– Habéis traicionado a la Iglesia ortodoxa -dijo Constantino con los dientes apretados y tensando los músculos de su mandíbula lisa y sin barba.
Con toda probabilidad se lo había dicho Teodosia Skleros, que sin duda había vuelto a pedirle la absolución por los pecados de sus hermanos.
– Habéis abjurado de la profesión de fe que hicisteis, y habéis infringido lo pactado en vuestro bautizo. -A Constantino le relampagueaban los ojos con una furia fanática y tenía la frente perlada de sudor. Además, le temblaba la voz-. Habéis abandonado la fe, blasfemado contra Dios y contra la Santísima Virgen, y estáis excomulgada de la comunidad de Cristo. Ya no sois uno de nosotros. -Lanzó el brazo y la señaló con los dedos como si pretendiera acuchillarla-. Se os niega el cuerpo y la sangre de Cristo. Caerán sobre vos los pecados que habéis cometido, y en el Día del Juicio Dios no los expiará. La Santísima Virgen no intercederá por vos ante Dios, sus plegarias no incluirán vuestro nombre, ni oirá vuestros ruegos en la hora de vuestra muerte. Ya no existís en la compañía de los santos.
Zoé lo miró fijamente. No podía ser cierto. Constantino se hallaba de pie bajo la luz, en solitario, el resto de la estancia quedaba difuminado y no se veía. Sintió un zumbido extraño y confuso en los oídos. Intentó hablar, decirle que se equivocaba, pero no le salió la voz, y el dolor de cabeza se le hacía insoportable.
Alzó las manos para apartarlo de sí, y de pronto se vio en el suelo. La oscuridad y la luz se destruyeron la una a la otra en un silencio total e incomprensible. Y después vino la nada.
Constantino se la quedó mirando. Ya esperaba que Zoé fuera presa del terror, puesto que había cometido el pecado mayor de todos. Pero no pensaba que fuera a afectarla tanto como para quedar privada del habla y desplomarse en el suelo sin poder moverse.
La observó atentamente. Tenía los ojos semi cerrados, pero al parecer no veía nada. ¿Estaría muerta? Se aproximó un poco más y la miró. Advirtió que el pecho subía y bajaba al respirar. No, no la había matado. Mejor aún, estaba ciega y muda, pero todavía vivía para darse cuenta.
Lo invadió un sentimiento de victoria que lo transportó, de pronto se sintió flotar.
Giró sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta. Al abrirla de un tirón vio allí a los criados, acurrucados. Hizo una inspiración profunda y exhaló el aire muy despacio.
– Quedáis advertidos -dijo midiendo cada palabra-. La Santa Iglesia de Cristo no consiente que se mofen de ella. Vuestra señora se tomó sus juramentos a la ligera e incumplió lo que había prometido. Le he entregado el mensaje divino, y Dios ha hecho caer su cólera sobre ella. -Indicó con un gesto el lugar en que yacía Zoé-. Llamad a un médico si queréis, pero no podrá deshacer la obra de Dios, y sería un necio si lo intentara.
CAPÍTULO 88
Ana, tras recibir el aviso, acompañó al mensajero de Zoé, pálido como la cal, hasta su casa. Sabas la estaba esperando y la condujo inmediatamente al lecho de su señora. Tomáis estaba a su lado con el rostro impasible.
– El obispo Constantino la ha excomulgado de la Iglesia-dijo Sabas-. Dios la ha castigado, pero aún vive. Os ruego que la socorráis.
Ana se acercó y observó a Zoé. Tenía la túnica arrugada y estaba en una postura extraña, como si la hubiera colocado así una persona que no se había atrevido a tocarla de forma más íntima. Los ojos estaban casi cerrados, pero respiraba con bastante regularidad. Sin pensárselo, Ana le palpó el vientre y los muslos por encima de la túnica y después le tomó el pulso; era débil, pero regular.
– ¿No ha sido obra del obispo? -inquirió Tomáis.
Ana titubeó. Constantino no era capaz de envenenarla ni de golpearla. Tal vez la hubiera aterrorizado hasta el punto de causarle un ataque, si le había infundido el pánico a sufrir un castigo divino, a perder toda la luz y toda la esperanza.
Tocó con suavidad la mano de Zoé. Estaba tibia. No estaba muerta, ni siquiera agonizante.
– No debemos permitir que coja frío -dijo en voz alta-. Y ponedle un poco de ungüento en los labios para que no se le sequen más. Yo voy a buscar unas hierbas y enseguida vuelvo.
Tomáis se la quedó mirando con una expresión de profunda duda, tal vez miedo.
– Es posible que Dios la haya golpeado -dijo Ana con voz queda-. Si le arrebata la vida, será la sentencia impuesta por Él, pero no la mía.
Ana hizo todo lo que pudo por Zoé, esperando y vigilando por si se producía algún cambio en su estado. En la quinta noche se sentó en un rincón de la habitación, medio dormida, junto a un biombo pintado y taraceado. La estancia se encontraba casi a oscuras; a poca distancia de Zoé, sobre la mesa, ardía una vela que arrojaba justo un resplandor suficiente para distinguir su contorno, pero no lo bastante para iluminarle el rostro.
Aún no había abierto los ojos, ni tampoco se había movido, aparte de un leve desplazamiento de la mano. Ana no sabía si podría moverse de nuevo. Pensando en la destrucción que había causado, debería alegrarse, pero la aturdió experimentar en cambio un sentimiento de pérdida y una inquietante compasión.
Casi la había vencido el sueño cuando de pronto, aterrorizada, tuvo conciencia de que había otra persona en la habitación. Era alguien que se movía sin hacer ruido, poco más que una sombra deslizándose por el suelo. No podía ser un sirviente, habría dicho algo.
Se quedó inmóvil en el sitio, conteniendo la respiración. Observó que el intruso se aproximaba a la cama. Se trataba de un hombre de baja estatura, y no vestía túnica sino una camisa y unos pantalones. Tenía una barba en punta, y cuando se acercó a la luz de la vela Ana vio que poseía unas facciones bien definidas, finas e inteligentes. No llevaba nada en las manos.
Comenzó a pensar a toda velocidad. A juzgar por el bulto que le formaba la ropa en la cadera, dedujo que llevaba un cuchillo al cinto, y Zoé se encontraba indefensa. Si se pusiera a gritar, no habría nadie que estuviera lo bastante cerca para oírla o para llegar a tiempo de socorrerla. Ella misma estaría muerta para entonces.
Debía moverse sin hacer ruido, de lo contrario el intruso la oiría y atacaría, probablemente primero a Zoé, y después a ella. No tenía nada cerca, ningún cuenco grande, ningún candelabro. Pero estaba el tapiz. Si lo arrojase encima del intruso, tal vez lo confundiera durante el tiempo suficiente para echar mano de la palmatoria que había sobre la mesa.
– Zoé -llamó el intruso en voz baja-. ¡Zoé!
¿Es que no se daba cuenta de que no estaba dormida, sino inconsciente? No, gracias a Dios la vela era pequeña y estaba lo bastante alejada para que su rostro quedara en sombra.
– ¡Zoé! -exclamó con más urgencia-. Todo va bien. Sicilia es un auténtico polvorín. Una chispa, una sola palabra o movimiento desatinado, y arderá como un bosque. Dandolo se ha empleado a fondo, pero apenas ha sido de utilidad para nuestro propósito. Con que me digáis una sola palabra, yo mismo lo mataré; una actuación rápida, y estará listo. Usaré la daga con el emblema de los Dandolo que vos le regalasteis. -Dejó escapar una risa leve-. Así sabrá que quien le envía ese mensaje de muerte sois vos.
Ana rompió a sudar. Sucediera lo que sucediera, no debía moverse ni producir el más ligero ruido. Si aquel hombre descubría que estaba en la habitación, también la mataría a ella. Sintió un picor en la nariz. Notó la boca seca. El intruso todavía estaba sentado en silencio al lado de Zoé.
En eso, oyó unas pisadas al otro lado de la puerta, luego una llamada breve, y la hoja se abrió. El intruso se deslizó como una sombra en dirección al tapiz. En el momento en que se abrió la puerta, Ana se volvió. Sólo entonces, con aquel poco más de luz, acertó a ver que una de las ventanas no estaba cerrada del todo.
Ana se rebulló, como si acabara de despertarse.