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– Gracias -dijo Demetrio al tomarlas-. Podéis marcharos. Quisiera estar a solas con mi madre.

Ana no pudo hacer otra cosa que obedecer.

CAPÍTULO 76

Zoé se enteró de la muerte de Irene sin sorpresa, ya que llevaba un tiempo enferma. Lo que sintió no fue exactamente pena, dado que habían sido a la vez amigas y enemigas. Lo que la preocupó fue que habían conjurado juntas contra Miguel, cuando ella estaba convencida de que Besarión podría haber usurpado el trono y encabezado un movimiento de resistencia contra la unión con Roma, y de que tal operación habría salvado tanto a Bizancio como a la Iglesia.

Pero ahora sabía que dicha conspiración jamás habría tenido éxito. Justiniano se dio cuenta e hizo lo que debería haber hecho ella misma. La actuación de Justiniano tenía la ventaja de que fue él quien pagó el precio, y no Zoé.

La idea que le daba vueltas en la cabeza mientras paseaba en el interior de su maravillosa habitación era que Anastasio, inquisitivo e imprevisible, era el que había atendido a Irene en sus últimos días. En ocasiones, cuando una persona está enferma y asustada y comprende que ya no va a poder continuar mucho tiempo manteniendo a raya a la muerte, revela secretos que jamás revelaría si tuviera que enfrentarse a las consecuencias.

Y luego estaba Helena. Desde la muerte de Irene, había cambiado. Siempre había sido arrogante, pero ahora mostraba una seguridad en sí misma que resultaba inquietante, como si ya no tuviera miedo de nada. ¿Pensaba que, ahora que Irene estaba muerta, Demetrio iba a casarse con ella? Aquello no tenía sentido; Demetrio tendría que respetar un adecuado período de luto. En cambio, al recordar la actitud de Helena, su comportamiento, desde luego no halló ningún indicio de que ahora tratase a Demetrio con más afecto, si acaso era más bien al contrarío. Daba la impresión de bastarte a sí misma. Era algo mucho más poderoso que la seguridad o que el estatus; algo, quizá, parecido a estar vislumbrando el trono.

¿Podría tener lugar otro intento de usurpación, que esta vez pudiera triunfar? La situación había cambiado, y Zoé no iba a tomar parte en ello… pero ¿podría informar a Miguel? Ni hablar. Su participación en la última conjura había sido demasiado íntima.

Si Helena intentara algo y fracasara sería el fin de Zoé.

Miguel constituía su única esperanza. Su derrocamiento provocaría el caos en el imperio y en ella personalmente, un equilibrio totalmente nuevo en las relaciones. Y lo peor de todo era que Helena llevaría a la práctica la venganza que tanto tiempo llevaba deseando.

Al final, la supervivencia lo era todo. Bizancio no debía ser violada de nuevo. Cualquiera que fuera el precio que hubiera que pagar para impedirlo, siempre sería demasiado pequeño.

CAPÍTULO 77

El hombre que trajo el mensaje del Papa venía obviamente cansado y con un gesto de profundo descontento. La cortesía exigía que Palombara le ofreciera algún refrigerio, pero en cuanto el criado se fue a prepararlo, le rogó que lo informara al punto.

Dios sabe que hemos intentado formar una unión, pero hemos fracasado -dijo el emisario con expresión afligida-. El rey de las Dos Sicilias está haciendo mayor acopio de barcos y de aliados a cada semana que pasa, y ya no podemos continuar fingiendo que la Iglesia ortodoxa está de nuestro lado en espíritu y en intención. Resulta demasiado evidente que el hecho de que hayan aceptado nuestro gesto de amistad es una farsa, un acto de oportunismo para proteger su integridad física, nada más.

Palombara pensaba en la terrible inevitabilidad de lo que estaba por llegar. Sin embargo, había abrigado la esperanza de que de algún modo se impusiera el deseo ferviente de sobrevivir.

– Si deseáis regresar a Roma, mi señor, el Santo Padre os concede permiso para ello. -El emisario bajó la voz-. El Santo Padre ha reconocido que ya no tiene ningún control sobre los actos del rey. Habrá otra cruzada, puede que ya en 1281, y movilizará el ejército más grande que se haya visto nunca. Pero si deseáis quedaros en Constantinopla, al menos de momento, puede que aquí haya algunas obras cristianas que llevar a cabo. -Hizo la señal de la cruz, al estilo romano, como era natural.

Cuando el emisario se hubo marchado, Palombara se quedó a solas en la grandiosa estancia, contemplando cómo el sol vespertino descendía sobre los barcos y las gabarras que transportaban pasajeros, y sobre el distante ajetreo del puerto. Roma opinaba que la tolerancia de Constantinopla en las ideas era laxitud moral, que su paciencia ante las ideas más ridículas o abstrusas, en vez de suprimirlas, era una debilidad. Roma no veía que la obediencia ciega al final terminaba por asfixiar el intelecto.

Palombara no quería volver a Roma a trabajar en algún puesto revolviendo papeles, entregando recados, jugando a hacer política de despachos. Se volvió hacia la ventana y sintió el sol en la cara. Cerró los ojos y dejó que aquel resplandor tibio le bañara los párpados.

Poco a poco iban cerniéndose las tinieblas, pero él no estaba dispuesto a claudicar. Si Carlos de Anjou desembarcara en aquel puerto, a lo mejor Palombara podía salvar algo del naufragio. Decididamente, no podía marcharse sin más.

Encontró en su cabeza las palabras con toda claridad.

– Señor, te suplico que no permitas que todo esto sea destruido. Te ruego que no nos permitas que les causemos ese daño… ni que nos lo causemos a nosotros mismos.

Durante unos instantes no dijo nada más.

– Amén -finalizó.

CAPÍTULO 78

Giuliano Dandolo regresó a Venecia con un barco repleto de oro procedente de toda Europa. En Inglaterra, España, Francia y el Sacro Imperio Romano la gente estaba preparándose para una grandiosa cruzada. Ya se había construido parte de los barcos. Los astilleros trabajaban día y noche. Carlos de Anjou había pagado su parte del contrato y recibiría lo que había solicitado.

Y, sin embargo, Giuliano, de pie en el balcón contemplando el esplendor del sol poniente sobre el Adriático, no se sentía feliz.

El dux le había dicho que Venecia había anulado el tratado que había firmado con Bizancio. Sólo había durado dos años. Él no tenía nada que ver al respecto, ni con su creación ni con su destrucción, pero se sentía profundamente avergonzado por la traición que entrañaba.

Contempló la luz reflejada en el agua y se fijó en cómo iba cambiando. Su transparencia y el movimiento de las sombras eran tan sutiles que un tono se confundía con otro. Era igual que el Bósforo.

¿Qué le sucedería a Constantinopla cuando llegaran los cruzados?

Todo aquello de combatir por la fe era absurdo. Cuán lejos estaban de las enseñanzas de Cristo aquellas rencillas por decretar quién tenía poder o derecho a lo que fuera. Se acordó de las conversaciones que había tenido con Anastasio durante las travesías por mar y en aquel sitio desolado que podía ser o no el Gólgota.

Pensar en Anastasio mitigó el dolor que le oprimía el pecho. ¿Cómo lo tratarían los cruzados? ¿Cómo se protegería? Aquella idea era demasiado horrible. Lo que importaba era la ciudad entera y las tierras que la circundaban, pero al final, como quizá le sucedía a todo el mundo, todo se reducía a las personas que uno conocía, a sus caras y sus voces, la gente con la que uno compartía el pan y en quien confiaba.

CAPÍTULO 79

Ana había sido llamada una vez más a la casa de Juana Estrabomytés, aun cuando los criados no sabían si quedaba dinero para pagarle. Pero no importaba; la decisión de acudir no estaba basada en la posibilidad de cobrar, sino en la intención de no prolongar el sufrimiento de la enferma y aliviarle el dolor de la agonía.

Juana estaba consumida por la enfermedad, razón por la que daba la impresión de tener más años de los que tenía en realidad, cuarenta y tantos, y ya le quedaba muy poco tiempo de vida. El calmante que le había administrado Ana le había proporcionado más o menos una hora de tranquilidad, y ya no sufría un dolor físico innecesario ni el tormento mental que la acosaba. Había dicho poca cosa al respecto. La herida era tan honda que la había privado del habla, a excepción de la pregunta que repetía una y otra vez: «¿Su marido no podría haber esperado?» Leónico había dejado a Juana cuando ésta agonizaba, porque estaba enamorado de Teodosia, cuyo esposo a su vez la había abandonado cruelmente. Leónico no quiso esperar a ser libre, deseaba gozar de su felicidad de inmediato, aquella semana, aquel mes. También era posible que Teodosia lo hubiera querido así, y él no había tenido valor ni nobleza para negarse.