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Al mismo tiempo, una sinagoga reformista de Estados Unidos -en Skokie, Illinois, para ser concretos- trabajaba todo lo que podía para ayudar a los judíos soviéticos. A mediados de los setenta, la Judería Soviética era una causa célebre en los templos norteamericanos: hacer salir a los judíos de la Unión Soviética.

Tuvimos suerte y nos sacaron.

Durante mucho tiempo, en nuestro nuevo país nos trataron como héroes. Mi padre hablaba apasionadamente en los servicios del viernes sobre las tribulaciones de los judíos soviéticos. Los niños llevaban chapas de apoyo. Se donaba dinero. Pero al cabo de un año de nuestra llegada, mi padre y el rabino jefe cayeron en desgracia, y de repente corrió el rumor de que mi padre había salido de la Unión Soviética porque era del KGB, que ni siquiera era judío, que todo era un fraude. Las acusaciones eran lastimosas, contradictorias y falsas, y ahora, además, tenían ya veinticinco años de antigüedad.

Sacudí la cabeza.

– ¿Así que intentan demostrar que mi padre era del KGB?

– Sí.

Maldito Jenrette. Por supuesto, ahora yo era una figura pública. Las acusaciones, aunque se demostrara que eran falsas, me perjudicarían. Yo lo sabía muy bien. Hacía veinticinco años, mi familia lo había perdido prácticamente todo debido a esas acusaciones. Nos fuimos de Skokie y nos instalamos en el este, en Newark. Nuestra familia nunca se recuperó del todo.

– Por teléfono has dicho que ya sabías que te llamaría -dije, mirándole.

– De no haber llamado tú, te habría llamado yo.

– ¿Para advertirme?

– Sí.

– Así que tienen alguna prueba -dije.

El hombretón no contestó. Le miré a la cara. Y fue como si todo mi mundo, todo en lo que había creído desde niño, se desmoronara lentamente.

– ¿Era del KGB, Sosh? -pregunté.

– De eso hace mucho tiempo -dijo Sosh.

– ¿Eso significa que sí?

Sosh sonrió lentamente.

– Tú no entiendes cómo era la situación.

– Y yo repito: ¿significa eso que sí?

– No, Pável. Pero tu padre… puede que se supusiera que sí.

– ¿Y eso qué significa?

– ¿Sabes cómo llegué a este país?

– Trabajabas para una agencia de viajes.

– Era la Unión Soviética, Pável. No había agencias. Intourist estaba gestionado por el gobierno. Todo estaba gestionado por el gobierno. ¿Lo comprendes?

– Creo que sí.

– Por eso cuando el gobierno soviético pensaba en enviar a alguien a vivir a Nueva York, ¿crees que mandaba al hombre más competente en organización de vacaciones? ¿O crees que mandaba a alguien que pudiera ayudarles de otras maneras?

Pensé en el tamaño de sus manos. Pensé en su fortaleza.

– ¿Así que tú eras del KGB?

– Era coronel del ejército. No le llamábamos KGB. Pero sí, supongo que podrías llamarme «espía». -Hizo el gesto de poner unas comillas con los dedos-. Frecuentaba a funcionarios norteamericanos e intentaba sobornarlos. La gente cree que nos enterábamos de cosas importantes, de cosas que podían cambiar el equilibrio de poder. Es una estupidez. No nos enterábamos de nada importante. Jamás. ¿Y los espías norteamericanos? Tampoco se enteraban de nada de nosotros. Pasábamos sandeces de un bando al otro. Era un juego muy tonto.

– ¿Y mi padre?

– El gobierno soviético le dejó marchar. Tus amigos judíos creen que hicieron presión para sacarlo. Qué ingenuidad. ¿Un puñado de judíos creía que podía presionar a un gobierno que no se dejaba influir por nadie?

– ¿Así que estás diciendo…?

– Sólo estoy exponiendo la situación. ¿Prometió tu padre que ayudaría al régimen? Por supuesto. Pero lo hizo sólo para poder salir. Es complicado, Pável. No te puedes imaginar lo que fue para él. Tu padre era un buen médico y una gran persona. El gobierno se inventó acusaciones de que había cometido mala praxis médica. Le retiraron la licencia. Entonces tus abuelos… Dios Santo, los maravillosos padres de Natasha… eras demasiado pequeño para acordarte…

– Me acuerdo -dije.

– ¿Ah, sí?

La verdad es que no estaba seguro. Recordaba la imagen de mi abuelo, de Popi, de la mata de cabellos blancos y de su estruendosa risa, y de mi abuela, mi Noni, que le reñía suavemente. Pero tenía tres años cuando se los llevaron. ¿Me acordaba de ellos realmente o la vieja foto que todavía conservo ha cobrado vida? ¿Era un recuerdo de verdad o algo que había creado a partir de los relatos de mi madre?

– Tus abuelos eran intelectuales, profesores de universidad. Tu abuelo era jefe del departamento de Historia. Tu madre era una gran matemática. Eso ya lo sabes, ¿no?

Asentí.

– Mi madre decía que aprendía más en las conversaciones durante la cena que en la escuela.

Sosh sonrió.

– Seguramente es cierto. Los académicos más destacados pedían consejo a tus abuelos. Pero evidentemente eso llamó la atención del gobierno. Les tacharon de radicales. Les consideraron peligrosos. ¿Te acuerdas de cuando los arrestaron?

– Recuerdo lo que pasó después -dije.

Cerró los ojos un segundo largo.

– ¿Lo que supuso para tu madre?

– Sí.

– Natasha nunca volvió a ser la misma. ¿Lo comprendes?

– Sí.

– Imagínate a tu padre. Lo había perdido casi todo: su profesión, su reputación, su licencia y a los padres de tu madre. De repente, con toda la mala intención, el gobierno le ofreció una salida. Una posibilidad de empezar de nuevo.

– Una vida en Estados Unidos.

– Sí.

– ¿Y sólo tenía que espiar?

Sosh hizo un gesto despectivo.

– ¿Es que no lo entiendes? Era un gran juego. ¿De qué podía enterarse un hombre como tu padre? Eso si lo hubiera intentado, cosa que no hizo. ¿Qué podía decirles?

– ¿Y mi madre?

– Para ellos Natasha sólo era una mujer. Al gobierno no le importaba nada. Fue un problema durante un tiempo. Como te he dicho, sus padres, tus abuelos, eran radicales para ellos. ¿Dices que te acuerdas de cuando se los llevaron?

– Creo que me acuerdo.

– Tus abuelos formaron un grupo para intentar sacar a la luz los abusos contra los derechos humanos. Estaban haciendo progresos hasta que un traidor los vendió. Los agentes llegaron de noche.

Se calló.

– ¿Qué? -dije.

– No es fácil hablar de esto. De lo que les sucedió.

Me encogí de hombros.

– Ahora ya no puedes hacerles daño.

No contestó.

– ¿Qué pasó, Sosh?

– Los mandaron a un gulag, un campo de trabajos forzados. Las condiciones eran espantosas. Tus abuelos ya no eran jóvenes. ¿Sabes cómo acabó?

– Murieron -dije.

Sosh sacudió la cabeza y se acercó a la ventana. Desde allí se disfrutaba de una hermosa vista del Hudson. Había dos enormes cruceros en el muelle. Si mirabas a la izquierda podías ver hasta la estatua de la Libertad. Manhattan es tan pequeño, trece kilómetros de punta a punta, y como en el caso de Sosh, siempre notas su fuerza.

– ¿Sosh?

Cuando volvió a hablar, su voz era suave.

– ¿Sabes cómo murieron?

– Tú lo has dicho, las condiciones allí eran espantosas. Mi abuelo sufría del corazón.