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– ¿Tú crees que algún día vendremos todos aquí… o nos traerán? -preguntó Ana.

– Puede ser, un día u otro.

Ana dejó pasar varios instantes más, y después se volvió hacia Giuliano.

– Pero debo ir al Sinaí, y tú debes ir a Acre. Volveré a verte dentro de treinta y cinco días o lo más cerca posible de ese plazo. -Le resultaba difícil mantener un tono de voz sereno, controlar la emoción, y quería marcharse antes de derrumbarse. Bajó la vista al saco en que Giuliano guardaba la ropa y el cuadro-. Gracias por todo.

A continuación sonrió brevemente, dio media vuelta y emprendió el ascenso de regreso al camino. Al llegar arriba miró a Giuliano una sola vez y vio que seguía en el mismo punto, observándola a ella, con la calavera del Gólgota a su espalda. Respiró hondo, tragó saliva y continuó andando.

CAPÍTULO 61

Giuliano continuó observando la figura esbelta y solitaria de Anastasio hasta que ésta se perdió a lo lejos, y acto seguido, caminando por el agreste terreno, inició de nuevo el ascenso en dirección al sendero y se introdujo en él un poco más adelante, hacia el suroeste. ¿Sería el Gólgota auténtico el sitio en que habían estado? Lo desolado de aquel lugar le caló los huesos y le anegó la mente. «¿Por qué me has abandonado?» Era el grito de toda alma humana que se siente desesperada.

¿Verdaderamente era el de María el rostro triste y poderosamente expresivo que estaba impreso en el cuadro de madera que llevaba consigo? Pero daba igual; la pasión sí era auténtica. ¿Qué más daba que los hechos hubieran ocurrido en aquel lugar o en otro? ¿Qué importaba que fuera o no María la mujer de aquel cuadro?

¿Por qué la imagen de Anastasio vestido de mujer lo turbaba de aquella manera? No sólo tenía un aire natural con aquella ropa, sino además había cambiado hasta su forma de andar, el ángulo de la cabeza. Su manera de mirar a los hombres que pasaban era femenina, diferente. Su personalidad se había transformado. Había dejado de ser el amigo al que había llegado a conocer tan bien, o por lo menos el que creía conocer. En otra época, había días en que se olvidaba de que Anastasio era eunuco; su sexualidad, o la falta de la misma, carecía de importancia. Lo que importaba era su valor, su bondad, su inteligencia, su ingenio rápido y su desbordante imaginación, cualidades que le hacían ser quien era.

Y ahora, de repente, todo aquello quedó expuesto abiertamente. La verdad era que Anastasio poseía un tercer género que no era ni hombre ni mujer. Era capaz de pasar del uno al otro igual que la seda cambiaba con la luz, casi como si no hubiera nada innato que lo definiera.

Pero había algo peor todavía. Había algo más profundo, algo que radicaba en su interior, que lo turbaba. Había descubierto que Anastasio vestido de mujer poseía una gran belleza. Sabía perfectamente bien que era, si no un hombre, desde luego sí un varón, y en cambio su reacción ante él había sido la que habría tenido ante una mujer. Le había surgido un deseo de protección, y además experimentó los agudos síntomas de la atracción sexual.

Lo alivió tener que ir a Jaffa, y en realidad no había motivos para que él viajara también al Sinaí.

Y, sin embargo, en el momento mismo en que se fue Anastasio, dando la impresión de ser una figura tan vulnerable, lo invadió una extraña soledad. Pronto iba a verse rodeado de gente, pero no habría nadie con quien pudiera hablar de las cargas que lo abrumaban, del sentimiento de culpa que le provocaba el hecho de no haber sido capaz de ser el amigo que Anastasio necesitaba y merecía.

Y lo que quizá fuera peor aún, lo que lo hería más hondo, era que no estaba siendo el hombre que él mismo necesitaba ser. Se había dado cuenta de que a lo mejor no era capaz de amar apasionadamente o con rectitud y plenitud duraderas, como tampoco había sido capaz su madre, cosa que sí había hecho su padre, pero de manera no correspondida. A lo mejor él no era capaz de albergar sentimientos tan profundos. En cambio, había tenido la convicción de que la amistad era otra clase de amor igual de profundo e igual de valioso. Y en eso también se había equivocado. ¿Poseía Anastasio la bondad necesaria para perdonar aquello? ¿Podría perdonarlo, desde aquel profundo pozo de soledad, desde aquella compasión que Giuliano había visto tantas veces en él? ¿Debería hacerlo?

CAPÍTULO 62

Vestida una vez más como un peregrino y obligándose a sí misma a adoptar nuevamente las costumbres y los ademanes de un eunuco, al principio, en la puerta de Sión, Ana solicitó al jefe de la caravana viajar con ellos al desierto del Neguev hasta el monasterio de Santa Catalina, en el Sinaí. Todavía conservaba una gran cantidad del dinero que le había dado Zoé, más de lo necesario para pagarse el pasaje. El hombre pasó unos minutos regateando el precio, pero quedaba poco tiempo y la cantidad que ofrecía ella era cuantiosa, incluso generosa.

Estaban a finales de enero y hacía frío. Ana no estaba acostumbrada a montar en burro, pero como no había otra alternativa aceptó la ayuda de uno de los guías, un hombre de piel oscura y rostro apacible que hablaba una lengua de la que entendió tan sólo unas cuantas palabras, pero su tono de voz era tan explícito que hasta los camellos le obedecían.

La caravana que dejó Jerusalén llevaba, según Ana pudo contar, unos quince camellos, veinte asnos y aproximadamente cuarenta peregrinos, además de varios hombres que cuidaban de los camellos y de los asnos, y dos guías. Por lo visto, era un número reducido para lo que era habitual.

El viaje comenzó siendo fácil, siguiendo el camino que se dirigía al sur. El primer lugar de cierta importancia por el que pasaron se hallaba desolado y Ana no vio que tuviera nada especial, hasta que el hombre que montaba el burro de al lado se santiguó y empezó a rezar sin descanso, como si pretendiera alejar algún mal. Ana se sorprendió al percibir el miedo que traslucía su tono de voz.

– ¿Estáis enfermo? -preguntó, preocupada.

El otro hizo en el aire la señal de la cruz.

– Aceldama -dijo con voz ronca-. ¡Reza, hermano, reza!

Aceldama. Claro. El «campo de sangre» en el que se mató Judas. Cosa sorprendente, el sentimiento que invadió a Ana no fue el miedo, sino una abrumadora piedad. ¿De verdad era una senda de la que no se podía retornar?

Cuando dejaron atrás Aceldama y salieron al desierto, siempre movedizo, siempre cambiante, no quedó en él nada más que un viejo desconsuelo.

En la primera noche Ana se sintió helada y agarrotada, demasiado cansada para dormir y muy irritada por la incomodidad del lugar: tres cobertizos sucios, en los que se acurrucaron todos juntos en un intento de descansar a fin de recuperar fuerzas para el día siguiente.

Supuso un alivio tomar algo de comer y de beber y dar comienzo a la jornada, porque al menos con el movimiento uno entraba en calor, incluso con el viento, al contrario que estando tumbado.

El paisaje fue pasando del blanco y negro a otros colores más desvaídos, un panorama de formas difuminadas por el frío y el calor, casi desprovistas de vida a excepción de algún que otro tamarisco raquítico y poblado de espinas. La arena, que inicialmente era de tono claro, fue adquiriendo un color casi negro y se hizo lisa y dura, cubierta de piedrecillas. A lo lejos se divisaban unas montañas negras y escarpadas. El viento rugía y acribillaba a la caravana con finas partículas de arena, como miríadas de picaduras de insectos. Los guías les dijeron en tono jovial que en otras épocas del año era aún peor.

Les advirtieron que no debían apartarse de la caravana por ningún motivo. Salirse de ella era invitar a la muerte. Uno podía perderse en cuestión de minutos, desorientarse y perecer a causa de la sed. Las regiones que se extendían más allá del camino conocido estaban sembradas de los huesos blanqueados de los necios.