegues sobre los huesos, pero caminaba erguida y sus piernas y brazos eran fuertes. La curación del paciente se llevó a cabo a pocos metros del campamento.

– La curandera dice que el espíritu de un antepasado ofendido ha entrado en el niño. Debe identificarlo y mandarlo de vuelta al otro mundo, donde pertenece -explicó Michael Mushaha.

Joel González se rió, la idea de que algo así sucediera en pleno siglo XXI le pareció muy divertida.

– No se burle, hombre. En un ochenta por ciento de los casos el enfermo mejora -le dijo Mushaha.

Agregó que en una ocasión vio a dos personas revolcándose por la tierra, que mordían, echaban espuma por la boca, gruñían y ladraban. Según decían sus familiares, habían sido poseídas por hienas. Esa misma curandera las había sanado.

– Eso se llama histeria -alegó Joel.

– Llámelo como quiera, pero el hecho es que sanaron mediante una ceremonia. La medicina occidental rara vez obtiene el mismo resultado con sus drogas y golpes eléctricos -sonrió Mushaha.

– Vamos, Michael, usted es un científico educado en Londres, no me diga que…

– Antes que nada, soy africano -lo interrumpió el naturalista-. En África los médicos han comprendido que en vez de ridiculizar a los curanderos, deben trabajar con ellos. A veces la magia da mejores resultados que los métodos traídos del extranjero. La gente cree en ella, por eso funciona. La sugestión obra milagros. No desprecie a nuestros hechiceros.

Kate Cold se dispuso a tomar notas de la ceremonia y Joel González, avergonzado de haberse reído, preparó su cámara para fotografiarla.

Colocaron al niño desnudo sobre una manta en el suelo, rodeado por los miembros de su numerosa familia. La anciana comenzó a golpear sus palos mágicos y hacer ruido con las calabazas, danzando en círculos, mientras entonaba un cántico, que pronto fue coreado por la tribu. Al poco rato cayó en trance, su cuerpo se estremecía y los ojos se le voltearon hacia arriba y quedaron en blanco. Entretanto el niño en el suelo se puso rígido, arqueó el cuerpo hacia atrás y quedó apoyado sólo en la nuca y los talones.

Nadia sintió la energía de la ceremonia como una corriente eléctrica y sin pensarlo, impulsada por una emoción desconocida, se unió al cántico y la danza frenética de los nómadas. La curación demoró varias horas, durante las cuales la vieja hechicera absorbió el espíritu maligno que se había apoderado del niño y lo incorporó a su propio cuerpo, como explicó Mushaha. Por fin el pequeño paciente perdió la rigidez y se puso llorar, lo cual fue interpretado como signo de salud. Su madre lo tomó en brazos y empezó a mecerlo y besarlo, ante la alegría de los demás.

Al cabo de unos veinte minutos, la curandera salió del trance y anunció que el paciente estaba libre del mal y desde esa misma noche podía comer con normalidad, en cambio sus padres debían ayunar por tres días para congraciarse con el espíritu expulsado. Como único alimento y recompensa, la anciana aceptó una calabaza con una mezcla de leche agria y sangre fresca que los pastores masai obtenían mediante un pequeño corte en el cuello de las vacas. Luego se retiró a descansar antes de realizar la segunda parte de su trabajo: sacar el espíritu que ahora estaba dentro de ella y mandarlo al Más Allá, donde pertenecía. La tribu, agradecida, se fue a pasar la noche más lejos.