– ¿Qué puedo hacer por vos, Anastasio? -preguntó el obispo con prudencia. Se encontraban en la sala de color ocre que daba al patio.
No tenía objeto intentar proceder con tacto.
– Vengo de visitar a Teodosia -respondió Ana-. Ha perdido la fortaleza y el consuelo de su fe.
– Tonterías -replicó el obispo con brusquedad-. Asiste a misa todos los domingos.
– No he dicho que se haya apartado de la Iglesia -dijo Ana con paciencia-. Sino que ya no tiene esa luz interior de esperanza, esa confianza que nos permite seguir adelante aun cuando no podemos ver el camino y sin embargo sentimos el amor de Dios… en las tinieblas.
Captó un destello de asombro en los ojos de Constantino, como si éste hubiera atisbado brevemente algo que antes sólo había adivinado apenas.
Ana continuó, sintiendo una oleada de fe dentro de sí misma. -No cree en un Dios que pasa por alto su pecado sin sanarlo, como si ella y lo que ha hecho carecieran de importancia. Si pudiera hacer alguna penitencia seria, un sacrificio o algo importante para ella, quizá volvería a creer de nuevo.
Constantino la miró con una mezcla de hostilidad y asombro.
– ¿En qué estáis pensando? -dijo con frialdad.
– En que podría apartarse de Leónico durante una temporada, digamos un par de años. Lo que hizo mal fue estar con él mientras Juana estaba agonizando. Podría dedicar el tiempo a cuidar de enfermos, tal como hacía Juana, y después de eso volvería curada, capacitada para recuperar y atesorar aquello que pagó, aunque con dolor. Entonces podría aceptar el perdón, porque había sido sincera.
Constantino elevó las cejas.
– ¿Estáis diciendo que no ha aceptado la absolución divina? -dijo con incredulidad.
– Os lo ruego, al menos ofreced a Teodosia la oportunidad de recuperar la fe -pidió Ana-. ¿Qué somos sin ella cualquiera de nosotros? Por todas partes se ciernen las sombras, ahí fuera acechan los ejércitos, dentro de nuestro propio interior anidan el egoísmo, el miedo y la duda. Si no tenemos siquiera el mínimo convencimiento de que Dios es absolutamente bueno, un amor espiritual puro, ¿qué esperanza nos queda?
Constantino parpadeó y la miró fijamente.
– Iré a verla -concedió-. Pero no va a estar de acuerdo.
CAPÍTULO 81
Cuando dio la absolución a Teodosia, Constantino estaba seguro de ser el instrumento de su salvación y de que ella iba a estarle eternamente agradecida.
Pero ahora sentía por dentro una molesta comezón que le decía que Anastasio no se equivocaba. Recordó la desesperación y la humillación de Teodosia después de que su esposo la abandonara. Ella se había sentido agradecida por su apoyo, por sus palabras tranquilizadoras, por la constante promesa de que contaba con la inspiración y la bendición de Dios.
En comparación, en los últimos tiempos, cuando se veían Teodosia se mostraba cortés, pero sus ojos eran inexpresivos.
Cuando Teodosia lo recibió, sintió que se le encogía el estómago de aprensión.
– Obispo Constantino -dijo en tono de cortesía acudiendo a su encuentro-. ¿Cómo estáis? -Ella estaba magnífica, ataviada con una túnica bordada de un verde esmeralda y una dalmática con incrustaciones de oro, además de los adornos de oro que lucía en el pelo. Aquella tonalidad intensa hacía destacar el color de su piel.
– Muy bien -repuso él-, teniendo en cuenta los peligrosos tiempos en que vivimos.
– En efecto -convino ella al tiempo que desviaba la mirada, como si prestara atención a algún peligro que acechase al otro lado de las maravillosas pinturas que decoraban la estancia-. ¿Permitís que os ofrezca algún refrigerio? ¿Unas almendras o unos dátiles, tal vez?
– Os lo agradezco -aceptó el obispo. El hecho de tener comida delante facilitaría las cosas; sería una grave descortesía por parte de Teodosia que lo despidiera mientras comía-. En estos últimos meses no he tenido tiempo de hablar con vos. Parecéis turbada. ¿Hay algo en lo que yo pueda ayudaros?
– Estoy bien, os lo puedo asegurar -dijo.
Constantino había pensado mucho en cómo sacar a colación con delicadeza el tema de la penitencia.
– Últimamente no venís a confesaros, Teodosia. Sois una mujer buena, lo sois desde que yo os conozco, pero en ocasiones todos desfallecemos, aunque sólo sea por no confiar del todo en Dios y en su Iglesia. Eso es pecado, ya lo sabéis… un pecado que es muy difícil no cometer. Todos tenemos dudas, ansiedad, miedo a lo desconocido.
– ¿Y qué esperáis que confiese? -inquirió Teodosia.
Constantino captó la amargura que había en su voz. Anastasio había acertado. Recorrió la habitación con la mirada y preguntó:
– ¿Dónde está el icono? -Sin duda Teodosia sabía a cuál se refería; sólo había un icono que hubiera circulado entre ellos, el que le obsequió él para rubricar su absolución y su retorno a la Iglesia.
– En mis aposentos privados -respondió Teodosia.
– ¿Contribuye a aumentar vuestra fe el hecho de contemplar a la Virgen y recordar la sublime confianza que tenía ella en la voluntad de Dios? -preguntó Constantino-. «Hágase en mí según tu palabra» -dijo a continuación, citando la respuesta que dio María al arcángel san Gabriel cuando éste le anunció que iba a ser la Madre de Cristo.
Entre ellos se hizo un silencio incómodo.
– La confesión y la penitencia pueden sanar todos los pecados mortales -dijo ahora con voz serena-. Así es la expiación llevada a cabo por Cristo.
Teodosia se volvió.
– Creed lo que os apetezca, obispo, si eso os reconforta. Yo ya no tengo esa certeza. Puede que algún día la recupere, pero no hay nada que podáis hacer por mí.
Constantino sintió fastidio. Teodosia no tenía derecho a hablarle así, como si aquel sacramento de la Iglesia no tuviera ningún valor.
– Si aceptarais una penitencia -dijo en tono firme-, como separaros de Leónico durante un período de tiempo y consagraros a cuidar de los enfermos, entonces…
– No necesito ninguna penitencia, obispo -lo interrumpió ella-. Vos ya me habéis absuelto de todo error que pueda haber cometido. Si mi fe es menor de lo que debería ser, asumiré esa pérdida. Ahora os ruego que os marchéis, antes de que regrese Leónico. No quiero que piense que he estado confiándome a vos.
– ¿De verdad necesitáis el amor humano tanto como para estar dispuesta a perder el amor divino sin conservar siquiera la semblanza del mismo? -le preguntó con terrible conmiseración.
– A un ser humano sí puedo amarlo, obispo -replicó Teodosia con vehemencia-, en cambio no puedo amar un principio que los hombres abrazan cuando les conviene. Lo que predicáis vos es un conjunto de mitos y ordenanzas, normas que varían según vuestra conveniencia. Leónico es un ser humano, puede que no perfecto, como vos decís, ni siquiera leal, pero auténtico. Habla conmigo, me responde, me sonríe, incluso en ocasiones me necesita.
Constantino acató lo inevitable.
– Algún día cambiaréis de opinión, Teodosia. La Iglesia seguirá estando en el mismo sitio, dispuesta a perdonar.
– Os ruego que os marchéis -insistió Teodosia con voz queda-. Vos no amáis a Dios más que yo. Vos amáis vuestro cargo, vuestros ropajes, vuestra autoridad, el no tener que pensar por vos mismo ni enfrentaros al hecho de que estáis solo y no significáis nada… como todos nosotros.
Constantino la miró fijamente, estremeciéndose en su desesperación, como si lo estuviera inundando un agua helada que poco a poco le subiera por los pies, las rodillas y los muslos, hasta alcanzar el lugar en que deberían encontrarse sus órganos mutilados. ¿Era verdad aquello, era la Iglesia lo que amaba, no a Dios? ¿Ansiaba el orden, la autoridad, la fantasía de tener poder, y no el apasionado, exquisito e imperecedero amor a Dios?
Se negó a pensar en ello y lo expulsó de su mente. Acto seguido, giró sobre sus talones y se dirigió a grandes zancadas hacia la salida.