Por una vez reinaba el silencio en aquella estancia caldeada y tranquila. Ana se encontraba a los pies de la cama, cerciorándose de que Juana estuviera dormida realmente. Acto seguido dio media vuelta y se apartó de la cama. Salió brevemente al patio, un lugar en el que, a pesar del calor del verano, por lo menos podía escapar del olor de las hierbas medicinales y las funciones corporales de la moribunda.
Teodosia había sido durante toda su vida una mujer muy religiosa. Ana se la imaginó rezando, arrodillada frente a Constantino con devota gratitud por el sacramento del arrepentimiento y la absolución. Teodosia conocía bien la amargura y el dolor de ser rechazada. ¿Cómo podía, precisamente ella, hacerle aquello a otra mujer? ¿Qué bondad había en tener a un hombre a semejante precio?
¿Habría deseado ella tener a Giuliano de aquella forma?
Teodosia gozaba de buena salud cuando su marido la abandonó, y dicho abandono le causó un dolor insufrible, incluso la llevó al borde del suicidio. Ana todavía sentía lástima al rememorarlo. Juana estaba enferma y agonizando. ¿De verdad Teodosia deseaba aquello? ¿Sufría Juana una especie de autoengaño, una desesperanza que formaba parte de su dolencia? ¿Sería que la conclusión de Ana era precipitada, basada en un conocimiento parcial de la situación y por lo tanto completamente injusta?
Durante uno de los ratos en que Juana se encontró mejor, Ana impartió instrucciones precisas a los criados. Luego, después de regresar a su propia casa para recoger más hierbas, fue a ver a Teodosia.
– Lo lamento, pero la señora Teodosia no puede recibiros -le dijo el sirviente momentos más tarde.
Ana insistió en la urgencia y la importancia del motivo que la había llevado hasta allí. El sirviente fue nuevamente a transmitir el recado. La segunda vez fue Leónico el que acudió personalmente a la entrada. En su mirada había tristeza, y también una cierta irritación al dirigirse a Ana.
– Lo siento mucho, pero Teodosia no desea hablar con vos -dijo-. No precisa de vuestros servicios, y en realidad no hay nada más que añadir. Os agradezco que hayáis venido, pero os ruego que no volváis más.
Dio media vuelta y se alejó dejando que el criado se ocupara de cerrarle la puerta a Ana en las narices.
Ana regresó con la esposa de Leónico, a continuar cuidándola y tratar de aliviarle el dolor del cuerpo y del alma lo mejor que pudiera. Mezcló hierbas, se sentó a su lado cuando le costaba conciliar el sueño, le habló de todo lo que se le ocurrió que fuera gracioso o amable o que ofreciera alguna belleza.
Y le sostuvo la mano cuando ella perdió la conciencia y finalmente la vida.
Cuando llegó septiembre, gran parte de la indignación por las exigencias de Roma a la Iglesia fue barrida por la angustia que produjo la noticia de que en Occidente estaba organizándose un gran ejército.
Ana se encontraba en el palacio Blanquerna. Acababa de atender a varios eunucos que sufrían males de escasa importancia, cuando le mandaron recado de que acudiera a las habitaciones de Nicéforo. Lo halló inusualmente serio y con el semblante contraído por la ansiedad.
– Acabo de recibir una noticia del obispo Palombara -dijo Nicéforo-. Ha muerto el Papa.
– ¿Otra vez? Quiero decir… ¿otro Papa? -A Ana le costaba trabajo creerlo. No habían transcurrido ni tres años-. ¿De modo que no tenemos en Roma ningún jefe con quien discutir, aunque quisiéramos?
– Es mucho peor que eso -se apresuró a replicar Nicéforo, que ya no intentaba disimular el miedo-. El Papa Nicolás exigió a Carlos de Anjou el juramento de que no iba a atacar Bizancio. Pero ahora que ha muerto, Carlos queda eximido del mismo. Por lo visto, los juramentos no se transmiten de un Papa a otro. -Por un instante brilló en sus ojos una chispa de sarcasmo, pero desapareció enseguida.
Ana estaba estupefacta.
– ¿Y qué dice el emperador? -Ella misma notó cómo le temblaba la voz.
– Ahora voy a decírselo. -Nicéforo aspiró profundamente y exhaló el aire en un suspiro-. Le va a resultar muy duro. Me gustaría que me acompañarais… por si acaso… se pusiera enfermo.
Respondió solamente con un gesto de cabeza, y cuando él dio media vuelta para dirigirse a los aposentos del emperador lo siguió con una fuerte sensación de mal presagio.
Cuando entraron en la sala, Miguel estaba sentado a la mesa, escribiendo. El intenso sol se derramaba sobre el sillón, los papeles esparcidos por la mesa y las diversas plumas. Era una luminosidad cruel que hacía evidente el cansancio que revelaban sus facciones. El tono gris no sólo aparecía en el cabello, sino también en la barba, pero más que eso, el emperador lucía unas marcadas ojeras y su piel tenía la textura del papel viejo. Hasta la actitud férrea que lo había conducido a sus victorias militares estaba volviéndose desvaída. Tal vez más fuerte que la victoria con las armas era la de la mente sobre el carácter díscolo de su pueblo, las incesantes amenazas que se cernían sobre su poder, su vida y su familia, las disputas por todas las cuestiones de debate que cabía imaginar en relación con la unión con Roma. Y cada año surgía por lo menos una cuestión respecto de si tal o cual persona tenía más derecho al trono que él. Nunca se veía libre de la amenaza de un usurpador.
– ¿Sí? -preguntó al tiempo que levantaba la vista hacia Nicéforo. Por la expresión del eunuco dedujo que traía malas noticias, y su semblante se puso tenso. Fue un cambio tan leve que Ana apenas pudo percibirlo.
Nicéforo explicó en pocas palabras que el Papa Nicolás III había muerto. No hubo necesidad de agregar que ya no había nada que impidiera a Carlos de Anjou saquear Constantinopla a su antojo, y con el tiempo conquistar lo que quedara del Imperio bizantino.
Miguel permaneció totalmente inmóvil en su sillón, asimilando el impacto. Ana advirtió su agotamiento, su lucha para no derrumbarse. Había protegido a su pueblo en Constantinopla durante dieciocho largos y difíciles años, y ahora veía Ana con nitidez el coste personal que aquello le había supuesto. Temió por él y por todo lo que él representaba.
¿Era de sorprender que se sintiera derrotado, incluso por el destino, ahora que había muerto otro Papa más? Ana también percibió cómo iba acrecentándose la sensación de pánico. Temió un futuro en el que no estuviera Miguel.
Constantino estaba otra vez enfermo, y mandó llamar a Ana. Ésta cogió las hierbas que consideró que iba a necesitar y acompañó al criado por entre el bullicio de la calle hasta las escaleras que conducían a la casa del obispo, cada vez más hermosa. Siempre que entraba allí descubría un adorno nuevo o una mejora, invariablemente obsequio de algún fiel agradecido que, según aseguraba Constantino, no había podido rechazar.
Lo encontró tendido en su cama, con el semblante pálido. A juzgar por la postura de su corpachón, se notaba que había algo que lo incomodaba. Ana calculó que probablemente la causa era en gran medida la ansiedad, un estómago demasiado contraído por las emociones para digerir bien.
– Tengo que estar repuesto dentro de dos semanas -le dijo el obispo con cierta preocupación, los ojos entrecerrados y los labios apretados.