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– ¿Me lo preguntas como médico suyo? -El tono era ligero, pero lo dijo porque de repente se dio cuenta de que Justiniano no había visto el lado de Constantino más siniestro, más débil, no sabía cuánto había cambiado bajo la presión de la unión con Roma, del fracaso, de la carga que suponía encabezar casi en solitario gran parte de la resistencia.

Alzó las cejas de golpe.

– ¿También eres médico suyo?

– ¿Y por qué no? -Ana se mordió el labio-. Para él soy un eunuco. ¿Resulta impropio?

Justiniano palideció.

– Ana, no vas a poder salir con vida de esto. Por el amor de Dios, vete a casa. ¿Te haces idea de los riesgos que estás corriendo? No puedes demostrar nada. Yo…

– Puedo demostrar por qué mataste a Besarión -replicó ella-. Y que no tuviste otra alternativa. Estabas desbaratando una conspiración urdida para suplantar a Miguel en el trono, y era la única forma posible de actuar. ¡El emperador debería agradecértelo, recompensarte por ello!

Justiniano le rozó la cara con tanta delicadeza que ella apenas notó algo más que el calor de su mano.

– Ana, piensa. Era una conspiración para suplantar a Miguel en el trono, a fin de salvar a la Iglesia de la amenaza de Roma. Yo habría seguido adelante con ella si hubiera tenido el convencimiento de que Besarión poseía el temple o las agallas necesarias para lograr el éxito. Di marcha atrás sólo cuando comprendí por fin que no era así. Y Miguel está enterado de ello.

– Yo maté a Besarión -dijo Justiniano con un hilo de voz-. Fue lo más difícil que he hecho nunca, y todavía me produce pesadillas. Pero si él hubiera usurpado el trono, habría sido la ruina de Bizancio. Fui un necio al tardar tanto tiempo en comprenderlo. No quería verlo, y al final fue demasiado tarde. Pero si estoy aquí es porque me negué a decirle a Miguel los nombres de los demás conspiradores. No… no pude. Ellos no eran más culpables que yo… quizá lo fueran menos. Seguían creyendo que aquello era lo más acertado para Constantinopla… y para nuestra fe.

Ana bajó la cabeza y se apoyó en su hermano.

– Ya lo sé. Yo sí sé quiénes son, y tampoco he podido decírselo. ¡Pero ha de haber algo que pueda hacer!

– No hay nada -contestó Justiniano con voz queda-. Déjalo, Ana. Constantino hará lo que esté en su mano. Ya me salvó la vida. Intercederá por mí ante el emperador, si surge una posibilidad.

No había nadie más que fuera a luchar por Justiniano, salvo ella. Y ahora ella tenía más posibilidades de ser oída por el emperador que Constantino.

– ¿Quién te entregó a las autoridades? -le preguntó.

– No lo sé -respondió Justiniano-. Y no importa. No hay nada que puedas hacer al respecto, aunque tuvieras la certeza. ¿Qué es lo que quieres, venganza?

Ana lo miró, buscando algo.

– No, no quiero vénganla -admitió-. Por lo menos de momento no pienso en ella. Claro que me gustaría que pagasen…

– Abandona. Te lo ruego -suplicó Justiniano-. Al final no merece la pena.

– Si Bizancio sobrevive, no habrá sido un fracaso. Y si hay alguien que gane, ése será Miguel.

– ¿A costa de la Iglesia? -replicó Justiniano con incredulidad.

– Ve a casa, Ana -susurró Justiniano-. Te lo ruego. Ponte a salvo. Quiero imaginarte curando a la gente, llegando a vieja, siendo juiciosa y sabiendo que lo has hecho bien.

Las lágrimas no le dejaban ver. Su hermano había pagado mucho para darle aquella oportunidad, y ella le había hecho una promesa que sabía que no podía cumplir.

– No vas a irte, ¿verdad? -dijo Justiniano tocando las lágrimas que humedecían las mejillas de su hermana.

– No puedo. No sé si todavía estarán planeando matar a Miguel. Demetrio es un Vatatzés, y un Ducas a través de Irene. Podría intentar subir al tono. Si Miguel muriera, y Andrónico también, tendría una posibilidad, sobre todo teniendo a los cruzados a las puertas.

Justiniano la aferró con más fuerza, apretándole los hombros.

– ¡Eso mismo pienso yo! Seguro que habría tomado el poder cuando Besarión le hubiera quitado de en medio a Miguel.

– Y tú -agregó Ana-. ¡Tú eres un Láscaris!

Se oyó la llave girar en la cerradura.

Justiniano apartó a su hermana de sí.

Ana se pasó una mano por la mejilla para secarse las lágrimas e hizo un esfuerzo para serenar la voz.

– Os estoy agradecido, hermano Justiniano. Trasladaré vuestro mensaje a Constantinopla.

Hizo la señal de la cruz al estilo ortodoxo y le dedicó una breve sonrisa. A continuación salió con el monje al pasillo y echó a andar más bien a tientas, porque apenas veía por dónde iba.

CAPÍTULO 64

El viaje en caravana desde Santa Catalina hasta Jerusalén duró otros quince días. Por lo visto siempre tardaba lo mismo, a pesar de lo que uno hubiera negociado.

Esta vez Ana contempló la magnificencia del desierto que se extendía a su alrededor con diferentes emociones. Seguía siendo muy hermoso. Las sombras variaban entre el negro y un centenar de matices grises y pardos. Con la luz del día el azul se abrasaba con el ocre opaco del polvo que arrastraba el viento, el cual en ocasiones incluía ráfagas heladas. Ahora, Ana llevaba grabado en el alma de forma indeleble el terrible precio que había pagado Justiniano por el error cometido, y después para intentar rectificarlo.

Si ella hubiera estado en el lugar de Justiniano, era muy posible que hubiera hecho exactamente lo mismo. Besarión habría sido un desastre como emperador, pero era demasiado arrogante para verlo, y los otros estaban demasiado comprometidos para aceptar una verdad tan amarga. Excepto quizá Demetrio. ¿Estaría Justiniano en lo cierto, y tenía planeado matar no sólo a Miguel y a Andrónico, sino tal vez también a Besarión? ¡Qué irónico habría sido aquello! ¡El archi-conspirador volviéndose contra ellos en cuanto se hubiera consumado el asesinato de Miguel, matando a Besarión y afirmando haber restaurado el orden, llenando él mismo el vacío, como un héroe! Y también se habría librado de Justiniano, porque éste, al ser un Láscaris, suponía una amenaza. Entonces no quedaría nadie más que él. Él consolaría a la viuda, la pobre Helena, y a su debido tiempo la desposaría, y así mezclaría las familias de los Comneno, los Ducas y los Vatatzés para formar una única y gloriosa dinastía.

¿Seguirían conspirando en la actualidad? Aquél era un dato que necesitaba conocer, porque se daba cuenta, con cierta sorpresa, de que apoyaba a Miguel de todo corazón. Miguel era la única esperanza que tenía Constantinopla.

Ana llegó a Jerusalén exhausta y quemada por el sol, con los huesos doloridos, pero no tenía tiempo para descansar. Debía tomar la siguiente caravana que se dirigiera a Acre y reunirse con Giuliano en el barco. Contó detenidamente lo que le quedaba del dinero que le había dado Zoé. Sonrió. A Zoé le habría dolido que cambiara los besantes de oro por ducados venecianos. No podía permitirse el lujo de gastarlo todo, ya que si el barco se retrasaba iba a tener que esperar en Acre, y necesitaría comer y dormir. Pero la idea de pasar otros cinco días caminando superaba su resistencia física.

Desde la vez anterior había aprendido unas cuantas tácticas de negociación, así como expresiones más contundentes desde la estancia en Jerusalén y el viaje de ida y vuelta al Sinaí. Por fin llegó a un acuerdo y consiguió un mulo difícil y de mal carácter, el cual la llevó hasta Acre. Por el camino, el mulo descubrió que Ana también podía ser testaruda y difícil si quería. Tuvo que reconocer que ambos habían terminado respetándose el uno al otro, y sentía mucho tener que separarse de aquel animal, de modo que gastó unas monedas para regalarle un poco de pan mojado en aceite. El mulo se sorprendió sobremanera, pero aceptó el obsequio con un gesto que recordó a la dignidad.

Aquel día pernoctó en un alojamiento miserable y no desayunó. Entonces vio llegar el barco, exactamente en la fecha en que Giuliano había dicho que iba a volver, pero esperó a media mañana para subir a bordo, a fin de no delatar lo ansiosa que estaba de verlo.