– No -dijo Ana sacudiendo la cabeza en un gesto negativo-. No puedo hacer eso…
– No puedes disculpar lo que ha dicho -replicó Leo-. Ha sido imperdonable.
– Hay muy pocas cosas que sean imperdonables -dijo Ana con cansancio-. Y de todas formas no puedo permitirme meter en esta casa a una persona desconocida que venga a ocupar el lugar de ella.
– ¿Temes que pueda traicionarte? -inquirió Leo.
– No, claro que no -negó Ana, demasiado deprisa-. No sería capaz de algo así. Justiniano no se lo perdonaría.
Al día siguiente, Ana fue a llevar la pintura a Zoé Crysafés. En la estancia reinaba el silencio y no había criados presentes, tan sólo ellas dos. Por la ventana penetraba el sol primaveral, intenso y luminoso. Ana le entregó el paquete, bastante pequeño y profusamente envuelto, tal como se lo había entregado Giuliano a ella.
Zoé no fingió interés por Ana. Cortó las ataduras con un pequeño cuchillo de hoja muy fina y acto seguido las soltó y contempló a sus anchas el panel de madera. Durante largo rato no dijo nada, pero por su semblante cruzaron toda clase de emociones: reverencia, asombro, alegría desbordante. Cosa extraña, no mostró ningún sentimiento de victoria, sino más bien lo contrario: una especie de repentina humildad.
Por fin levantó la vista hacia Ana y la miró con una expresión del todo carente de astucia.
– Lo habéis hecho muy bien, Anastasia -le dijo en voz baja, como una mujer podría hablar a otra de su mismo rango, posiblemente, por un instante, incluso una amiga-. Podría pagaros con oro por la habilidad que habéis demostrado y las penalidades que habéis soportado, pero eso resultaría grosero. Sobre la mesa hay un candelabro enjoyado. Es vuestro. Tomadlo y poned una vela en él.
Ana se volvió y lo vio. Era un objeto exquisito: pequeño, no mediría más de unas pocas pulgadas, pero cuajado de perlas y rubíes que refulgían suavemente incluso bajo el fuerte sol matinal. Lo cogió y se dio la vuelta para dar las gracias a Zoé, pero ésta tenía la cabeza inclinada y estaba completamente ensimismada en el retrato.
Ana se fue sin romper el silencio.
CAPÍTULO 66
Miguel Paleólogo, emperador de Bizancio, se encontraba de pie al sol en su cámara privada. Sobre el arcón que tenía enfrente reposaba un retrato sencillo, pero el rostro que representaba era el de la Madre de Dios. Lo sabía sin lugar a dudas. El artista que lo había pintado la había conocido en persona, y en sus trazos había intentado plasmar la pasión, el sufrimiento y la belleza de su alma. No era un producto de su imaginación ni tampoco un rostro idealizado; había intentado captar en líneas y en colores lo que había visto con sus propios ojos.
Zoé Crysafés había enviado al médico eunuco a Jerusalén para que le trajera aquel cuadro. No era un regalo para la Iglesia, sino destinado personalmente a él.
Por supuesto que sabía por qué Zoé le había hecho aquel regalo: por miedo a que él estuviera enterado de que había participado en el plan de Besarión Comneno de usurpar el trono, y además porque temía que llegara un día en que, cuando él ya no la necesitara, se cobrase venganza por ello. Con aquel obsequio pretendía comprarle. Y lo había logrado. No era la mayor reliquia de la cristiandad, pero ciertamente era la más bella, la más conmovedora.
Se arrodilló muy despacio, con lágrimas en las mejillas. La Santísima Virgen había vuelto a Bizancio, y de una forma en que no había estado nunca. Resultaba de lo más extraño que la artífice de aquel milagro hubiera sido precisamente Zoé.
CAPÍTULO 67
El verano de 1278 en Constantinopla fue caluroso y tranquilo. Palombara estaba otra vez de visita, rodeado por aquella vivida mezcla de sonidos y colores, ideas turbulentas y apasionados debates religiosos.
Lamentablemente, una vez más venía acompañado de Niccolo Vicenze. El Santo Padre le había dicho que Vicenze no sabía nada de la verdadera misión que tenía Palombara, y que consistía en apoyar al emperador por todos los medios para que obligara a su pueblo a obedecer al pie de la letra lo establecido en el acta de unión con Roma. Y naturalmente preservar la vida y el poder del emperador, en caso de que se vieran amenazados. Quedaba entendido de manera implícita que Palombara debía procurar estar al tanto de dichas amenazas, provinieran de quien provinieran.
Naturalmente, lo que el Santo Padre le había dicho en realidad a Vicenze podía ser completamente distinto. Aquello no debía olvidarse en ningún momento.
En aquel momento la prioridad consistía en tratar con el obispo Constantino. Éste gozaba de una importancia capital entre quienes se oponían de forma irrevocable a la unión. Discutir con él resultaba inútil. Había que derrotarlo. Era una idea repugnante, pero había demasiadas vidas en juego para andarse con delicadezas. La cuestión eran los medios que emplear.
Al lado de Constantino, en medio del hambre y la enfermedad, había estado aquel médico, Anastasio. Si había alguien que conociera sus puntos débiles, era él. Y Palombara estaba igualmente seguro de que Anastasio jamás traicionaría voluntariamente a su pueblo, y mucho menos para entregarlo a Roma. Engañar a Anastasio no era algo que tuviera pensado hacer Palombara.
De repente se le ocurrió una idea, sutil y peligrosa. Si él estuviera en el lugar de Constantino, empeñado a toda costa en salvar la libertad de la Iglesia ortodoxa, el único hombre por encima de todos los demás que le supondría un obstáculo sería el propio Miguel. Si el emperador fuera eliminado y se pusiera en su lugar a un creyente ortodoxo que careciera de su inteligencia o de su firmeza, todas las demás maniobras resultarían innecesarias.
Su urgencia por ver a Anastasio se duplicó. Le vinieron a la memoria fragmentos de conversaciones sobre antiguas conspiraciones y asesinatos, apellidos imperiales como Láscaris y Comneno, la intimidad de aquel médico con Zoé Crysafés, la más bizantina de todas las mujeres, y el hecho de que había atendido al emperador.
Transcurrió más de una semana antes de que se presentara la oportunidad sin necesidad de forzarla. Había intentado cruzarse por casualidad con Anastasio, hasta que por fin se encontraron en el promontorio que se elevaba por encima de los muelles. Él acababa de llegar en una barca para transporte de pasajeros y Anastasio estaba paseando. Era media tarde, el sol pendía bajo y perezoso, un bálsamo para las cicatrices de la pobreza y la violencia, pues éstas quedaban cubiertas de una pátina dorada.
– Es el momento que más me gusta del día -comentó Palombara en tono informal, como si fuera algo natural que ambos se vieran de nuevo después de un período de tiempo tan prolongado.
– Ah, ¿sí? -contestó Ana-. ¿Deseáis que caiga la noche?
– No. -Palombara permaneció inmóvil, y la cortesía exigía que Anastasio hiciera lo propio-. Me refería únicamente a estos momentos, no a lo que ocurre antes ni después.
En la mirada de Anastasio había una chispa de interés. Palombara sabía que tenía los ojos de color gris oscuro, pero de cara al sol como estaba podrían parecer marrones.
– Las sombras poseen cierta ternura -siguió diciendo Palombara-, una compasión que no tiene el duro resplandor de la mañana.
– ¿Os gusta la compasión, señor? -preguntó Anastasio con curiosidad.
– Me gusta la belleza -lo corrigió Palombara-. Me gusta la irrealidad de la luz tenue, la licencia para soñar.
Anastasio sonrió. Fue un gesto cálido y efímero que iluminó su semblante. De pronto Palombara pensó que era un ser bello; ni hombre ni mujer, pero tampoco una distorsión del uno ni del otro.
– Yo necesito soñar -explicó rápidamente-. La realidad es dura y sus frutos llegan muy deprisa.
– ¿Os referís a algo concreto? -Anastasio dirigió la vista hacia un lado, a una torre en ruinas. Un costado se había desmoronado y aún no habían retirado los escombros-. ¿Seguís aquí intentando convencernos de que nos unamos a Roma de corazón, además de por el tratado?