Giuliano disimuló su alivio delante de la tripulación. Sin embargo, más tarde, a solas con Ana en la cubierta mientras zarpaban conforme iba anocheciendo, habló con ella apartándose un poco hacia un lado. Empleó un tono de voz suave, aunque no posó la mirada en ella sino en la estela blanca que iba dejando el barco.
– ¿Ha sido muy duro el viaje? -le preguntó-. La gente dice que sí.
– Y no se equivoca. -Ana sonrió al recordar-. Ha sido muy duro. No estoy acostumbrado a montar en burro un día tras otro, un animal paciente pero incómodo. Y en esta época del año en el desierto hace frío, sobre todo por la noche. Es bello… y terrible.
– ¿Y el monasterio del Sinaí? -inquirió Giuliano, y esta vez se giró para mirarla. Se hallaban en la popa del barco, que navegaba con rumbo oeste, y Giuliano estaba situado de espaldas a las luces, de modo que Ana no podía verle la cara.
– Dicen que se eleva más de cinco mil pies por encima del mar -empezó-, y no obstante las montañas que lo circundan hacen que parezca insignificante, hasta que uno llega allí y se da cuenta de que los muros tienen treinta o cuarenta pies de altura y son macizos. Aunque se pudiera trasladar hasta allí una máquina de asedio, nada lograría abrir una brecha en ellos. Cuentan con torres y contrafuertes, pero no hay puertas cercanas al suelo. La única manera de entrar es penetrando por una pequeña abertura que hay próxima al remate de la muralla. Hay que dejar que a uno lo icen con una soga en cuyo lazo hay que meter el pie.
– ¿Es verdad eso? -dijo Giuliano con asombro-. Lo había oído, pero creía que eran imaginaciones.
– Pues es cierto. El interior es muy hermoso, austero, y resulta imposible no pensar en todo momento en las montañas, que se ciernen sobre uno y no dejan ver el cielo, el monte Sinaí y el monte Horeb. Hay un sendero que discurre por el desfiladero que hay entre ambos, formado por unos peldaños empinadísimos. Allí fue adonde subió Moisés a encontrarse con Dios. Yo no fui. No tenía tiempo, y además no estoy seguro de que quisiera hacerlo. Es posible que me hubiera encontrado con Dios, y no estoy preparado. -Sonrió y bajó la vista-. O que no encontrara a Dios, y tampoco estoy preparado para enfrentarme a eso. Pero sí que vi la «zarza ardiente», sigue estando allí. Se parece a un arbusto cualquiera, pero se nota que no lo es.
– ¿Por qué? -preguntó Giuliano.
– Probablemente porque el monje me dijo que me descalzara pues estaba pisando terreno sagrado.
Giuliano rio, y al hacerlo se disipó la tensión de sus hombros. Sólo entonces comprendió Ana lo extraño que había sido su comportamiento, tan falto de su elegancia habitual. Se acordó del día en que se separaron en el Gólgota, de la expresión que reveló su semblante cuando vio la pintura de la Virgen, o por lo menos ella quería creer que era de la Virgen. También le vinieron a la memoria otros momentos y advirtió que había cambiado algo, y no quiso entender de qué se trataba, porque contenía un punto doloroso que quedaba fuera de su alcance.
CAPÍTULO 65
– ¿Y bien? -preguntó Simonis cuando Ana, por fin en casa, después de lavarse, descansar un poco y ponerse ropa limpia, se sentó a la mesa dispuesta a tomarse una sopa caliente con pan recién hecho-. ¿Qué información traes de Justiniano? Por tu expresión deduzco que aún vive. ¿Qué más? ¿Cuándo va a regresar a casa?
Ana no les había dicho nada de la pintura de Zoé. Ambos habían dado por hecho que el propósito de todo aquel viaje era obtener noticias acerca de Justiniano. Leo la había precavido contra el viaje diciendo que iba a ponerse en peligro por poca cosa. Simonis se había enfadado con él y había elogiado a Ana por haber dado por fin el paso que llevaba esperando de ella desde el principio.
– Lo he visto -empezó-. Está más delgado, pero me pareció que se encontraba bien.
– Tómate la sopa -ordenó Simonis-. ¿Qué te dijo?
Ana sintió cómo se cerraba todavía más el nudo de decepción que le retorcía las entrañas.
– Me contó lo que había sucedido -contestó al tiempo que comenzaba a tomarse la sopa porque despedía un aroma tentador y el hecho de comer no iba a mejorar ni empeorar lo que tema que decir-. Era casi igual que lo que creía yo, lo que averigüé por mí misma…
– ¡Y no nos dijiste nada! -la acusó Simonis, y de nuevo se le oscureció el semblante.
Leo le tocó el brazo con suavidad, en un ademán que pretendía frenarla. Pero ella se zafó sin dejar de mirar fijamente a Ana.
– Y bien, ¿cómo vas a demostrar que es inocente? -preguntó.
– No voy a demostrar nada -replicó Ana sin ambages-. Él mató a Besarión…
– ¡No es posible! -exclamó Simonis, furiosa-. Justiniano no es capaz. ¡Tú, puede ser! Tú podrías haber…
– Basta -dijo Leo, tajante. Te has excedido. Simonis se ruborizó intensamente. Ana también fue tomada por sorpresa.
– Te lo agradezco, Leo -le dijo en tono grave-. La historia es simple, y ahora que sé de labios de Justiniano que es cierta, os la voy a contar, pero si valoráis vuestra vida, o la mía, os cuidaréis mucho de repetirla. -Esperó a que le dieran su palabra-. Eso es lo que desea Justiniano.
Simonis afirmó de mala gana con la cabeza, todavía con expresión de enfado.
– Por supuesto que no diremos nada -prometió Leo. Les refirió todo brevemente, sin extenderse mucho en los detalles. Simonis parecía apabullada. Mantuvo la mirada fija y guardó silencio.
– Ana, has de respetar los deseos de Justiniano -dijo Leo con preocupación-. No puedes permitir que nadie sepa que estás enterada de todo esto, porque te destruirán.
Simonis la estaba mirando también, pero no con la misma angustia. Ella esperaba acción.
– Debes acudir al emperador y decirle quiénes eran los otros conspiradores -dijo Simonis, como si fuera una conclusión en la que estaban todos de acuerdo-. Debes decirle que has visto a Justiniano y que él te ha revelado su identidad. Y entonces el emperador lo pondrá en libertad.
– No, no puedo -repitió Ana-. A Justiniano lo torturaron para obligarlo a hablar, y no habló. Ahora tú quieres que yo haga lo mismo, después del precio que ha pagado él…
– Los hombres son unos necios -le espetó Simonis a su vez-, guardan fidelidad a personas que los traicionan aunque no tenga sentido. Debes hacerlo por él. Así quedará con las manos limpias.
– Justiniano no quedará con las manos limpias si Ana dice que fue él quien le suministró la información -la interrumpió Leo.
– ¡No importa! -exclamó Ana, desesperada-. Justiniano no quiere que las traicione nadie, ni yo, ni él, ni nadie.
– Ya lo creo que sí -la contradijo Simonis en tono cáustico-. ¿Por qué, si no, iba a haberte dado esa información?
– No necesitaba dármela, ya la tenía yo -señaló Ana. No mencionó la conversación que había tenido con Nicéforo.
– Ah, de modo que ahora es mérito tuyo, ¿no? -Simonis estuvo a punto de ahogarse al decir aquello-. Está en prisión, en el desierto, golpeado y torturado, mientras tú te enriqueces aquí, en Constantinopla, engordando y vistiéndote con sedas, pero no quieres mancillar una rectitud moral que crees tener. En Nicea no te importó sacrificar todo el futuro de tu hermano por tus equivocaciones, ¿verdad? ¿O es que ya no quieres acordarte de eso? Si en aquel entonces hubieras confesado, no habría ocurrido nada de esto. ¡Él sería médico y tú no! ¿Dónde estaba entonces tu preciosa rectitud, tu…? Eres una cobarde… -Sollozando y con la respiración entrecortada, salió disparada de la habitación y la oyeron correr pasillo adelante.
A Ana se le llenaron los ojos de lágrimas de forma inesperada.
– Justiniano me rogó que no hiciera nada -susurró-. No lo hago por mí… sino por él.
– Ya lo sé -dijo Leo en voz baja-. Ya hablaré yo con Simonis. A lo mejor deberías enviarla de vuelta a Nicea…