Giuliano miró a un hombre y después a otro, y en el rostro del dux vio una satisfacción carente de todo disimulo.
– Gracias -dijo el dux en tono sincero-. Has llevado a cabo de manera excelente la misión de traerme esta noticia, y con tanta rapidez. Venecia está agradecida contigo. Mi chambelán te entregará una bolsa de oro para que lo celebres como es debido. Después ve a lavarte, a comer y beber, y brinda por nuestra prosperidad.
El soldado le dio muy sentidamente las gracias y se fue, todavía sonriendo.
– Esto es espléndido -dijo el dux en cuanto tuvo la certeza de que se habían quedado solos-. Después de esto, no habrá ninguna cruzada que dentro de un futuro previsible pueda dirigirse a Oriente viajando por tierra. No tendrá más remedio que ir por mar, lo cual significa que tendrá que utilizar barcos venecianos. -Soltó una carcajada-. Tengo un vino tinto excelente. Vamos a brindar por el futuro.
Pero al día siguiente Giuliano se despertó con un pesar tan hondo que ahogó toda la alegría por la victoria que había sentido la noche anterior. Con la clara luz del día se impuso la realidad. Carlos de Anjou codiciaba Constantinopla, ansiaba conquistarla. Giuliano lo había visto en sus ojos, en su puño cerrado con fuerza, como si pudiera aferraría y tenerla atenazada para siempre. Quería tomarla por la violencia y aplastarla de forma incondicional.
Él conocía la brutal forma de gobernar de Carlos, la había visto en Sicilia, donde casi había llevado a su propio pueblo a la miseria a fuerza de impuestos. ¿Qué no sería capaz de hacer con una nación conquistada, como iba a ser Bizancio? La aplastaría, la quemaría y asesinaría a sus habitantes.
Pensar de aquel modo era ser desleal a todo lo que lo había alimentado y nutrido a él, así como a la promesa que había hecho a Tiépolo en su lecho de muerte; sin embargo, no podía traicionarse a sí mismo.
A lo mejor llevaba largo tiempo esperando a tomar aquella decisión y sólo necesitaba estar allí, en Venecia, y contemplar aquellos amplios astilleros funcionando día y noche, para ver la realidad de frente. Ya no podía pertenecer a un lugar dado, con la cómoda amistad que ofrecía, y permitir que le siguiera torturando la conciencia. Debía escoger una moralidad, un pueblo y una fe que fueran queridos para él y que guardaran dentro de sí verdades más importantes que la comodidad o la aceptación.
Tal vez no volviera a servir nunca a aquel dux ni a ningún otro. Aquella revelación le sobrevino acompañada de una soledad profundamente dolorosa y una libertad súbita, resplandeciente. Debía hacer todo lo que estuviera en su mano para impedir la invasión. Carlos de Anjou tenía amigos en Roma, pero también debía tener enemigos en otra parte. Y Sicilia era el lugar en que buscarlos.
Regresó a Sicilia y nuevamente se alojó con Giuseppe y María, como en la ocasión anterior.
– ¡Ah, Giuliano! -exclamó María con alegría y el rostro radiante, acudiendo a su encuentro en la habitación principal, con sus sillas desvencijadas y su suelo desgastado. Le echó los brazos al cuello y lo estrechó con fuerza, y al instante se ruborizó al darse cuenta de que estaba dando un espectáculo.
– ¿Has venido para quedarte una temporada? -le preguntó María-. Tienes que cenar con nosotros y contarnos todo. ¿Te has casado ya? ¿Cómo se llama tu esposa? ¿Cómo es? ¿Por qué no la has traído contigo?
– No. -Giuliano estaba acostumbrado a sus preguntas, y se zafó de ellas encogiéndose de hombros, sin ofenderla-. He venido aquí porque no conozco a nadie que guise como tú ni que me haga reír tanto.
Ella desechó aquel comentario con un gesto de la mano, pero se sonrojó de placer.
– He estado en lugares de todo tipo -dijo, yendo tras ella en dirección a la atestada y caótica cocina, en la que había verduras y hogazas de pan amontonadas, aceitunas en jarras de arcilla, limones, cebollas doradas o de color vino y fruta de aspecto muy lozano.
– Siéntate -le ordenó María-. Ponte ahí, donde no me estorbes. Bien, háblame de todos esos lugares. ¿Dónde has estado que pueda ser mejor que esto?
– En Jerusalén -dijo Giuliano con una sonrisa.
María dejó las manos suspendidas en el aire y se volvió para mirarlo con seriedad.
– No serás capaz de mentirme, ¿verdad, Giuliano? Sería una maldad.
– Desde luego que no -repuso él con gran indignación-. ¿Quieres que te lo cuente?
– Si no me lo cuentas, no pienso darte de comer. Y más te vale que todo lo que digas sea verdad.
Giuliano le contó muchas cosas, y al hacerlo el calor de la amistad se llevó las tristezas que le atormentaban el cuerpo y al menos una parte de las del alma.
Y cuando María se fue a recoger y los niños estuvieron acostados, salió de la casa con Giuseppe para contemplar el puerto que se divisaba a lo lejos y pasear apaciblemente hasta la muralla para ver cómo el mar lamía las piedras.
– ¿Cómo van las cosas en realidad? -quiso saber Giuliano-. La gente se queja, pero eso es lo que hace siempre. ¿Ha empeorado la situación?
Giuseppe se encogió de hombros.
– El pueblo está furioso y tiene miedo. Se avecinan problemas. El rey está planificando otra cruzada, y como siempre nosotros vamos a pagarle los barcos, los caballos y la impedimenta. A quien iban a pagar era a Venecia, por descontado, pero Giuseppe no lo dijo. Quedó como una herida tácita entre ambos.
– El rey tiene amigos -dijo Giuliano con expresión grave-. El Papa está a su servicio. Y por supuesto su sobrino es rey de Francia. ¿Tiene algún enemigo?
Giuseppe lo miró fijamente bajo aquella tenue luz.
– Pedro de Aragón, según dicen.
– ¿Es un enemigo auténtico, o simplemente los separan diferencias de poca monta?
– Un enemigo auténtico, por lo que tengo entendido. Y también Juan de Prosida, por si interesa.
Giuliano no recordaba haber oído nunca aquellos nombres. El de Pedro de Aragón estaba muy claro, pero no conocía a aquel Juan de Procida.
Repitió el nombre a modo de pregunta.
– Es de Portugal -respondió Giuseppe con un verdadero nerviosismo que en la oscuridad prestó un tono más agudo a su voz-.
¿Qué te propones hacer? Ve con cuidado, amigo mío. El rey tiene oídos en todas partes.
Giuliano sonrió y no contestó. Para Giuseppe era mejor no saber nada.
Un hombre llamado Scalini hizo unas cuantas consultas y le consiguió a Giuliano un pasaje para la costa de Aragón. Le fue muy difícil ser un marinero ordinario, pero es que era el único puesto que tenían libre para él. Quizás aquello fuera más sensato que llamar la atención buscando un puesto de mando. Además, decidió emplear el apellido de su madre, Agallón. Se sorprendió al descubrir el placer que sintió al utilizarlo, aun cuando en ocasiones se le olvidaba y tardaba en responder.
En Aragón escuchó más que habló. Luego, a medida que fue percibiendo una inquietud cada vez mayor por la creciente influencia de Francia en un Papa abiertamente francés y por la cruzada prevista, que iba a ser dirigida por un príncipe de Francia, empezó a sumarse a las conversaciones.
– Esto no es nada bueno para el comercio -dijo al tiempo que sacudía la cabeza negativamente, con ademán juicioso.
– ¿Vos creéis? -le preguntó un hombre.
– ¡Desde luego! -exclamó-. ¡No hay más que fijarse en Sicilia! Ahogada por los impuestos hasta el extremo de no tener casi ni para comer. Franceses por todas partes, en los cargos más importantes, en todos los castillos, en las mejores tierras. Hay franceses en las iglesias, y se casan con las sicilianas. ¿Creéis acaso que nos darán la oportunidad de comerciar en condiciones de igual a igual cuando sean dueños de todo el Mediterráneo, desde Egipto hasta Venecia, Sicilia y toda la costa de Francia? ¡Estáis soñando!