– Haré todo lo que pueda -prometió Ana-. Vuestra salud mejoraría considerablemente si descansarais más.
– ¡Descansar! -Constantino dio un respingo como si ella le hubiera hecho daño-. Todas las horas del día son preciosas. ¿Acaso no sabéis el peligro que corremos?
– Sí lo sé -le aseguró ella-. Pero vuestra salud sigue exigiendo que descanséis. ¿Qué va a ocurrir dentro de dos semanas?
Constantino sonrió.
– Que voy a oficiar la ceremonia de los esponsales entre Leónico Estrabomytés y Teodosia. Será en Santa Sofía, una ocasión verdaderamente espléndida. Un ejemplo para el pueblo de la bendición y la misericordia de Dios. Insuflará nuevos ánimos en todos y les inspirará una devoción renovada.
Ana supuso que habría entendido mal.
– ¿Teodosia Skleros?
Constantino la miró fijamente.
– Deberíais alegraros por su suerte. ¿Es que la bondad de vuestro corazón no alcanza hasta ella, Anastasio? Le he regalado a Teodosia un icono muy especial de la Santísima Virgen, como símbolo de su absolución.
Ana estaba atónita.
– Teodosia y Leónico han cometido un pecado, y a sabiendas y pudiendo elegir. ¡No se han arrepentido lo más mínimo! Tomaron deliberadamente lo que no les pertenecía y se lo quedaron para sí. -Ana hablaba con aspereza, sacando de su interior toda la soledad y el sentimiento de culpa con que ella misma había cargado a lo largo de los años, consciente de que el fallo aún estaba en ella-. Representa una burla para los que se arrepienten de verdad y han pagado su pecado amargamente y durante mucho tiempo.
– Yo no le he reclamado ningún pago a Teodosia, salvo humildad y obediencia a la Iglesia-replicó Constantino-. Vos también habéis pecado, Anastasio. No os conviene criticar cuando vos mismo jamás os habéis confesado ni arrepentido. No sé cuáles serán vuestros pecados, pero son graves y profundos. Lo sé porque os lo veo en los ojos. Sé que ansiáis confesaros y obtener la absolución, pero vuestro orgullo os tiene prisionero y os aferráis a él en vez de confiaros a la Iglesia.
Ana no dijo nada. Se había quedado casi sin aliento ante la precisión del golpe que le habían asestado, un golpe que la hirió en lo más hondo y le produjo una oleada de dolor.
El obispo se irguió, con una mano apoyada en su muñeca y acercando el rostro al de ella.
– Estáis en pecado, Anastasio. Acudid a mí y confesaos, en humildad, y yo os concederé el perdón.
Ana estaba petrificada, como si Constantino la hubiera agredido en lo más íntimo. Lo único que pudo hacer fue retirar los dedos del obispo y enderezar los frascos que había sobre la mesa para a continuación darse la vuelta y salir de aquella casa, y echar a andar, mareada, hundida y profundamente confusa. Jamás en toda su vida había experimentado una soledad tan absoluta.
CAPÍTULO 80
Corría el otoño de 1280 y había transcurrido un mes desde la boda cuando Ana volvió a ver a Teodosia. Se cruzaron en la calle sin decirse nada, y Ana experimentó una extraña sensación de rechazo, a pesar de ser muy consciente de que era una necedad por su parte. Nunca habían sido amigas, tan sólo habían compartido una experiencia muy dolorosa de la vida de Teodosia. Era fácil entender por qué una persona prefería evitar a quien la había visto en su momento de mayor vulnerabilidad.
Ana permaneció de pie en la calle, con el viento azotándole la cara. Quizá Constantino estuviera en lo cierto. ¿El hecho de no haber perdonado a Teodosia se debía a que no era capaz de perdonarse a sí misma, por Eustacio y por el hijo que no quiso tener porque iba a ser de él? La equivocada era ella, no Teodosia. Debería ir a verla y pedirle perdón; sería mortificante, un trago difícil, pero era lo mínimo que se requería para enderezar la situación.
Reanudó su camino, con urgencia, incluso ascendiendo por la fuerte pendiente, empujada por la necesidad de obtener el perdón antes de que perdiera el valor.
Teodosia la recibió con renuencia y sin apartar la mirada de la ventana. Ana apenas reparó en que la estancia estaba más ornamentada que antes, que el mármol del suelo era nuevo, que los pies dorados que sostenían las antorchas ahora eran más grandes.
– Os agradezco esta visita -dijo en tono cortés-, pero me parece que la vez anterior os dije que no precisaba de vuestros servicios. -Volvió la cabeza para mirar momentáneamente a Ana, y en sus ojos apareció una curiosa expresión, totalmente en blanco.
– Vengo a pediros perdón -dijo Ana-. Supuse que no podíais haber recibido la absolución por haberle quitado el marido a Juana cuando estaba agonizante. Fue una arrogancia por mi parte, hasta rayar en el absurdo. No es asunto de mi incumbencia, y no tengo ningún derecho a pensarlo siquiera.
Teodosia se encogió ligeramente de hombros.
– No os apuréis -contestó-. Sí, es una arrogancia, pero acepto vuestras excusas. Ya tengo la absolución de la Iglesia, y eso es lo que cuenta verdaderamente. -Se volvió a medias.
– Vuestro rostro y vuestros ojos dicen que no cuenta en absoluto, porque no creéis en ello -la contradijo Ana.
– No es cuestión de creer, es un hecho. Así lo ha dicho el obispo Constantino -replicó Teodosia en tono áspero-. Y, como vos decís, no es un asunto de vuestra incumbencia.
– ¿Cuál, la absolución de la Iglesia o la de Dios? -Ana se negó a que la despidieran.
Teodosia parpadeó.
– No estoy segura de creer en Dios, ni tampoco en la resurrección y la eternidad en el sentido en que creéis los cristianos. Por supuesto que no concibo que el tiempo pueda tener un final, nadie puede concebirlo. El tiempo continuará, ¿qué otra cosa puede hacer si no? Es una especie de desierto interminable que se extiende sin objetivo alguno hasta perderse en la oscuridad.
– Vos no creéis en el paraíso -replicó Ana-, pero está claro que lo que acabáis de describir es el infierno. O un tipo de infierno, si no el peor de todos.
La voz de Teodosia sonó teñida de sarcasmo:
– ¿Es que hay algo peor?
– Lo peor sería haber tenido el paraíso en las manos y haber permitido que se escapase; haber sabido lo que era y luego perderlo -respondió Ana.
– ¿Y el Dios en el que creéis vos sería capaz de hacerle eso a una persona? -la desafió Teodosia-. Es una crueldad inhumana.
– Esas cosas no las hace Dios -contestó Ana sin vacilar.
– ¿Estáis diciendo que me lo he hecho yo misma? -preguntó Teodosia con dolor.
Ana abrió la boca para negarlo, pero al punto se dio cuenta de que era una falta de sinceridad.
– No tengo ni idea -dijo en cambio-. ¿Teníais en vuestra mano el cielo, o sólo algo que era agradable, y por lo menos la creencia de gozar de felicidad en un futuro alcanzable?
Teodosia se la quedó mirando con una mezcla de rabia, confusión y pena.
Ana sintió una punzada de compasión tan intensa que le robó el aliento.
– Hay una forma de volver -dijo impulsivamente, aunque al instante se dio cuenta de que era un error.
– ¿Volver a qué? -preguntó Teodosia con sorpresa, como si hubiera dado un paso y hubiera descubierto que le faltaba el suelo bajo los pies.
Esta vez fue Ana la que dio media vuelta. Fue sola hasta la puerta y salió a la calle. Echó a andar por el empedrado despacio, subiendo y bajando escaleras.
El castigo sirve para el sentido de orden que tiene la sociedad, necesario para la supervivencia. Teodosia estaba ejecutando su propio castigo y era un castigo mucho más duro del que le habría enviado Dios, porque era destructivo. El castigo de Dios debería tener como finalidad sanar al pecador, liberarlo del pecado, para que pudiera seguir avanzando sin él. Constantino, al negar el pecado de Teodosia, había herido a ésta al mentir, y ella se había herido a sí misma porque no se engañaba.
Ana dobló la esquina y sintió el frío del viento en la cara.
No podía dejar aquella cuestión tal cual. Fue a ver a Constantino y lo halló ocupado en atender a suplicantes de un tipo u otro.