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– Os lo agradezco -suspiró Eudocia-. No os molestéis en darme nada para dormir, no voy a necesitarlo.

CAPÍTULO 74

Giuliano había entregado el icono al Papa. Le habría gustado devolvérselo a Miguel, pero comprendió de mala gana por qué no podía ser. Si se lo devolviera, Miguel no tendría más que embalarlo y enviarlo de nuevo. Podría perderse en el mar, sobre todo en aquella época del año.

Así que cuando en Venecia el enviado del Papa se dirigió a él, sacó de inmediato el icono y se lo entregó para que se lo llevara a Roma, a modo de obsequio de la República de Venecia, que lo había rescatado de los piratas.

Nadie se creyó aquella explicación. Pero no importaba; compartieron una botella de un excelente vino veneciano, rieron a carcajadas y después el enviado partió llevándose el icono, bien protegido por una guarnición de soldados.

Giuliano zarpó con rumbo a Constantinopla y llegó al cabo de seis semanas. Cruzó el mar de Mármara luchando contra un fuerte viento y se alegró cuando por fin desembarcó en el Cuerno de Oro. La familiar silueta del majestuoso faro y el cálido color rojizo de Santa Sofía le causaron una extraña calma, y no obstante, mientras pensaba en ello, también se dio cuenta de que aquella sensación de seguridad era puramente ilusoria.

En cuanto puso un pie en tierra el capitán del puerto le entregó una carta que llevaba su nombre acompañado de la palabra «urgente». Llevaba allí dos días.

Querido Giuliano:

Gracias a los buenos oficios de mi amigo Avram Shachar, he encontrado a un familiar cercano de tu madre. Sin embargo, queda muy poco tiempo. Es una mujer, anciana y muy frágil. He ido a verla, y me ha contado la verdad respecto de tus padres, una historia que yo podría relatarte, pero sería mucho mejor que la oyeras tú mismo de sus labios. Con ello le proporcionarías a ella una profunda paz. Te prometo que es un relato que te conviene conocer.

ANASTASIO

Giuliano dio las gracias al capitán del puerto y regresó a su barco. Entregó el mando a su segundo oficial y, sin siquiera quitarse la ropa de marino, fue directo a la casa de Anastasio.

Éste estaba hablando con Leo. Volvió la cabeza, y al ver a Giuliano se le iluminó el rostro.

Giuliano corrió hacia él y le estrechó la mano con fuerza, olvidando por un instante lo delgada que era.

– Te lo agradezco enormemente -dijo con fervor.

Anastasio retrocedió un paso, pero sin dejar de sonreír. Se fijó en el atuendo desaliñado de Giuliano, en el cuero desgastado por el uso y todavía manchado aquí y allá por el agua de mar.

– Deberíamos partir esta noche. Va a ser un viaje duro -dijo, como excusándose-, pero no hay que esperar.

Leo fue a alquilar caballos para el viaje y el propio Anastasio preparó y sirvió un breve refrigerio.

– ¿Está enferma Simonis? -preguntó Giuliano.

Anastasio sonrió con tristeza.

Ha decidido irse a vivir a otra parte. De vez en cuando viene durante el día.

No agregó nada más, y Giuliano percibió que se trataba de un tema doloroso.

Salieron al anochecer. Al principio cabalgaron el uno al lado del otro. Giuliano estaba emocionado y deseaba conocer la historia, temeroso de lo que pudiera descubrir, de que pudiera deteriorar la frágil coraza que se había construido para defenderse de la verdad. En lugar de recrearse en sus propios pensamientos, le habló a Anastasio del icono y le contó cómo se lo había quitado a Vicenze y lo había reemplazado por otra pintura. También le relató la escena que según le habían contado tuvo lugar delante del Papa y de todos los cardenales. Los dos rieron a carcajadas durante largo rato, hasta quedarse sin aliento.

Luego el camino se estrechó y se vieron obligados a avanzar el uno detrás del otro, de modo que resultó imposible seguir conversando.

Cuando por fin llegaron al monasterio estaban cansados y helados, pero apenas hubieron tomado una bebida caliente y se hubieron quitado la suciedad del viaje, Anastasio solicitó ver a Eudocia.

La encontraron pálida, respirando superficialmente y casi moribunda, pero la dicha que la inundó al ver a Giuliano y reconocerlo de inmediato logró transfigurarla.

– Cuánto te pareces a tu madre -susurró ella, tocándole la cara con una mano frágil y fría que Giuliano se apresuró a tomar entre las suyas. Luego le relató la historia tal como se la había contado a Anastasio. Giuliano no tuvo vergüenza de llorar por su madre, por haberse equivocado al juzgarla, ni por Eudocia.

Se quedó con ella durante casi toda la noche, y tan sólo salió de puntillas en dirección a su propio camastro al rayar el alba. Se levantó tarde y asistió a un servicio religioso con las monjas. Nunca iba a poder agradecerle aquello a su tía. Volvió a sentarse a su lado, la ayudó a comer y beber un poco, hablándole en todo momento de su vida y de sus viajes por mar, y de forma especial de su viaje a Jerusalén.

Le costó trabajo marcharse, pero a Eudocia se le iban escapando las fuerzas, y supo que lo más acertado era dejarla descansar. En su sonrisa había una paz, una serenidad que no había antes de su llegada.

Y en un plano más profundo, se repitió a sí mismo la verdad una y otra vez: su madre lo había amado. Todo lo que estaba roto en su interior empezaba a curarse. ¿Cómo iba a agradecérselo a Anastasio?

Emprendieron el regreso cabalgando nuevamente el uno detrás del otro, y Giuliano se alegró de tener una oportunidad para estar a solas con sus pensamientos. En un solo día, lo que antes era un sentimiento de vergüenza y abandono se había transformado en otro de amor, el más profundo que cabía imaginar. Su madre había sacrificado toda felicidad para que él sobreviviera y recibiera cariño.

Ahora su legado bizantino estaba lleno de amor, un amor profundo, carente de egoísmo y que era para toda la vida. ¿Qué niño podía haber sido más amado? Se alegró de que en aquel viaje a oscuras Anastasio no pudiera ver las lágrimas que le rodaban por la cara y de que, como a menudo se hacía necesario avanzar el uno detrás del otro dada la estrechez del camino, hubiera escasa» oportunidades para hablar.

CAPÍTULO 75

Ana estaba sentada junto a Irene Vatatzés en el dormitorio, una estancia elegante y poco femenina, decorada con colores sombríos y gran austeridad en las paredes. Era a la vez hermosa y solitaria. Ahora olía a rancio, a sudor y degradación. Hizo todo lo que estuvo en su mano para mitigar el dolor de Irene, simplemente estando con ella, un contacto, una palabra que aplacara un poco su miedo. No le mintió, no habría servido de nada. Sabía que esta vez Irene no iba a recuperarse. Día a día su fuerza se iba debilitando y sus momentos de lucidez eran cada vez más breves.

Ana deseó poder formularle algunas de las preguntas que aún quedaban sin contestar acerca de la conspiración urdida para derrocar a Miguel. Irene se agitaba en el lecho, girando a un lado y al otro, arrastrando consigo la sábana. Dejó escapar un gemido de dolor. Ana se inclinó sobre la enferma y estiró la sábana. A continuación introdujo un paño en el cuenco de agua fresca con hierbas y lo retorció. El perfume que contenía se extendió por el aire. Después lo depositó con suavidad sobre la frente de Irene, la cual se aquietó durante unos momentos.

A lo mejor lo único que importaba ahora eran las intenciones de Demetrio. Pero Irene era su paciente, y no podía exigirle semejante esfuerzo. Durante casi una hora permaneció inmóvil en la cama, como si se hubiera sumido en la paz última de la muerte. Pero de pronto lanzó una exclamación ahogada y empezó a darse vueltas y más vueltas.

– ¡Zoé! -exclamó Irene de improviso. Tenía los ojos cerrados, pero su rostro mostraba tal expresión de ferocidad que costaba creer que no estuviera consciente-. No tardarás en quedarte sola -susurró-. Estaremos todos muertos. ¿Qué vas a hacer entonces? Sin nadie a quien amar y nadie a quien odiar.