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Aquella habitación privada estaba totalmente restaurada, las paredes habían sido adornadas con exquisitos murales de escenas pastoriles en época de cosecha. Había altos candelabros de bronce, relucientes y ricamente decorados. Y también se encontraban allí las pocas estatuas que no habían sufrido daños.

Zoé hizo la reverencia acostumbrada. Tenía veinticinco años más que Miguel y además era mujer, pero él era el emperador, el Igual a los Apóstoles. De modo que no se levantó para saludarla, sino que permaneció sentado, con las rodillas ligeramente separadas, cubiertas por el brocado de seda de su dalmática y el rojo escarlata de la túnica que llevaba debajo. Era un hombre apuesto, de cabellera y barba negras y tupidas, bellos ojos y cutis levemente rubicundo. Tenía buenas manos. Zoé recordó su tacto con placer, incluso ahora. Eran sorprendentemente sensibles para pertenecer a un hombre que había sido un brillante soldado en la flor de la edad y que todavía sabía más de estrategia militar que la mayoría de los generales. En la batalla había conducido a su ejército, más que seguirlo. Ahora estaba ocupado en reorganizar el ejército y la flota, y en supervisar la reparación de las murallas de la ciudad. Por encima de todo, era un hombre práctico. Y lo que quería de Zoé también era de carácter práctico.

– Acércate, Zoé -ordenó-. Estamos solos. No hay necesidad de fingir. -Su voz era suave y profunda, como debía ser una voz de hombre.

Zoé dio unos pasos hacia él, pero lentamente. No estaba dispuesta a actuar con demasiadas confianzas y por lo tanto dar a Miguel la oportunidad de desairarla. Que fuera él quien preguntara, quien pidiera.

– Hay un asunto en el que tú puedes ser de ayuda -dijo el emperador mirándola fijamente, escrutando su rostro.

Zoé nunca estaba segura de hasta dónde alcanzaba su capacidad para saber lo que ella estaba pensando. Miguel era bizantino hasta la médula; no se le escapaba nada que perteneciera al pensamiento. Era perspicaz, taimado y valiente, pero en aquel momento pesaba sobre él una gran carga y tenía un pueblo quebrantado y obstinado al que gobernar. Eran ciegos a la realidad de la nueva amenaza, porque no se atrevían a mirarla frente a frente.

Desde la muerte de Besarión, Zoé había empezado a ver la situación política de modo distinto. Allí se había planeado una traición, en alguna parte, y cuando la descubriera castigaría al responsable, aunque fuera Helena.

Ojalá hubiera podido hablar con Justiniano antes de que éste partiera al destierro, pero Constantino había llevado a cabo su rescate tan limpiamente, y con tanta rapidez, que no le había sido posible. Ahora necesitaba saber qué deseaba Miguel.

– Si hay algo que yo pueda hacer -murmuró respetuosamente.

– Hay ciertas personas de cuyos servicios estás haciendo uso. -El emperador calculó cuidadosamente sus palabras-. Preferiría que nadie me viera servirme de ellas, pero es que las necesito. Deseo información. Es posible que más adelante sea algo más que eso.

– ¿Sicilia? -Zoé pronunció aquella palabra en un jadeo. En realidad fue más una afirmación que una pregunta.

Miguel asintió con la cabeza.

Zoé aguardó. Sería preciso hacer un pacto nuevo, y eso estaba bien. Estaba dispuesta a negociar con quien fuera por el bien de Bizancio, pero no por un precio barato. El siciliano que trabajaba para ella era un zorro, un espía doble, pero había descubierto el único error que él había cometido y se guardó para sí la prueba en un lugar en el que ni haciendo uso de toda su astucia él podría encontrarla. Era un hombre peligroso y ella debía tratarlo con cuidado, como uno haría con una serpiente. Sabía por qué Miguel no podía permitirse el lujo de tener ninguna relación con él, ni siquiera a través de sus propios espías. Nada escapaba a los eunucos que tenía más próximos, ni tampoco a los criados ni a los guardias de palacio, ni a los sacerdotes que estaban siempre yendo y viniendo. Necesitaba a alguien como Zoé, que fuera tan inteligente como él mismo pero que pudiera darse el lujo de ser despiadada de una forma que no le estaba permitida a él. Había demasiados pretendientes al trono, aspirantes a usurpadores, conspiraciones y contra-conspiraciones. Demasiado lo sabía él, demasiada amargura le producía ya, siempre vigilando su espalda.

Miguel se inclinó hacia delante, a menos de un paso de Zoé.

– Necesito a ese hombre tuyo -dijo en voz muy queda-. No actuaremos de momento, sino pasado un tiempo. Y también voy a necesitar a alguien más en Roma, una segunda voz.

– Puedo encontrar a alguien -prometió Zoé-. ¿Qué deseáis saber?

El emperador sonrió. No tenía intención de decírselo. -Alguien cercano al Papa -dijo Miguel-. Y al rey de las Dos Sicilias.

– ¿Alguien que tenga valor? -En su interior prendió la esperanza de que, después de todo, el emperador estuviera decidido a luchar. ¿Pretendía Miguel asesinar al Papa? Al fin y al cabo, el Papa era enemigo de Bizancio, y eso significaba la guerra.

El emperador le leyó el pensamiento al instante.

– No me refiero a esa clase de valor, Zoé. Esa época ya pasó. Los Papas pueden sustituirse con facilidad. -En su mirada había rabia, y también algo que podía ser miedo-. El verdadero peligro es el rey de las Dos Sicilias, y el Papa es el único que puede contenerlo. Si queremos sobrevivir, debemos arriesgar.

– No podéis arriesgar la fe -replicó Zoé.

Bajo la tupida barba de Miguel ardía la cólera. Zoé vio como se le encendían las mejillas.

– Necesitamos habilidad, Zoé, no baladronadas. Hemos de utilizar a los unos contra los otros, como siempre hemos hecho. Pero no pienso perder Constantinopla de nuevo, para pagar nada. Doblaré la rodilla ante Roma, o dejaré que piensen que la doblo, pero los cruzados no partirán ni una sola piedra de mi ciudad, ni impondrán el más mínimo tributo a mi pueblo. -Sus ojos negros taladraron los de Zoé-. Puede que Sicilia muera de hambre, y puede que incluso muerda la mano que le roba, y si lo hace, mucho mejor para nosotros. Hasta que llegue ese momento, comerciaré con palabras y símbolos con el Papa, o con el diablo, o con el rey Carlos de Anjou y de las Dos Sicilias, si es necesario. ¿Estás conmigo o contra mí?

– Estoy con vos -repuso Zoé en voz baja. Ahora percibía una ironía sutil que resultaba inquietante-. Defenderé Bizancio contra quien sea, dentro o fuera. ¿Estáis conmigo?

Miguel volvió a mirarla fijamente, sin pestañear.

– Desde luego, Zoé Crysafés. Puedes tener la seguridad de que escogeré lo que veo y lo que no veo.

– Tengo a mis espías agarrados por el cuello. Me encargaré de que cumplan vuestros deseos -prometió Zoé, sonriendo también, al tiempo que se retiraba. Su cabeza ya se había puesto a trabajar. ¿Sicilia levantándose contra su rey? Era una idea.

CAPÍTULO 09

Zoé hizo lo que le había pedido Miguel, y a continuación se concentró en la venganza. No había olvidado la amarga lección que había aprendido en el roce que tuvo con la muerte. No podía permitirse el lujo de esperar.

El eunuco Anastasio era precisamente la herramienta que necesitaba. Poseía inteligencia y la honestidad profesional que hacía que la gente se fiara de él. Era consciente de que él no se fiaba de ella, y que ansiaba obtener información acerca de la muerte de Besarión. Un día, ella dedicaría un poco de tiempo a averiguar exactamente cuáles eran sus motivos.

Mientras tanto, había un delicado equilibrio de ironía en el hecho de servirse de él para engañar y llevar a la perdición a Cosmas Cantacuzeno, la avaricia de cuya familia había robado a Bizancio algunas de sus mejores obras de arte.

Iba vestida con una túnica de color vino oscuro y encima una dalmática más oscura todavía, en una trama granate con una veta negra, que capturaba la calidez de los rojos a la luz del fuego cuando pasaba por debajo del resplandor de las antorchas.