– Un mes para ir y volver -contestó Ana.
Giuliano titubeó.
– Estaré de vuelta para cuando regrese el barco -prometió-. Tú cuida bien de la pintura.
– Tengo que ir a Jaffa y Cesárea, situadas en la costa -replicó Giuliano-. Regresaré dentro de treinta y cinco días. -Parecía nervioso, a punto de decir algo, pero cambió de idea.
De pronto se oyeron unas pisadas fuera, en el pasillo, y unas voces que discutían en tono ansioso.
– No podemos quedarnos aquí -dijo el veneciano en voz baja-. Tú debes cambiarte de ropa y salir de la ciudad. ¿Cómo vas a ir hasta el Sinaí? ¿Con una caravana?
– Sí. Parten cada dos o tres días.
– En ese caso, debes apartarte de los grupos de los peregrinos, ahí es donde te buscarán. Ahora mismo voy a ir a traerte un atuendo apropiado. Podrías vestirte como un muchacho…
Ana captó en su rostro una expresión avergonzada, por si la había insultado, pero no había tiempo ni seguridad que sobrara para semejantes detalles. Tomó entonces la iniciativa.
– Mejor todavía sería que me vistiera de mujer -le dijo.
Giuliano puso cara de desconcierto.
– En el monasterio no dejan entrar a mujeres.
– Ya lo sé. Buscaré otro lugar donde alojarme, en el camino, fuera de las murallas. Y allí volveré a cambiarme de ropa.
Giuliano se fue y ella echó el cierre a la puerta. Pasó una hora enloquecida, aguardando su regreso, temiendo que pudiera asaltarlo alguien. Estaba demasiado tensa para quedarse ni sentada ni de pie, así que se puso a caminar arriba y abajo por la habitación, tan sólo unos pocos pasos en una dirección y en otra. En cinco ocasiones oyó ruidos fuera y pensó que era Giuliano, se detuvo con el corazón en un puño y aguzando el oído, hasta que las pisadas pasaron de largo y retornó el silencio.
En un momento dado llamaron a la puerta, y estaba a punto de levantar el pestillo cuando cayó en la cuenta de que podía tratarse de cualquiera. Se quedó petrificada. Oyó una respiración fuerte justo al otro lado de la hoja de la puerta.
De pronto se oyó un golpe sordo contra la puerta, como si alguien estuviera probando la resistencia de la misma descargando todo su peso. Dio un paso atrás sin hacer ruido. Se oyó otro golpe, esta vez asestado con más fuerza. La puerta se sacudió en sus goznes.
Hubo unas voces y luego unos pasos rápidos. Alguien se detuvo frente al umbral.
– ¡Anastasio! -Era la voz de Giuliano, urgente y teñida de miedo. Sintió una oleada de alivio que la recorrió igual que un repentino calor. Intentó aflojar el pestillo y descubrió que estaba atascado a causa de la presión que habían ejercido desde fuera. Entonces se lanzó contra la hoja con todo su peso y oyó que cedía.
Giuliano irrumpió en la habitación y volvió a echar el pestillo al momento. Traía en los brazos un fardo de ropa, prendas para Anastasio y para él mismo.
– Nos vamos esta noche -dijo en voz baja-. Ponte esto. Yo voy a disfrazarme de mercader. Intentaré parecer armenio. -Encogió los hombros-. Al menos hablo griego. -E inmediatamente empezó a despojarse de su capa gris de peregrino.
¿Pensaba viajar con ella? ¿Hasta dónde? Ana tomó las ropas de mujer y se volvió de espaldas para ponérselas. Si en aquel momento diera la impresión de tener problemas de pudor levantaría sospechas. Si se apresuraba, tal vez Giuliano estuviera demasiado ocupado en vestirse él para fijarse en nada más.
El vestido era de lana, de color rojo vino, de corte un tanto desgarbado y ceñido con un cinturón. Ana se lo puso con una facilidad que dio al traste con todos los años que llevaba fingiendo, y una vez más se convirtió en la viuda que había vuelto de la casa de Eustacio a la de sus padres. Se recogió el pelo igual que una mujer, se envolvió en el manto, también de lana, y, sin pensar, se lo ajustó con la gracia que tanto había luchado por abandonar.
Giuliano la miró fijamente. Durante unos momentos su semblante no reflejó ninguna emoción, pero a continuación se pintó en él una expresión de dolorosa sorpresa. Recogió el cuadro y se lo entregó a Ana. Acto seguido se dirigió a la puerta, la abrió con cuidado manteniendo una mano apoyada en la empuñadura de su daga y, después de mirar a izquierda y derecha, le indicó a Ana con una seña que lo siguiera.
En la calle había varios corros de gente de pie, al parecer discutiendo o regateando por el precio de unas mercaderías. Giuliano se dirigió inmediatamente hacia el norte y adoptó un paso regular que Ana pudiera seguir sin dar la impresión de caminar como un hombre. Ella mantuvo la mirada baja y dio pasos cortos. Pese al pánico que le agarrotaba los músculos, disfrutó de aquella breve libertad de ser mujer, como si aquello fuera una huida descabellada y peligrosa que pronto iba a encontrar su fin.
Jerusalén era una ciudad pequeña. Caminaron presurosos, utilizando las calles más anchas en la medida de lo posible. Ascendieron tenazmente dejando a su derecha el majestuoso emplazamiento del monte del Templo. Ana imaginó que Giuliano se dirigía a la puerta de Damasco, que llevaba hacia el noroeste y el camino de Nablús.
En una única ocasión los abordaron en la calle. Giuliano hizo un alto y se volvió, sonriente y llevándose una mano al cinto. Era un vendedor ambulante de reliquias santas. Creyó que Giuliano iba a coger su bolsa, pero Ana sabía que había asido la empuñadura de la daga.
– No, os lo agradezco -dijo brevemente. Acto seguido agarró a Ana por el brazo y prosiguió la marcha.
La mano de Giuliano estaba caliente y apretaba con más fuerza que si estuviera aferrando a una mujer. Ella hizo un esfuerzo para seguirle el ritmo y en ningún momento se atrevió a llamar la atención mirando atrás.
La puerta de Damasco estaba abarrotada de mercaderes, vendedores ambulantes, camelleros y peregrinos vestidos de gris. De repente le parecieron siniestros, y Ana, de manera inconsciente, aminoró el paso. Pero la mano de Giuliano la agarró con más fuerza y la obligó a seguir.
¿Notaría él su miedo, o la delgadez de sus huesos, y se haría preguntas? Sabían mucho el uno del otro -sueños y convicciones-, pero al mismo tiempo muy poco. Todo estaba veteado de suposiciones y mentiras. Y probablemente las mentiras eran todas de ella.
Se abrieron paso por entre el gentío que abarrotaba la puerta. Por fin salieron al camino. Después de recorrer otros doscientos pasos y desviarse hacia abajo de la ruta, Giuliano se detuvo.
– ¿Te encuentras bien? -dijo con preocupación.
– Sí -contestó Ana al momento-. ¿Quieres torcer hacia el sur aquí? -Indicó el camino que habían dejado-. La puerta de Jaffa está yendo por ahí, y enfrente tenemos la puerta de Herodes. Yo podría entrar por ella. Cerca de la de San Esteban hay una posada para peregrinos; pasaré allí la noche, y antes de que amanezca bajaré hasta la puerta de Sión.
– Te acompaño -dijo Giuliano rápidamente.
– No. Llévate el cuadro, regresa a Acre y vuelve a embarcar. Yo continuaré con esta ropa hasta mañana, y después volveré a vestirme de peregrino. -Le sostuvo la mirada un instante y luego desvió el rostro. Detrás de él vio la accidentada falda de la colina, y en ella unos orificios que a primera vista parecían los ojos y las fosas nasales de una enorme calavera. La recorrió un escalofrío.
– ¿Qué sucede? -preguntó Giuliano al tiempo que se giraba para seguir la dirección de la mirada de Ana-. No hay nadie.
– Ya lo sé, no es eso… -Su voz terminó en un susurro.
Giuliano se acercó a ella y le puso una mano en el brazo.
– ¿Sabes dónde estamos? -le preguntó con voz queda.
– No… -Pero aunque dijo esto, Ana comprendió de pronto-. Sí. En el Gólgota, el lugar de la crucifixión.
– Es posible. Ya sé que mucha gente cree que el Gólgota está en el interior de la ciudad, y puede que dé lo mismo. Yo preferiría que estuviera en este lugar, a solas con la tierra y el cielo. Sin ninguna iglesia construida encima que borre todo su significado. Lo que ocurrió fue terrible y estuvo rodeado de soledad, como este lugar.