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Lucy soltó un bufido.

– Lo siento, inténtalo de nuevo.

– Mierda.

Leyeron un rato más. Lonnie silbó y meneó la cabeza.

– Puede que creciéramos en una época equivocada.

– Está clarísimo.

– ¿Luce? -Loonie levantó la cabeza de los papeles-. De verdad necesitas hacerlo.

– Ya.

– Estoy dispuesto a echarte una mano. Sin ataduras.

– ¿Qué le parecería a la Deliciosa Camarera?

– No somos exclusivos.

– Claro.

– Lo que yo te propongo es algo puramente físico. Una limpieza de tuberías mutua, por decirlo gráficamente.

– Calla, que estoy leyendo.

Lonnie captó la indirecta. Media hora después, se echó un poco hacia delante y la miró.

– ¿Qué?

– Lee éste -dijo.

– ¿Por qué?

– Tú lee, ¿vale?

Ella se encogió de hombros, dejó el diario que estaba leyendo, una historia más de una chica que se había emborrachado con su nuevo novio y había acabado haciendo un trío. Lucy había leído muchas historias de tríos. Ninguna parecía producirse sin ingesta previa de alcohol.

Pero un minuto después se había olvidado de todo. Había olvidado que vivía sola y que no le quedaba familia y que era profesora de universidad o que estaba en su despacho con vistas al patio o que Lonnie seguía sentado frente a ella. Lucy Gold se había esfumado. Y en su lugar había una mujer joven, de hecho una chica, con un nombre diferente, una adolescente a punto de entrar en la edad adulta, pero todavía con mucho de adolescente:

Esto sucedió cuando yo tenía diecisiete años. Estaba en un campamento de verano. Trabajaba de MEP, que es un monitor en prácticas. No me costó mucho encontrar el trabajo porque mi padre era el dueño del campamento…

Lucy se detuvo. Miró la primera página. No había nombre, evidentemente. Los estudiantes mandaban los diarios por correo electrónico. Lonnie los había impreso. Se trataba de que no hubiera forma de identificar a la persona que lo había mandado. Era necesario para que los alumnos estuvieran cómodos. Ni siquiera te arriesgabas a dejar tus huellas dactilares en el papel. Sólo tenías que pulsar la tecla «Enviar»:

Fue el mejor verano de mi vida. Al menos hasta aquella última noche. Incluso ahora sé que nunca volveré a vivir algo así. Es raro, ¿no? Sé que nunca, jamás, volveré a ser tan feliz. Nunca. Ahora mi sonrisa es diferente. Es más triste, como si estuviera rota y no pudiera arreglarse.

Aquel verano estaba enamorada de un chico. Le llamaré P para este relato. Era un año mayor que yo y era monitor júnior. Toda su familia estaba en el campamento. Su hermana trabajaba allí y su padre era el médico del campamento. Pero yo apenas me di cuenta de que existían porque en cuanto conocí a P, se me encogió el estómago.

Sé lo que estaréis pensando. Que sólo fue un amor tonto de verano. Pero no lo fue. Y ahora me da miedo no volver a amar a nadie como le amé a él. Parece una tontería. Es lo que piensa todo el mundo. Puede que tengan razón. No lo sé. Soy tan joven todavía. Pero no me siento así. Me siento como si hubiera tenido una oportunidad de ser feliz y la hubiera estropeado.

Un agujero en el corazón de Lucy empezó a abrirse, a expandirse.

Una noche fuimos al bosque. No debíamos hacerlo. Había normas estrictas sobre eso. Nadie conocía esas normas mejor que yo. Había pasado los veranos allí desde que tenía nueve años. Fue entonces cuando mi padre compró el campamento. Pero P hacía el turno de «noche». Y como mi padre era el dueño del campamento, yo podía entrar en todas partes. Qué bien pensado, ¿no? Dos chicos enamorados encargados de vigilar a los demás campistas. ¡Por favor!

Él no quería ir porque creía que debía vigilar, pero yo sabía cómo tentarlo. Ahora me arrepiento, por supuesto. Pero lo hice. Así que nos adentramos en el bosque, los dos solos. Solos. El bosque es enorme. Si coges un desvío equivocado, te puedes perder para siempre. Había oído cuentos de niños que habían entrado allí y no habían vuelto nunca. Algunos dicen que todavía merodean por allí, viviendo como animales. Algunos dicen que han muerto o algo peor. Bueno, las típicas historias que se cuentan alrededor de la hoguera del campamento.

Yo me reía de estas historias. Nunca me habían dado miedo. Ahora me estremezco sólo de pensarlo.

Caminamos. Yo conocía el camino. P me cogía la mano. El bosque estaba muy oscuro. No se veía nada más allá de tres metros delante de ti. Oímos un crujido y nos dimos cuenta de que había alguien más en el bosque. De repente me detuve, pero recuerdo a P sonriendo en la oscuridad y meneando la cabeza burlonamente. Bueno, la única razón para que los campistas se adentraran en el bosque era que se trataba de un campamento mixto. Había un lado para los chicos y un lado para las chicas, y esa franja de bosque nos separaba. Ya os lo podéis imaginar.

P suspiró. «Vamos a ver qué pasa», dijo. O algo parecido. No recuerdo sus palabras exactas.

Pero yo no quería. Quería estar a solas con él.

Mi linterna tenía pocas pilas. Todavía recuerdo cómo me latía el corazón al entrar en el bosque. Allí estaba yo, en la oscuridad, cogida de la mano del chico que amaba. Me tocaría y yo me derretiría. ¿Conocéis esa sensación? Cuando no puedes soportar separarte de un chico ni cinco minutos. Cuando todo existe en función de él. Haces lo que sea, cualquier cosa, y te preguntas «¿Qué pensará de esto?». Es una sensación increíble. Es maravillosa, pero al mismo tiempo duele. Eres vulnerable y estás al desnudo, y eso te aterra.

– Shh -susurra él-. Para.

Lo hacemos. Nos paramos.

P me arrastra detrás de un árbol. Me coge la cara con ambas manos. Tiene unas manos grandes y me encanta su contacto. Me levanta la cabeza y entonces me besa. Lo siento por todas partes, un aleteo que empieza en el centro de mi corazón y después se difumina. Aparta la mano de mi cara. La pone sobre mi caja torácica, justo al lado de mi pecho. Estoy expectante. Gimo.

Seguimos besándonos. Fue tan apasionado. No podíamos estar más cerca el uno del otro. Sentía que me ardía todo el cuerpo. Me metió la mano por debajo de la blusa. No diré más sobre esto. Me olvidé del crujido en el bosque. Pero ahora lo sé. Deberíamos haber avisado a alguien. Entonces deberíamos haber dejado de adentrarnos en el bosque. Pero no lo hicimos. En lugar de eso, hicimos el amor.

Estaba tan perdida en nuestro mundo, en lo que estábamos haciendo, que al principio ni siquiera oí los gritos. Creo que P tampoco los oyó.

Pero los gritos siguieron y ¿sabéis cómo describe la gente las experiencias cercanas a la muerte? Pues fue algo así, pero al revés. Era como si los dos nos dirigiéramos hacia una luz maravillosa y los gritos fueran una cuerda que tirara de nosotros de vuelta, a pesar de que no deseábamos volver.

Dejó de besarme. Y eso es lo terrible.

Ya no volvió a besarme.

Lucy volvió la página, pero no había más. Levantó la cabeza de golpe.

– ¿Y el resto?

– No hay más. Les dijiste que lo mandaran por partes, ¿te acuerdas? No hay más.

Lucy volvió a mirar las páginas.

– ¿Estás bien, Luce?

– Entiendes de ordenadores, ¿no es así, Lonnie?

Él volvió a arquear la ceja.

– Se me dan mejor las mujeres.

– ¿Te parece que estoy de humor?

– Vale, vale; sí, entiendo de ordenadores. ¿Por qué?

– Necesito saber quién ha escrito esto.

– Pero…

– Necesito -repitió- saber quién ha escrito esto.

Él la miró fijamente un segundo. Lucy sabía lo que quería decirle. Aquello iba en contra de todo lo que predicaban. Habían leído historias horribles en esa habitación, ese mismo año incluso una de un incesto padre-hija, y nunca habían intentado identificar a la persona que lo había escrito.

– ¿Quieres explicarme de qué va esto?

– No.

– Pero sí quieres que me cargue toda la confianza que hemos conseguido ganarnos.