– Pero ¿qué podemos hacer? -dijo Constantino con un hilo de voz-. El pueblo está demasiado asustado para continuar creyendo.
Lo único que necesitan es ver la mano de Dios en algo, y volverán a creer -contestó Vicenze-. Debéis obrar un milagro para ellos, no sólo para salvar sus vidas, esta ciudad y todo lo que significa en el mundo, sino también para salvar sus almas. Ésa es vuestra misión, vuestra sagrada responsabilidad.
– Creía que vos deseabais que fueran leales a Roma-replicó Constantino.
Vicenze esbozó algo parecido a una sonrisa.
– Muertos no nos servirán de nada a todos nosotros. Y a lo mejor no se os ha ocurrido, pero tampoco quiero que las almas de los cruzados queden manchadas de sangre cristiana.
Constantino le creyó.
– ¿Qué podemos hacer? -preguntó.
Vicenze respiró hondo.
– Sé de un hombre honrado y bondadoso que ha ayudado a su prójimo, que ha repartido sus bienes con los pobres y cuenta con el profundo cariño de todos los que lo conocen. Es un veneciano que vive aquí, y se llama Andrea Mocenigo. Conoce perfectamente la situación, que estamos al borde de la destrucción, y nos prestará su ayuda.
– ¿Cómo? ¿Qué puede hacer él? -Constantino no alcanzaba a entender.
– Todo el mundo sabe que está enfermo -respondió Vicenze-. Está preparado para beberse un veneno que le provocará un colapso. Yo llevaré el antídoto, y cuando vos os acerquéis para darle la bendición en el nombre de Dios y de la Santísima Virgen, se lo administraré de forma discreta y se recuperará. La gente verá en ello un milagro. Creedme, resultará espectacular e inconfundible. Se correrá la voz, y volverá a surgir la fe como una llamarada. Y renacerá la esperanza. -No añadió que Constantino se convertiría en un héroe, incluso un santo.
De pronto, a Constantino lo aguijoneó una duda:
– Entonces, ¿por qué no lo hacéis vos mismo? Así el pueblo concedería el mérito a Roma.
Los labios de Vicenze se curvaron en las comisuras.
– El pueblo no confía en mí-dijo simplemente-. Esto debe hacerlo alguien a quien hayan visto al servicio de Dios durante toda su vida. Y no conozco en toda Constantinopla a ninguna otra persona que goce de esa reputación.
Todo aquello era cierto, Constantino lo sabía muy bien. Era lo que había esperado toda su vida, para lo que había trabajado tanto.
– Quién sabe, a lo mejor Dios os concede un milagro auténtico -seguía diciendo Vicenze-. ¿No es ése el objetivo que habéis perseguido durante toda vuestra vida?
Lo era. Con independencia de lo que hiciera Vicenze y de lo que le dijera aquel odioso Palombara, Constantino se mantendría inquebrantable, libre de dudas y miedos, con la mente tan despejada como una llama viva. No fracasaría.
Pero de todas maneras haría uso de su intelecto, su experiencia y sus propias salvaguardias. De aquello no iba a decirle nada a Vicenze, que, por muy útil que le estuviera resultando sin saberlo, seguía siendo el enemigo.
– ¡No quiero tener un debate teológico sobre esta cuestión! -exclamó colérico Constantino cuando, tras solicitar ayuda a Anastasio, éste le contestó en cambio con una apasionada argumentación en contra de todo aquel plan-. Lo que quiero es que acudáis como médico a atender a Mocenigo, por si no se fiara de Vicenze.
– Por supuesto que no es de fiar -dijo Anastasio en tono irónico-. ¿Y qué demonios puedo hacer yo?
– Llevar otra dosis del antídoto, naturalmente -replicó Constantino-. A eso no podéis negaros. Si os negáis, estaréis dando la espalda a Mocenigo y al pueblo.
Anastasio dejó escapar un suspiro. Estaba atrapado, y ambos lo sabían. Si se manifestara públicamente en contra, o si revelara su verdadera naturaleza a la gente, haría pedazos la fe a la que se aferraba el pueblo y tal vez incluso provocase la ola de pánico definitiva que los aplastaría a todos.
CAPÍTULO 93
Ana entró en la casa de Mocenigo tan sólo con una vaga idea de que aquél era el lugar en que Giuliano había vivido tanto tiempo, pues su pensamiento estaba dedicado al estado de Mocenigo. Nada más entrar percibió la angustia y el miedo. Reinaba ese peculiar silencio tenso que sobreviene cuando un ser que nos es muy querido está pasando por un sufrimiento profundo que seguramente desembocará en la muerte.
Teresa, la esposa de Mocenigo, salió a su encuentro a la puerta de la habitación del enfermo. Estaba pálida y ojerosa a causa de la falta de sueño, y llevaba el cabello recogido en la nuca simplemente para apartárselo de la cara, sin pretender ningún arreglo especial.
– Me alegro de que hayáis venido -dijo con sencillez-. Mi esposo está muy enfermo, y al parecer la última medicina que ha tomado lo ha puesto peor. Confiamos plenamente en el obispo Constantino. Dios es nuestro último refugio, aunque no sé si quizá debería haber sido el primero.
Ana se dio cuenta de que tal vez Mocenigo fuera partidario de un milagro, pero estaba claro que su esposa no. Pero daba igual, ya era demasiado tarde. Acompañó a Teresa al interior de la habitación de Mocenigo.
Allí no se podía respirar. El sol calentaba el tejado y las ventanas estaban cerradas. Olía a fluidos corporales, a dolor y a enfermedad.
Mocenigo estaba tendido en la cama, con el rostro hinchado y enrojecido, brillante de sudor, y tenía ampollas alrededor de la boca. El frasco de líquido que llevaba Ana en el bolsillo no parecía ser un remedio suficiente para la terrible angustia que padecía el enfermo.
Mocenigo abrió los ojos y la miró sonriendo, a pesar del dolor que casi lo tenía consumido.
– Me parece que va a hacer falta un milagro para que me recupere de ésta -comentó con un humor negro que le iluminó el rostro un instante y después desapareció-. Pero aunque sólo fuera por uno o dos días valdría la pena, si sirve para fortalecer la fe del pueblo. Bizancio ha sido bueno conmigo, y me gustaría recompensárselo… un poco.
Ana no dijo nada. El engaño que entrañaba aquella idea la entristeció, y sintió odio hacia Constantino por haberla obligado a formar parte de él. Sin embargo, era posible que Mocenigo estuviera en lo cierto y aquello resultara enriquecedor para el pueblo. Era el último regalo que hacía a sus seres queridos.
En eso se oyó un rumor amortiguado procedente del exterior, como si la gente estuviera concentrándose. Se había propagado la noticia de que Mocenigo agonizaba y de que Constantino iba a acudir a verlo en breve. ¿Qué era lo que los empujaba, la pena o la esperanza?, ¿o ambas cosas?
Se oyó un clamor seguido de vítores. Ana comprendió que acababa de llegar Constantino. Al momento se presentó uno de sus criados en la puerta de la alcoba del enfermo solicitando que éste fuera trasladado al balcón, donde pudieran verlo quienes lo aclamaban.
Ana dio un paso al frente para impedírselo.
– No podéis…
Pero se vio arrollada. El sirviente de Constantino estaba dando órdenes y otras personas, supuestamente los criados de Mocenigo, estaban entrando ya, con expresión solemne y preparándose para tender a su amo en una litera y sacarlo al balcón. Nadie le hacía caso a ella, que era un simple médico, mientras que Constantino hablaba por Dios.
Salió ella también. Mocenigo se encontraba tan mal que no dijo nada, estaba demasiado débil para protestar. Su esposa, con el semblante ceniciento, se limitó a obedecer las órdenes del sirviente de Constantino.
Tenían a sus pies a más de doscientas personas, y pronto serían trescientas, y luego cuatrocientas.
Constantino se detuvo en el peldaño más elevado, con las manos en alto para imponer silencio.
– No he venido a administrar a este buen hombre los últimos sacramentos ni a prepararlo para la muerte -exclamó con voz clara.
– ¡Más vale que nos preparéis a todos! -gritó alguien-. ¡Estamos tan muertos como él!
Se elevó un clamor de aprobación y varias personas levantaron el brazo.