Cuando el sol se ocultó por detrás de las bajas nubes y el aire se tornó frío de repente, Zoé se dio la vuelta por fin. Regresó al interior de la habitación, con su deslumbrante luz de antorchas. Percibió el olor del alquitrán al quemarse; vio el leve parpadear de las llamas empujadas por el aire. Entre dos de los mejores tapices color rojo oscuro, morado y pardo, descansaba un crucifijo de oro que medía más de un pie de alto. Zoé se acercó a él y lo contempló durante unos instantes, con la vista fija en el Cristo agonizante. Estaba exquisitamente forjado: cada uno de los pliegues del taparrabos, las nervaduras de los brazos y las piernas, el rostro hundido por el sufrimiento, todo era perfecto.
Alzó una mano suavemente, lo sacó del gancho y lo sostuvo frente a sí. No necesitaba mirarlo; conocía todas las líneas y sombras de las imágenes que había en cada uno de los cuatro brazos. Las acarició con los dedos recorriendo su contorno con delicadeza, como si fueran rostros de seres queridos, excepto que lo que la movía era el odio, el imaginar una y otra vez su venganza, una venganza refinada, lenta y total.
En lo alto de la cruz, por encima del Cristo, estaba el emblema de los Vatatzés, que habían gobernado Bizancio en el pasado. Era de color verde y presentaba un águila provista de dos cabezas de oro, con sendas estrellas de plata suspendidas sobre ambas. Los Vatatzés habían traicionado a Constantinopla cuando llegaron los cruzados, habían escapado de la invasión llevándose consigo iconos de valor incalculable, no para salvarlos de los latinos, sino para venderlos. Habían huido como cobardes, robando en los lugares sagrados al tiempo que desertaban, abandonando al fuego y a la espada lo que no pudieron cargar.
En el brazo derecho estaba el emblema de la familia Ducas, que también había gobernado hasta hacía poco. Sus armas eran azules, con una corona imperial y un águila bicéfala que sostenía una espada de plata en cada garra; traidores también, saqueadores de aquellos a quienes ya habían robado, de los desahuciados y los desamparados. A su debido tiempo sabrían lo que era morir de hambre.
En el brazo izquierdo figuraba el emblema de los Cantacuzeno, una familia imperial todavía más antigua; sus armas eran rojas, con el águila de dos cabezas en oro. Éstos habían sido avarientos, blasfemos, desprovistos de todo honor y vergüenza. Pagarían al llegar a la tercera y la cuarta generación. Constantinopla no perdonaba la violación de su cuerpo ni la de su alma.
En el tramo central de la cruz, sobre el que se apoyaba la figura de Cristo, se hallaba el emblema de los peores de todos, los Dandolo de Venecia. Su escudo de armas era una sencilla losange dividida en dos mitades en sentido horizontal, blanca la superior y roja la inferior. Era Enrico Dandolo, que ya tenía más de noventa años y estaba totalmente ciego, el que viajaba en la proa de la nave que iba a la cabeza de la flota veneciana, impaciente por invadir, saquear y después quemar la Ciudad de Ciudades. Cuando nadie más tuvo el valor necesario para ser el primero en tocar tierra, él saltó a la arena, ciego y solo, y se lanzó a la carga. Los Dandolo pagarían por aquello mientras quedaran señales de las cicatrices dejadas por el fuego en los muros de Constantinopla.
Oyó un ruido a su espalda, un carraspeo. Era Tomáis, su criada negra, de cabello casi rapado y andares elegantes y fluidos.
– ¿Qué sucede? -preguntó sin apartar la mirada de la cruz.
– Ha venido a veros la señora Helena, mi señora -contestó Tomáis-. ¿Queréis que le diga que espere?
Con sumo cuidado, Zoé volvió a poner en su sitio el crucifijo y dio Un paso atrás para verlo mejor. A lo largo de los años desde que regresó del destierro, lo había vuelto a colgar centenares de veces, y siempre perfectamente derecho.
– Camina despacio -le contestó a la criada-. Llévale una copa de vino y después tráela aquí.
Tomáis desapareció para obedecer la orden. Zoé quería hacer esperar a Helena. No podía permitir que su hija se presentase en su casa por capricho y la encontrase disponible. Helena era la única hija de Zoé, y la había moldeado cuidadosamente, desde la cuna, pero por grandes que fueran sus logros, Helena jamás superaría a su madre en inteligencia ni en hacer lo que se le antojara.
Al cabo de varios minutos Helena entró en silencio, deslizándose. En sus ojos se advertía cólera. Sus palabras eran respetuosas, no el tono de su voz. Como era preceptivo, aún llevaba luto por el asesinato de su esposo, y miró con un toque de resentimiento la túnica color ámbar de su madre, cuyo suave ondear se veía acentuado por la estatura que poseía Zoé y de la que carecía ella.
– Buenas tardes, madre -dijo con rigidez-. Espero que os encontréis bien.
– Muy bien, gracias -replicó Zoé con una ligera sonrisa de diversión, sin calor-. Estás pálida, pero claro, el luto sirve para eso precisamente. Resulta apropiado que una viuda reciente dé la impresión de haber estado llorando, sea verdad o no.
Helena ignoró la observación.
– Hace unos días vino a verme el obispo Constantino.
– Naturalmente -respondió Zoé al tiempo que tomaba asiento con elegancia-. Teniendo en cuenta el estatus que tenía Besarión, es su deber. Sería una negligencia por su parte si no hiciera tal cosa, y lo advertirían otras personas. ¿Dijo algo interesante?
Helena se dio la vuelta para que Zoé no le viera la cara.
– Vino a sondearme, como si quisiera averiguar cuánto sabía yo de la muerte de Besarión. -Se volvió hacia Zoé un momento, con súbita claridad-. Y lo que yo pudiera decirle -agregó-. ¡Necio!
Fue casi un susurro, pero Zoé captó el matiz de pánico.
– Constantino no tiene más remedio que estar en contra de la unión con Roma -dijo en tono tajante-. Es un eunuco. Si Roma estuviera al mando, él no sería nada. Tú sigue siendo leal a la Iglesia ortodoxa, y todo lo demás te será perdonado.
Los ojos de Helena se agrandaron.
– Qué cinismo.
– Es realismo -señaló Zoé-. Y sentido práctico. Somos bizantinos. No lo olvides nunca. -Su tono de voz era descarnado-. Somos el corazón y el cerebro de la cristiandad, y también de la luz, del pensamiento y la sabiduría, de la civilización misma. Si perdemos nuestra identidad, habremos renunciado a la finalidad de nuestra vida.
– Eso ya lo sé -repuso Helena-. La cuestión es: ¿lo sabe él? ¿Qué busca en realidad?
Zoé la miró con desprecio.
– Poder, naturalmente.
– ¡Es un eunuco! -escupió Helena-. Atrás quedaron los días en que un eunuco podía ser cualquier cosa, salvo emperador. ¿Tan idiota es para no haberse enterado todavía?
– En épocas de necesidad, recurriremos a cualquiera que creamos que puede salvarnos -dijo Zoé en voz calma-. Más te vale no olvidar eso. Constantino es inteligente y necesita ser amado. No lo subestimes, Helena. Posee tu misma debilidad por la admiración, pero es más valiente que tú. Y tú puedes adular incluso a un eunuco, si te vales de tu cerebro tanto como de tu cuerpo. De hecho, sería muy sensato que, en lo que concierne a los hombres, utilizaras el cerebro en lugar de tu cuerpo, por el momento.
Nuevamente acudió el color a las mejillas de Helena.
– Dicho con toda la sensatez y la rectitud de una mujer demasiado anciana para hacer ninguna otra cosa -se burló Helena. Se pasó las manos por la esbelta cintura y el vientre plano, y levantó otra vez los hombros, muy levemente, para ofrecer una curva todavía más voluptuosa.
Aquella insinuación hirió a Zoé. Había puntos de su mentón y de tu cuello que odiaba al verlos en el espejo, y la parte superior de sus brazos y sus muslos ya no tenían la firmeza de antes, la de hacía sólo unos años.