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Constantino sintió un calor en la piel. Zoé casi lo había atrapado.

– ¡A salvar tu alma, mujer! -replicó.

– Me dijisteis que ya la había perdido -le recordó ella-. ¿Vais a perdonarme, después de todo?

– Tengo poder para ello -le dijo-. Si os arrepentís y volvéis a ser una hija obediente de la Iglesia. Retractaos de todo lo que habéis dicho a favor de la unión con Roma, perdonad a vuestros enemigos, devolved a la Iglesia el dinero que habéis robado y someteos a una disciplina. Vivid el resto de vuestros días orando a la Santísima Virgen, y es posible que por fin se laven vuestros pecados.

– ¿Y todo eso… antes de que Carlos de Anjou vuelva a quemar Constantinopla hasta los cimientos? -exclamó Zoé con incredulidad.

– ¡Dios puede hacer cualquier cosa! -replicó Constantino con vehemencia-. Si os arrepentís y obedecéis.

– No os creo -replicó Zoé en tono sereno-. Tenemos que ayudarnos nosotros mismos.

– ¡Blasfemáis! -gritó él, atónito y colérico-. ¡Dios os castigará! -Levantó la mano y señaló a Zoé agitando un dedo en el aire como si fuera un arma.

Ella se limitó a mirarlo con una sonrisa ligeramente torcida, pues tenía el lado derecho de la cara un poco rígido.

– Entonces me curará mi físico… otra vez -contestó-. Vos tenéis el poder de destruir, y él el de curar. ¡Reflexionad sobre eso, obispo! ¿Cuál de los dos puede más?

De pronto Constantino dio un salto hacia delante y agarró un almohadón de la silla que tenía más cerca. Se puso encima de Zoé y le apretó el almohadón contra la cara. Ella forcejeó agitando brazos y piernas, pero él le doblaba el peso y la sujetó sin dificultad aplastándole los pulmones, asfixiándola poco a poco. Tras unos pocos momentos de horror, Zoé dejó de moverse. La furia de Constantino se aplacó, y de pronto se sintió inundado de un sudor frío. Se incorporó lentamente y contempló a Zoé, tirada en el suelo, con el cabello revuelto y la túnica enrollada a la altura de los muslos. Decidió recordarla tal como estaba ahora: vencida, sin dignidad, excitante y repugnante al mismo tiempo con aquella imagen tan sensual.

Invadido por un asco que apenas pudo controlar, le tocó el pelo con la mano para retirárselo de la cara. Era suave, tan suave que casi no lo sentía al tacto. Después le acarició la mejilla con el dorso de la mano. Aún estaba caliente.

Se estremeció de forma convulsiva. ¡Aquello era obsceno! Sintió deseos de golpearla, de arrancar uno de aquellos enormes tapices y cubrirla con él. Pero, por supuesto, no debía hacer tal cosa. Él era un obispo asistiendo a una pecadora penitente en su lecho de muerte.

Le bajó la túnica todo lo que ésta dio de sí, pero no fue suficiente; todavía daba la impresión de habérsela remangado, de haber… Se negó a albergar aquel pensamiento. La mutilación le escocía en lo más hondo. Levantó los muslos de Zoé; los notó pesados y tibios. Luego le estiró la túnica.

Se puso de pie con todo el cuerpo temblando.

Aguardó unos minutos más y acto seguido fue hasta la puerta y la abrió. Pero se detuvo bruscamente, de lo contrario habría tropezado con Anastasio, que se encontraba de pie al otro lado.

Miró a Anastasio a los ojos.

– Se ha arrepentido de todos sus errores y ha salvado su alma. Es un momento de profundo regocijo. Zoé Crysafés ha muerto siendo una hija leal de la Iglesia verdadera. -Hizo una inspiración profunda para calmarse-. Será enterrada en Santa Sofía. Yo mismo oficiaré el funeral. -Hizo un esfuerzo para sonreír, pero fue como el rictus de la muerte.

Anastasio lo miró sin poder creerlo, con los ojos muy abiertos y, sorprendentemente, experimentó un sentimiento de sincera aflicción.

Constantino se persignó y se alejó con sus enormes manos entrelazadas y el corazón retumbando de triunfo.

CAPÍTULO 90

Ana entró en la habitación y se quedó mirando fijamente el cuerpo de Zoé. Reparó en el tinte azulado del rostro, el labio mordido y la sangre que había en él. Se agachó a su lado y le apartó el pelo de la frente. Le levantó delicadamente un párpado. Vio las minúsculas mocitas rojas y supo lo que había ocurrido. Se incorporó muy despacio y se dirigió a Tomáis.

– Llévatela de aquí-le ordenó-. Ocúpate de embellecerla. -Se le quebró la voz en la garganta. Zoé no era la única que estaba muerta, también estaba muerto Constantino, y de un modo infinitamente más terrible.

Ana salió al exterior de la casa. El viento había arreciado y caían las primeras gotas de lluvia. Fue andando sola hasta donde vivía Helena para darle la noticia. No sentía el menor deseo de hacerlo, así que procuró darse prisa. Ahora notaba cada vez más el profundo calado de lo que había dicho Constantino. Éste afirmaría que Zoé se había retractado de haber apoyado la unión con Roma y había muerto en el seno de la Iglesia. Y además lo pregonaría a bombo y platillo.

Helena tardó mucho en aparecer. Los criados dejaron pasar a Ana con gran renuencia, pero ella les dijo cuál era el motivo de su visita, y ninguno de ellos quiso comunicar personalmente a Helena la noticia del fallecimiento de Zoé. Ana aguardó, agradecida por el pan y el vino que le ofrecieron; el frío le calaba los huesos y le dolían los ojos a causa del cansancio y de la tristeza.

Por fin salió Helena a su encuentro, y se puso en pie.

– ¿Qué diablos tenéis que decirme que no pueda esperar hasta mañana? -dijo Helena en tono de irritación.

– Lamento profundamente deciros que ha muerto vuestra madre -contestó Ana.

Los ojos oscuros de Helena se agrandaron momentáneamente en un gesto de incredulidad.

– ¿Ha muerto?

– Sí.

– ¿De verdad? Por fin.

Helena irguió la espalda y levantó un poco más la cabeza. Una sonrisa muy ligera le rozó la comisura de los labios, y cualquiera habría supuesto que era un indicativo de entereza y dignidad supremas frente a una pérdida. Pero Ana tuvo la desagradable sensación de que era un intento de reprimir el sentimiento de victoria.

Sintió en sus propios ojos el escozor de las lágrimas por la muerte de Zoé. Había desaparecido una parte de Bizancio. Lo que se había ido era más que una época; era una pasión, una furia, un amor por la vida, y al irse se llevó consigo una pieza irreemplazable del mundo.

CAPÍTULO 91

Palombara desembarcó en Constantinopla abrumado por el peso de la amarga noticia que traía consigo. La escuadra de Carlos de Anjou había zarpado con rumbo a Sicilia, y desde allí se dirigiría a Bizancio. El tiempo que mediaba hasta la invasión podía contarse en semanas.

Volvió a la casa que había compartido con Vicenze. Lo halló ocupado en su estudio, redactando un montón de despachos. Pero, tan reservado como siempre, éste los puso todos boca abajo tan pronto como vio a Palombara en el umbral.

– ¿Habéis tenido una buena travesía? -preguntó, cortés.

– Bastante buena -respondió Palombara, y a continuación le entregó las cartas que le enviaba el Papa, todavía con el sello.

Vicenze las cogió.

– Gracias. -Luego lo miró-. No creo que os hayáis enterado todavía, pero ha muerto Zoé Crysafés. Sufrió una apoplejía, o algo así. El obispo Constantino ofició una misa de réquiem por ella en Santa Sofía, el muy hipócrita. Dijo que se había reconciliado con la Iglesia ortodoxa. ¡Maldito embustero! -Sonrió.

Palombara se quedó atónito. Zoé daba la impresión de que no había nada que pudiera acabar con ella. Se quedó petrificado en mitad de la estancia, abrumado por la sensación de pérdida, como si Bizancio mismo hubiera empezado a morir.

Vicenze aún lo miraba, sin dejar de sonreír. Lo invadió un deseo abrumador de propinarle un puñetazo que le partiera todos los dientes.

– Puede que sea para bien -repuso con toda la calma que le fue posible-. Carlos de Anjou ha zarpado rumbo a Mesina. Por lo menos, Zoé se ha librado de enterarse de esa mala noticia.