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– Carlos de Anjou busca cualquier excusa para tomar Constantinopla de nuevo. Y el emperador está al corriente -dijo Palombara a modo de respuesta.

– Por supuesto -convino Anastasio-. Difícilmente aceptaría unirse con Roma para defenderse de una amenaza de menor envergadura.

Palombara hizo una mueca de dolor.

– Qué duro. ¿Acaso no debería estar unida la cristiandad? El islam está avanzando por el este, cada año cobra más fuerza.

– Ya lo sé -dijo Anastasio con voz queda-. Pero ¿se combate una tiniebla abrazando otra?

Palombara se estremeció. Se preguntó si Anastasio lo consideraba así en realidad.

– ¿Qué diferencias tan importantes hay entre Roma y Bizancio para que vos opinéis que una es la luz y la otra una tiniebla? -inquirió.

Anastasio guardó silencio durante largo rato.

– Todo es mucho más sutil, entre una y otra hay un millón de matices -dijo por fin-. Yo quiero una iglesia que enseñe compasión y dulzura, paciencia, esperanza, tolerancia con la santurronería, pero que deje sitio para la pasión, la diversión y los sueños.

– Queréis mucho -repuso Palombara amablemente-. ¿Esperáis también que los ancianos de la Iglesia aprueben todas esas cosas?

– Lo único que necesito es una iglesia que no se entrometa -replicó Anastasio-. Yo creo que enseñar, ofrecer nuestra amistad y finalmente crear, ésa es la finalidad del todo. Terminar siendo como Dios, de igual modo que todos los niños sueñan con ser como sus padres.

Palombara examinó el rostro de Anastasio, la esperanza que irradiaba, el ansia y la capacidad de ser herido. No se había equivocado: era una idea bella, pero también turbulenta, intensamente viva.

Palombara ni por un instante creyó que la Iglesia bizantina ni la romana aceptarían jamás dicha idea. Pintaba algo de un asombro y una belleza demasiado ilimitados para que pudieran concebirlo las personas corrientes. Para soñar algo MÍ, sería necesario vislumbrar incluso el alma de Dios.

Pero a lo mejor Anastasio la había vislumbrado, y Palombara sintió envidia de él.

Ambos permanecieron envueltos en el paisaje, que iba sumiéndose en la noche, con las luces de los muelles a la espalda. Durante largo rato no dijo nada ninguno de los dos. Palombara temía que Anastasio se fuera, con lo cual él perdería aquella oportunidad.

Finalmente, se decidió a hablar.

– El emperador está decidido a salvar Constantinopla de Carlos de Anjou declarando la unión con Roma, pero no puede obligar a sus súbditos a que abandonen la antigua fe, ni siquiera para guardar las apariencias ante el Papa.

Anastasio no respondió. A lo mejor sabía que no se trataba de una pregunta.

– Vos hacéis muchas preguntas acerca del asesinato de Besarión Comneno, perpetrado hace varios años -presionó Palombara-. ¿Fue un intento frustrado de usurpar el trono, para después luchar por conservar la independencia religiosa?

Anastasio se volvió ligeramente hacia él.

– ¿Por qué os preocupa, obispo Palombara? Eso fracasó. Besarión está muerto. Y también los que conspiraron con él.

– ¿Así que vos sabéis quiénes eran?

Anastasio hizo una inspiración lenta y profunda.

– Sólo conozco a dos. Pero sin el resto y sin el propio Besarión, ¿qué pueden hacer?

– Ésa es la cuestión que me preocupa -contestó Palombara-. Cualquier intento que se llevara a cabo ahora suscitaría una venganza terrible. La mutilación de los monjes parecería trivial en comparación. Y el único hombre que saldría ganando sería Carlos de Anjou.

– Y el Papa -agregó Anastasio, cuyos ojos destellaron a la luz del farol de un carro que pasaba-. Pero sería una victoria amarga, excelencia. Y la sangre que se derramara en ella no serviría para lavaros las manos a vos.

CAPÍTULO 68

– El antiguo icono de la Virgen que el emperador Miguel trajo a Constantinopla cuando sus habitantes regresaron del exilio en 1262 -dijo Vicenze con toda convicción-. Eso es lo que hará falta. Ellos creen que una vez en el pasado los salvó de la invasión.

Palombara no respondió. Ambos estaban de pie en la estancia que daba a la calle que bajaba hasta el mar. El sol bailaba sobre el agua y los altos mástiles de los barcos se mecían suavemente al compás del leve oleaje de la mañana.

– No conseguiremos nuestro objetivo a no ser que tengamos un símbolo de la rendición de Bizancio a Roma -siguió diciendo Vicenze-. Ha de ser el icono de la Virgen.

Palombara no tenía ningún razonamiento con que contraatacar. Su desgana era puramente práctica.

– Va a ser imposible obtenerlo, así que poco importa que resulte eficaz o no -contestó con frialdad.

– Pero estaréis de acuerdo en la fuerza que ejercerá -dijo Vicenze ateniéndose a su argumentación.

– En teoría, por supuesto.

Palombara lo miró más detenidamente. Se dio cuenta de que Vicenze tenía un plan, un plan del que se sentía bastante satisfecho y de cuyo éxito no albergaba la menor duda. Se lo estaba contando a él sólo porque quería que lo supiera, no para que participase.

Aquello quería decir que Palombara iba a tener que trazar un plan propio, en el secreto más absoluto, o de lo contrario Vicenze se adelantaría y le llevaría el trofeo al Papa en solitario. El secreto era necesario, porque Vicenze era muy capaz de sabotear a Palombara adrede y permitir que toda la atención se centrara en éste mientras él ejecutaba lo que había tramado. Palombara podía terminar en una mazmorra bizantina, mientras que él, retorciéndose las manos con hipócrita aflicción, estaría camino del Vaticano, icono en mano.

– Hemos de hacernos con él -dijo Vicenze con una fina sonrisa-. Voy a contaros el plan que he ideado. Si a vos se os ocurre otra cosa, debéis informarme de ella, como es natural.

– Como es natural -corroboró Palombara. Salió al aire y sintió una brisa ligera en la cara. Por espacio de unos instantes se quedó mirando los tejados de las casas que descendían hasta el mar, y después empezó a caminar. Sólo quería sentir el consuelo de moverse, de notar el empedrado bajo los pies y disfrutar del constante cambio del paisaje.

A Miguel no se le podía comprar con dinero ni tentar con un puesto de poder. Lo único que le importaba era salvar su ciudad de Carlos de Anjou y la doblez de Roma. No, no era verdad; quería salvar Constantinopla de cualquiera, ya fuera cristiano o musulmán. A lo largo de los siglos, Bizancio había sido experto en el arte de establecer alianzas, de comerciar, de volver a sus enemigos unos contra otros. ¿Sería posible convencerlo de que se aliase con Roma para protegerse del viento ardiente del islam que ya estaba abrasando las fronteras del sur?

¿Cuál podía ser el factor que diera lugar a dicha alianza? Una atrocidad cometida en la propia Constantinopla. Algo que enfureciese a la cristiandad y arrojara a las dos iglesias la una en los brazos de la otra, al menos durante el tiempo necesario para enviar aquel icono a Roma como prueba de la buena fe de Bizancio.

Un ultraje, pero no un asesinato. Podía incendiar un lugar santo y hacer que la culpa recayera sobre los musulmanes, y después que cundiera la furia entre el pueblo. El pueblo aceptaría cualquier precio que Miguel pudiera pagar, hasta un tributo a Roma.

Palombara sabía cómo hacerlo. Tenía dinero del Papa, incluso una cantidad de la que Vicenze no tenía conocimiento. Y además poseía contactos con personas que sabían cómo provocar una violencia precisa y limitada, pagando un precio. Procedería con sumo cuidado. No iba a enterarse nadie, y menos que nadie Niccolo Vicenze.

El incendio del sagrado santuario de Santa Verónica fue espectacular. Al anochecer Palombara estuvo en la calle, inmerso entre la muchedumbre que se había congregado, sintiendo el calor abrasador de las llamas que iban consumiendo aquellas frágiles construcciones y ennegreciendo las paredes de las casas y las tiendas de alrededor. No muy lejos de él había una anciana que se tiraba del pelo y lanzaba gemidos cada vez más estridentes, hasta que se convirtieron en aullidos. El rugido del fuego se hizo más intenso, las maderas crujían y explotaban lanzando una lluvia de chispas y cenizas ardientes al aire.