Nunca había tenido el valor de sacarlo a dar una vuelta.
Lucy se presentó en recepción. Era una residencia muy especializada, para personas mayores con historial de drogas y problemas mentales. Eso parecía incluir un amplio abanico de situaciones, desde los que parecían totalmente «normales» hasta los que podrían aparecer como extras en Alguien voló sobre el nido del cuco.
Ira era un poco de las dos cosas.
Lucy se detuvo en el umbral. Ira estaba de espaldas a ella.
Llevaba el consabido poncho de alpaca. Sus cabellos grises salían disparados en todas direcciones. «Let's Live for Today» de The Grass Roots, un clásico de 1967, sonaba en lo que su padre todavía denominaba un «equipo de alta fidelidad». Lucy escuchó a Rob Grill, el vocalista, contando «1, 2, 3, 4» antes de que el grupo se lanzara a otro «sha-la-la-la, let's live for today». Cerró los ojos y cantó en silencio.
Absolutamente genial.
En la habitación había cuentas y tapices y un póster de «Where Have All the Flowers Gone». Lucy sonrió, pero con poca alegría. Una cosa era la nostalgia, y otra una mente deteriorada.
La demencia precoz se había infiltrado, por la edad o por el consumo de drogas -no se podía asegurar-, y se había quedado. Ira siempre había estado mentalmente ausente y siempre había vivido en el pasado, por eso era tan difícil determinar el avance de la decadencia. Eso era lo que decían los médicos. Pero Lucy sabía que el punto inicial, el empujón cuesta abajo, se había producido ese verano. Ira cargó con gran parte de la culpa por lo que pasó en el bosque. Era su campamento. Debería haber hecho más para proteger a los campistas.
Los medios se le echaron encima, pero no con tanta furia como las familias. Era demasiado buena persona para aguantarlo. Aquello le destrozó.
Ahora Ira apenas salía de la habitación. Su mente rebotaba de una década a otra, pero ésta -la de los sesenta- era la única en la que se sentía cómodo. La mitad del tiempo creía que todavía estaba en 1968. Otras veces se daba cuenta de la verdad -se le notaba en la expresión-, pero era incapaz de enfrentarse a ella. Así que, como parte de la nueva «terapia de validación», sus médicos le permitían tener la habitación en 1968, aposta.
El médico había explicado que esta clase de demencia no mejoraba con la edad, de modo que era preferible que el paciente se sintiera lo más feliz y tranquilo posible, aunque eso representara vivir en una especie de mentira. En resumen, Ira quería vivir en 1968. Allí era donde se sentía más feliz. ¿Para qué amargarle la vida?
– Hola, Ira.
Ira, quien nunca había querido que le llamara «papá», se volvió hacia la voz de Lucy con la lentitud provocada por la medicación. Levantó la mano, como si estuviera bajo el agua, y la saludó.
– Hola, Luce.
Lucy se sacudió las lágrimas. Siempre la reconocía, siempre sabía quién era. Si vivir en 1968 y el hecho de que su hija no hubiera nacido en esa fecha parecía entrar en contradicción es porque así era. Pero eso nunca hacía tambalear la ilusión de Ira.
Su padre le sonrió. Siempre había tenido un gran corazón; era demasiado generoso, demasiado infantil e ingenuo para un mundo tan cruel. Ella se refería a él como un «ex hippie» pero eso implicaba que en un cierto punto Ira había dejado de ser hippie. Mucho después de que todos abandonaran las camisas teñidas y las flores y las cuentas, cuando ya todos se habían cortado los cabellos y se habían afeitado la barba, Ira se mantuvo fiel a la causa.
Durante la magnífica infancia de Lucy, Ira nunca le había levantado la voz. Apenas ponía filtros ni límites, porque quería que su hija viera y experimentara todo, incluso cuando seguramente era inapropiado. Curiosamente, esa falta de censura había hecho que su única hija, Lucy Silverstein, fuera más virtuosa de lo normal en su época.
– Cómo me alegro de verte… -dijo Ira, tropezando al acercarse a ella.
Ella avanzó y le abrazó. Su padre olía a viejo y a sudor. El poncho necesitaba pasar por la lavadora.
– ¿Cómo te encuentras, Ira?
– Muy bien. Nunca he estado mejor.
Él abrió un frasco y tomó una vitamina. Ira hacía eso a menudo. A pesar de sus ideas anticapitalistas, su padre había amasado una pequeña fortuna con las vitaminas a principios de los setenta. Lo cobró todo y compró aquella propiedad en la frontera de Pensilvania y Nueva Jersey. Durante un tiempo fundó una comuna. Pero no duró mucho y lo convirtió en un campamento de verano.
– ¿Estás bien? -preguntó ella.
– Mejor que nunca, Luce.
Y se echó a llorar. Lucy se sentó a su lado y le cogió la mano. Él lloró, después se rió, y volvió a llorar. No dejó de repetir cuánto la quería.
– Lo eres todo para mí, Luce -dijo-. Te veo… y veo todo lo que eres. Me entiendes, ¿verdad?
– Yo también te quiero, Ira.
– ¿Lo ves? A eso me refiero. Soy el hombre más rico del mundo.
Y se echó a llorar otra vez.
No podía quedarse mucho rato. Tenía que volver al despacho y ver si Lonnie había descubierto algo. Ira apoyaba la cabeza en su hombro. La caspa y el olor empezaban a afectarla. Cuando apareció una enfermera, Lucy aprovechó la interrupción para separarse de él. Se odió a sí misma por hacerlo.
– Volveré la semana que viene, ¿de acuerdo?
Ira asintió, y sonreía cuando ella se marchó.
En el pasillo la esperaba la enfermera. Lucy había olvidado su nombre.
– ¿Cómo ha estado estos días? -preguntó Lucy.
Normalmente era una pregunta retórica. Esos pacientes estaban todos mal, pero sus familias no querían oírlo. Normalmente la enfermera habría dicho: «Oh, todo va bien».
Pero esta vez dijo:
– Últimamente su padre ha estado más agitado.
– ¿En qué sentido?
– Normalmente Ira es el hombre más amable y tierno del mundo. Pero sus cambios de humor…
– Siempre ha tenido cambios de humor.
– No como éstos.
– ¿Se ha mostrado desagradable?
– No. No es eso…
– ¿Qué, pues?
Se encogió de hombros.
– Ha empezado a hablar mucho del pasado.
– Siempre habla de los sesenta.
– No, no tan pasado.
– ¿Qué, pues?
– Habla de un campamento de verano.
Lucy sintió una opresión en el pecho.
– ¿Qué dice?
– Dice que era dueño de un campamento de verano. Y entonces desvaría. Empieza a hablar de sangre, del bosque y de las tinieblas, cosas así. Después se cierra en banda. Es estremecedor. Antes de la semana pasada, no le había oído decir ni una palabra de un campamento, y mucho menos de que poseyera uno. Aunque por supuesto, la mente de Ira no es muy estable. Puede que se lo esté imaginando todo.
Lo dijo como una pregunta, pero Lucy no contestó. En el extremo del pasillo, otra enfermera gritó:
– Rebecca.
La enfermera, que ahora Lucy sabía que se llamaba Rebecca, dijo:
– Tengo que dejarla.
Cuando Lucy se encontró sola en el pasillo, miró hacia la habitación. Su padre le daba la espalda y miraba la pared. Lucy se preguntó en qué estaría pensando. Qué era lo que no le estaba contando.