El calor hizo retroceder a Palombara. Alargó un brazo para empujar a la anciana hacia un lugar más seguro, pero ella se zafó enseguida.
A falta de algo más que devorar, las llamas fueron disminuyendo gradualmente. Pero el clamor que siguió fue tan encendido como las llamas que devoraron el santuario. Palombara no tuvo necesidad de avivar el fuego. Solicitó una audiencia al emperador, y le fue concedida. Cuando estuvo en presencia de Miguel, advirtió que su semblante reflejaba cansancio y preocupación y estaba de muy mal humor.
– ¿Qué sucede, mi señor obispo? -dijo Miguel en tono cortante. Iba vestido con una dalmática roja incrustada de joyas. En las puertas estaba apostada la guardia varega, muy a la vista.
Palombara no perdió tiempo.
– Vengo a ofrecer la solidaridad del Santo Padre de Roma por la pérdida que habéis sufrido, majestad.
– ¡Tonterías! -saltó Miguel-. Venís a vanagloriaros y a ver qué provecho podéis sacar de esto.
Palombara sonrió.
– El provecho será para todos nosotros, majestad. Si el islam alcanza en el sur más poder aún del que ya tiene ahora y continúa presionando las fronteras de la cristiandad, hará falta más de una cruzada para impedir un ataque y posteriormente, de manera inevitable, una invasión en toda regla. No estoy hablando de siglos futuros, majestad, ni siquiera de decenios.
Bajo su barba negra Miguel revelaba una intensa palidez, pero su expresión no se alteró. Había conducido a su pueblo en el exilio, conocía bien la guerra y él mismo llevaba en el cuerpo numerosas cicatrices. Estaba preparado para pagar el último y desesperado precio, el de sacrificar su fe religiosa para proteger a su pueblo. Miguel Paleólogo, emperador de Bizancio e Igual a los Apóstoles, conocía el sabor del fracaso y la derrota, y el arte y el coste de la supervivencia.
Palombara sintió asombro y compasión por él, un hombre muy humano vestido con ropajes lujosos y sentado en su palacio aún en ruinas.
– Majestad -dijo humildemente-, permitidme que os sugiera un último reconocimiento de la Unión de Bizancio con Roma, un reconocimiento del cual no podrá dudar ningún enemigo, ya sea por rencor o por falta de inteligencia.
Miguel lo miró con una fría suspicacia.
– ¿Qué tenéis en mente, obispo Palombara?
Palombara, sin querer, titubeo unos momentos antes de articular una respuesta.
– Enviad a Roma el icono de la Sagrada Virgen que portabais en alto cuando entrasteis en Constantinopla al volver del exilio -dijo-. Permitid que llegue a Roma como símbolo de la unión de las dos grandes iglesias cristianas del mundo, dispuestas a permanecer la una junto a la otra frente a la marea del islam que nos va cercando. De esa manera, Roma os tendrá en cuenta para siempre y seréis el bastión de Cristo contra el infiel. Y si permitiéramos que caigáis, tendremos frente a nuestras puertas a los enemigos de Dios.
Miguel guardaba silencio, pero no había signos de ira, ni de la voluntad de luchar contra lo imposible o de fingir que se había lesionado su dignidad. Miguel era un hombre realista.
La trampa era muy ingeniosa. No se le escapaba la ironía de la situación; él, que se consideraba tan inteligente, se sentía totalmente perdido.
– Cuidad bien de ella -respondió por fin Miguel-. Si la deshonráis, no os lo perdonará. Eso es lo que debéis temer, Palombara; ni a mí ni a Bizancio, ni siquiera las confabulaciones de Roma ni la creciente marea del islam. Temed a Dios y a la Santísima Virgen.
Una semana más tarde el antiguo icono que había salvado a Bizancio siglos atrás fue entregado en la hermosa casa en que se alojaban Palombara y Vicenze. Ambos se encontraban en una de las espaciosas salas de recepción, observando en silencio cómo el icono era despojado de su envoltorio.
Vicenze estaba abrumado por el éxito de Palombara. Se quedó inmóvil bajo el sol que penetraba por los ventanales con una expresión sombría.
Cuando lo miró, Palombara vio en él una rabia y una envidia que eran auténticas.
Mientras el enviado de Miguel se afanaba con el envoltorio, Palombara advirtió que el semblante de Vicenze adoptaba una expresión nueva, que dejaba a un lado el fracaso de no haber conseguido él el icono.
Por fin cayó el último envoltorio. Ambos se acercaron un poco más, sin decir nada, para mirar aquel rostro bello y oscuro. Al contemplarlo de cerca resultaron visibles las marcas dejadas por el tiempo y por la intemperie en las minúsculas grietas de la pintura, en las muescas que presentaba el pan de oro. El estandarte en sí estaba ya alisado por las muchas manos que lo habían tocado, y el aceite de la piel humana que lo había rozado a lo largo de varias generaciones había bruñido las superficies del marco de madera.
Vicenze abrió la boca para decir algo, pero cambió de opinión. Palombara ni siquiera lo miró a la cara, para no enfurecerse al ver su expresión gélida e insensible.
Resultó muy sencillo contratar un barco. Palombara llegó a un arreglo con uno de los muchos capitanes que había en el puerto de Constantinopla. Vicenze se encargó de supervisar al carretero que transportaba el icono, el cual iba embalado con mayores precauciones que antes, en una caja de madera. Ésta iba discretamente marcada para facilitar su identificación, pero nadie más podía adivinar el contenido de la misma.
Llevaban pocas cosas consigo, pues no quisieron dar a entender a los sirvientes ni a los que siempre andaban vigilando y escuchando que tal vez tardasen en regresar. De hecho, cabía la posibilidad de que los ascendieran a la púrpura cardenalicia y no regresaran nunca. Palombara lamentó dejar atrás algunos de los exquisitos objetos que había comprado durante su estancia en Constantinopla, pero era necesario a fin de dar la impresión de que se hallaba en los muelles meramente de visita y que volvería antes de que anocheciera.
Sin embargo, al llegar al muelle vio con expresión de incredulidad que su barco estaba zarpando. El agua se agitaba a su alrededor a medida que iba cobrando velocidad y los remos se hundían rítmicamente. Continuaría así hasta que hubiera salido del amparo del puerto y encontrara un viento suave que inflara las velas. Vicenze se encontraba a bordo, cerca de la barandilla. El sol le iluminaba el cabello rubio formando como un halo y su boca ancha y de labios finos sonreía.
Palombara, invadido por una furia ciega, rompió a sudar. Jamás había experimentado una derrota tan total y tan devoradora que no dejase sitio a ningún otro sentimiento.
– Mi señor obispo -oyó detrás una voz en tono preocupado-. ¿Estáis enfermo, señor?
Palombara miró con gesto de incredulidad. Era el capitán del barco, al cual no había pagado todavía, en la idea de que aquel detalle por sí solo bastara para conservar su lealtad.
– Se han llevado vuestro barco -dijo con voz ronca, a la vez que levantaba el brazo para señalar la bahía, en la que el casco de la nave se hacía cada vez más pequeño.
– No, señor -repuso el capitán-. Mi barco está allí, esperándoos a vos y a vuestra carga.
– Acabo de ver a bordo al obispo Vicenze. -Volvió a señalar el mar-. ¡Allí!
El capitán se protegió los ojos del sol y siguió la mirada de Palombara.
– Ah, ¿aquél? Aquél no es mi barco, señor. Pertenece al capitán Dandolo.
Palombara parpadeó.
– ¿Dandolo? ¿Llevaba un gran envoltorio en el barco?
– Llevaba un embalaje de grandes dimensiones, señor, más o menos como el que me describisteis vos.
– ¿Lo trajo el obispo Vicenze?
– No, señor. Lo trajo el propio capitán Dandolo. ¿Aún deseáis viajar a Roma, señor?