CAPÍTULO 86
El invierno se le estaba antojando a Zoé de una oscuridad poco natural, pero tras la visita de Palombara el frío ya no volvió a calarle los huesos. Sabía lo que iba a hacer, simplemente había que pensar un poco el modo concreto de hacerlo.
Por Scalini y otros hombres como él sabía que en Occidente ya estaban concentrándose las fuerzas de la nueva cruzada. Scalini la había informado de la existencia de máquinas de asedio, catapultas, armaduras y arreos para caballos, todo listo para los soldados de infantería y los guerreros a caballo que acudirían en masa a Sicilia. Primero tomarían Constantinopla y después entrarían triunfales en Jerusalén, con Carlos de Anjou a la cabeza. Todo el que se interpusiera en su trayectoria sería arrollado. Los cruzados nunca se habían arredrado por un camino manchado de sangre.
La otra cuestión que todavía la preocupaba a Zoé era el cambio operado en Helena. Venía siendo visible desde muy poco después de la muerte de Irene, un plazo de tiempo tan corto que costaba creer que ambos sucesos no guardaran relación entre sí. La conclusión era de una nitidez poco agradable: de alguna forma Helena se había enterado de quién era su padre.
Zoé permaneció unos instantes de pie frente a la chimenea, para entrar en calor. De nuevo le vino a la mente el asunto de Helena, tan incisivo como si alguien se hubiera dejado una ventana abierta y estuviera penetrando un viento helado y cortante como la hoja de un cuchillo.
Helena no iba a acudir con ella a las murallas a derramar fuego sobre los invasores y luego morir en una pira funeraria provocada por ella misma; Helena era una superviviente, no una mártir. Buscaría la manera de escapar y empezar de nuevo en otra parte. Y desde luego escaparía llevándose dinero.
Miguel no se rendiría jamás. Moriría antes que dejar el sitio a Carlos. Aunque tampoco Carlos iba a permitir que saliera con vida. Destruiría a todos los aspirantes al trono, y si Helena no sabía eso, entonces era una necia. Su cuna iba a ser su sentencia de muerte. Carlos dejaría en el trono a su emperador títere sin ningún rival que pudiera representar una amenaza para él.
De repente le vino la respuesta, tan abrasadora como el fuego griego que pensaba utilizar. Si Carlos deseaba gobernar Bizancio en paz, dejar libres sus ejércitos para que marcharan sobre Jerusalén, ¿qué mejor método que desposar a su emperador títere con una heredera legítima de los Paleólogos? Después de asesinar a Miguel y a Andrónico, ¿quién quedaba? ¡Helena!
Zoé pensaba a toda velocidad, horrorizada. Era una traición que sobrepasaba lo imaginable.
Se sentó y se rodeó el cuerpo con los brazos, temblando a pesar del fuego. Antes de que la situación llegara tan lejos, debía recaudar el dinero que había sugerido Palombara y comprar todos los disturbios, la cólera y la rebelión que pudiera. Y ya sabía exactamente de dónde iba a proceder dicho dinero.
Su poder siempre había radicado en el hecho de conocer los secretos de los demás y la prueba que podría traerles la ruina. El hombre que podía ayudarla ahora era Filoteo Makrembolites. Zoé se había enterado de que estaba en su lecho de muerte. ¡Perfecto! Afligido por el sufrimiento, asustado y sin nada que perder.
Fue al cuarto en que guardaba las hierbas medicinales y preparó varias mixturas para mitigar diversas clases de dolor. También tomó polvos para dormir, aceites aromáticos y tónicos que proporcionaban una breve lucidez mental, aunque después de tomarlos uno se sumiera irremediablemente en el último sueño.
Zoé se bañó y se vistió y también se perfumó, pero se puso ropas de colores sobrios, tal como corresponde cuando uno va a visitar a un moribundo. No la preocupó la posibilidad de que Filoteo no quisiera recibirla, le había quedado un brazo inútil tras los incendios de 1204 y conservaba un agrio resentimiento. Querría revivir antiguos ultrajes y no se mostraría renuente a ayudarla a cobrarse una venganza que él mismo no podía tomarse. En la tumba, los secretos no servían de nada.
La recibió en su aposento, tenuemente iluminado y excesivamente caldeado, con la curiosidad que ella esperaba. Se incorporó sobre los codos con una mueca de dolor y frunció el rostro en una sonrisa burlona dejando al descubierto una dentadura corrompida.
– ¿Vienes a regodearte, Zoé Crysafés? -dijo con una respiración jadeante que sonó como una tela al rasgarse-. Pues aprovéchate. Ya te llegará a ti el turno, pero antes seguramente tendrás la oportunidad de ver Constantinopla devorada por el fuego otra vez.
Zoé dejó en el suelo el saquito de cuero en el que había traído las hierbas y los aceites. Se conocían demasiado bien el uno al otro para andarse con fingimientos. Ella no habría venido a verle si no fuera por una buena razón.
– ¿Qué hay ahí dentro? -inquirió Filoteo, suspicaz.
– Un remedio para el dolor -respondió Zoé-. Temporal, naturalmente. Todo acabará cuando Dios lo disponga.
– Tú eres un poco más joven que yo, a pesar de tus afeites y tu perfume. Hueles igual que la casa de un alquimista -replicó el enfermo.
Zoé arrugó la nariz.
– Pues tú, no. Tú hueles más bien a un osario. ¿Quieres un poco de alivio o no?
– ¿Cuál es el precio? -Filoteo tenía los ojos amarillentos, como si le fallaran los riñones-. ¿Te has gastado todo el dinero que tenías? ¿Ya no te quedan encantos para que los hombres te lo den?
– Guárdate el dinero. Por mí, puedes enterrarlo contigo -replicó Zoé-. Mejor eso que permitir que vaya a parar a las manos de los cruzados. Lo más probable es que te saquen de la tumba para ver si te has guardado algo que valga la pena robarte.
– Antes preferiría que profanasen mi cadáver que mi cuerpo en vida -contraatacó Filoteo recorriendo a Zoé con la mirada y deteniéndose en sus senos y después en su vientre-. Y tú harías mejor en matarte antes de que lleguen.
– Antes de eso voy a hacer lo que tengo pensado. -No iba a dejarse distraer por el rencor de Filoteo.
El semblante de éste se iluminó con una expresión de curiosidad.
– ¿A qué te refieres?
– A vengarme, por supuesto -dijo ella-. ¿Qué otra cosa queda?
– Nada -respondió Filoteo-. ¿Y quién tiene que pagar ahora? Ya han desaparecido todos los Cantacuzeno, y también los Vatatzés, los Ducas, Besarión Comneno. ¿Quién queda?
– Claro que han desaparecido -dijo Zoé con impaciencia. -Pero no todos. Hay traidores nuevos que serían capaces de vendernos. Empezaremos por los Skleros, y después es posible que sigamos con los Akropolites y los Esfrantzés.
Filoteo emitió un gorgoteo y su rostro perdió un poco más de color.
De pronto Zoé temió que muriera antes de poder decirle lo que necesitaba saber. A escasa distancia de allí había una mesa sobre la que reposaba una jarra de agua. Se levantó, cogió un vaso pequeño y vertió en él una parte del líquido de una de las ampollas que había traído consigo, y después añadió un poco de agua. Regresó a la cama y le tendió el vaso al enfermo.
Filoteo bebió la poción y se atragantó. Aquello lo dejó agotado durante varios minutos, pero cuando por fin volvió a abrir los ojos sus mejillas habían adquirido un poco de color y su respiración no era tan trabajosa.
– Bien, ¿qué es lo que quieres, Zoé Crysafés? -preguntó-. Carlos de Anjou nos va a pasar a todos por el fuego. La única diferencia es que yo no voy a sentir nada, mientras que tú sí.
– Probablemente. Pero tú conoces muchos secretos de las familias antiguas de Constantinopla.
– ¿Y quieres perjudicarlas? -Filoteo estaba sorprendido-. ¿Por qué?
– ¡Por supuesto que no, necio! -exclamó Zoé-. Lo que quiero es que aplasten las rebeliones y respalden a Miguel. Tú quieres mis hierbas medicinales; puede que mañana estés asándote en el infierno, igual que un cerdo en un espetón, pero esta noche podrás sentirte mucho más tranquilo si me dices lo que deseo saber.