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– ¿Todos los viles y fraudulentos secretos de quienes no apoyan la unión? -dijo Filoteo, dando vueltas a la idea en la cabeza-. Sí que podría revelártelos, son muy numerosos. -Esbozó una sonrisa cruel y no exenta de placer.

Zoé permaneció a su lado tres largos días con sus noches, dosificando la medicina, manteniéndolo vivo valiéndose de todas sus habilidades. Poco a poco, con un tinte de mordacidad, Filoteo le fue diciendo lo que necesitaba saber: los secretos que podía utilizar para dejar sin dinero a los Skleros, así como a los Esfrantzés y los Akropolites. Iba a sacarles miles de besantes de oro que, empleados con habilidad y prudencia, podrían fomentar suficiente duda y conflicto en Occidente para disminuir la fuerza de Carlos de Anjou.

Al día siguiente a la muerte de Filoteo, Zoé acudió al palacio Blanquerna e informó parcialmente a Miguel mientras paseaban por una de las grandiosas galerías, bajo el sol que se filtraba por los altos ventanales y que revelaba cruelmente las muescas que presentaba el mármol de las columnas o las manos rotas de una estatua de pórfido.

El emperador la miró con cansancio, y la expresión de derrota que reflejaba su rostro asustó a Zoé.

– Es demasiado tarde, Zoé. Hemos de pensar en defendernos. He intentado todo lo que se me ha ocurrido, y no he podido arrastrar conmigo al pueblo. Ni siquiera ahora ven la destrucción que los aguarda.

– Puede que no la que proviene de Carlos de Anjou. -Zoé se acercó más a él, haciendo caso omiso de todas las reglas del protocolo-. Pero sí entenderán la vergüenza que verán en los ojos de sus iguales, en las personas que ven todas las semanas, en la gente con la que hablan en las tiendas y en el gobierno. En los hombres con los que hacen negocios, aunque sea en un nuevo exilio. Estarán dispuestos a pagar con tal de evitar eso.

Miguel la miró más detenidamente, con los ojos entornados.

– ¿A qué vergüenza te refieres, Zoé?

Ella sonrió.

– A antiguos secretos.

– Si tú los conoces, ¿por qué no los has utilizado antes? -inquirió Miguel.

– Porque acabo de enterarme de ellos -repuso Zoé-. Se ha muerto Filoteo Makrembolites, ¿lo sabíais?

– Aun así, es demasiado tarde. El Papa es hijo de Francia. España y Portugal se aliarán con él, no pueden permitirse lo contrario, y eso no va a cambiarlo todo el oro de Bizancio.

– Será Papa durante toda su vida -replicó Zoé en voz baja-. ¿Para qué necesita ahora al rey de las Dos Sicilias? ¿Estáis diciendo que va a saldar todas sus deudas?

– Únicamente las saldará si aún hay algo que desee -confirmó Miguel.

– Pensad en vuestro pueblo -lo instó Zoé-. Pensad en lo que sufrió en los largos años del exilio y en los ciudadanos que nunca volvieron. Llevamos aquí mil años, hemos construido majestuosos palacios e iglesias. Hemos creado belleza para la vista, el oído y el alma. Hemos importado especias, telas de seda de colores como el sol y la luna, piedras preciosas de todos los rincones de la tierra, bronce y oro, jarrones, urnas, vasijas, estatuas de hombres y bestias. -Extendió las manos-. Hemos medido los cielos y trazado las trayectorias de las estrellas. Nuestra medicina ha curado lo que nadie más podría haber nombrado siquiera. -De repente adoptó un tono más íntimo-. Pero por encima de todo eso, nuestros sueños han prendido llama en las mentes de la mitad del mundo. Nuestras vidas han llevado justicia a ricos y pobres, nuestra literatura ha nutrido el intelecto de varias generaciones y ha convertido el mundo en un lugar más agradable de lo que habría sido sin nosotros. ¡No permitáis que nos maten de nuevo los bárbaros! No podremos levantarnos por segunda vez.

– No ves cuándo estás vencida, ¿verdad, Zoé? -dijo Miguel con una sonrisa suave.

– Sí lo veo -le respondió ella-. Me vencieron la primera vez, hace setenta años. Vi cómo el fuego del infierno consumía a todos mis seres queridos. Pero esta vez, si sucede, será mi fin. -Respiró hondo-. Pero juro por la Santísima Virgen que no moriré sin luchar. Si fracasamos, Miguel, la historia no nos perdonará.

– Lo sé -admitió el emperador con voz queda-. Dime, Zoé, Cosmas Cantacuzeno está muerto, y también Arsenio Vatatzés, y Jorge, y Gregorio, y ahora Irene. ¿Por qué sigue vivo Giuliano Dandolo?

Zoé debería haber sabido que Miguel había comprendido la situación desde hacía tiempo y que le había permitido que se cobrara venganza sólo porque le convenía a él.

El emperador estaba esperando.

– Porque todavía me es útil -dijo-. Está cortejando a los enemigos de Carlos de Anjou y suscitando el conflicto en Sicilia. Cuando ya no lo necesitemos, ordenaré a Scalini que lo asesine. Me habría gustado algo más elegante, pero ya no nos queda tiempo -agregó.

Miguel asintió y sus ojos revelaron tristeza.

– Es una lástima. Me caía bien.

– A mí también -confirmó Zoé-. Pero ¿qué tiene que ver eso? Es un Dandolo.

– Ya lo sé -repuso Miguel-, pero sigue siendo una lástima.

CAPÍTULO 87

Zoé estaba frente a la ventana abierta, contemplando cómo se reflejaba la luz en el mar, a lo lejos. El viento marino que le hormigueaba la cara todavía transportaba el aroma de los hielos del este, pero ya casi estaban en marzo y por lo tanto contenía la promesa de la primavera. Los planes de Zoé iban madurando adecuadamente. Tenía el dinero, si bien conseguido con amargas protestas. El día anterior habían capitulado los Skleros. Y había exigido un precio adicional, sólo por seguridad, para que dejaran de oponerse a la unión con Roma. Constantinopla necesitaba hasta el último fragmento de poder o de influencia que tuviera en Occidente. La supervivencia dependía de ello.

Y todo aquello iba a frustrar los planes de Helena, que resultaban triviales en comparación con la supervivencia de Bizancio, pero desbaratarlos producía un perverso placer.

En eso apareció Tomáis en la puerta con expresión de pánico.

– Ha venido a veros el obispo Constantino, mi señora. Está muy enfadado.

Zoé esperaba que Constantino estuviera furioso.

– Que espere unos minutos -repuso-, y después hazlo pasar.

Tomáis puso cara de preocupación.

– ¿Os encontráis mal? -preguntó-. ¿Queréis que os traiga una infusión de camomila? Puedo decir al obispo que vuelva otro día.

Zoé sonrió ante la idea. Casi merecía la pena ordenárselo, sólo por darse la satisfacción de hacerlo. Aún estaba estudiando qué respuesta dar cuando de pronto vio en el pasillo, detrás de Tomáis, la enorme figura de Constantino, de magníficos ropajes, obviamente con la intención de entrar, con permiso o sin él.

Tomáis se dio la vuelta.

– Apártate de mi camino, mujer -ordenó él.

Traía el semblante pálido y los ojos llameantes. Ahora que lo tenía más cerca, Zoé se fijó en cómo relucía la seda de su dalmática a pesar de las inclemencias del tiempo, cómo ondeaba a su alrededor y se ensanchaba con el movimiento dándole la apariencia de ser más corpulento todavía.

Semejante arrogancia le resultaba intolerable. Se le ocurrió la idea descabellada de esperar a que Tomáis se hubiera retirado y hubiera cerrado la puerta para a continuación quitarse la túnica y quedar desnuda delante del obispo; éste se sentiría tan horrorizado que jamás volvería a actuar con tanta prepotencia. Y resultaría divertido.

Tomáis estaba esperando a que su señora diera la orden.

– Dile a Sabas que espere junto a la puerta -le dijo Zoé-. Dudo que su excelencia persista en estos malos modales, pero si ése fuera el caso me gustaría que Sabas y tú vinierais al momento.

Tomáis obedeció. Constantino pasó al interior de la sala y cerró la puerta. A punto estuvo de trabarse la túnica entre ésta y el marco.

– Por lo que se ve, habéis perdido el dominio de vos mismo -observó Zoé con frialdad-. Os ofrecería vino, pero al parecer ya habéis bebido más que suficiente. ¿Qué deseáis?