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– ¿Amo? -ofreció uno de los criados.

– Está bien, adelante -respondió Cosmas en tono impaciente. Ahora que habían vuelto los criados, sería un demérito para él que lo vieran asustado.

El criado obedeció y aplicó el ungüento con generosidad.

Una vez que las heridas quedaron debidamente vendadas, los criados fueron a buscar más vino, más copas de cristal y un plato de porcelana azul con pastelillos de miel.

Pasados quince minutos Cosmas empezó a sudar copiosamente y a notar cierta dificultad para respirar. La copa se le resbaló de la mano y derramó el vino por el suelo al tiempo que rodaba produciendo un sonido hueco. Se llevó una mano a la garganta como si fuera a aflojarse una prenda que lo molestase, pero no había tal. Comenzó a sacudirse sin control.

Zoé se puso de pie.

– Apoplejía -dijo, mirándolo. Seguidamente se volvió y fue sin prisas hasta la puerta para llamar a los criados-. Está sufriendo un ataque. Será mejor que llaméis a un médico.

Cuando los vio marcharse con una expresión de pánico en la cara, regresó y halló a Cosmas medio caído, casi desplomado en el suelo. Debía seguir con vida durante otra hora al menos, pero el veneno actuaba deprisa.

Cosmas dejó escapar una exclamación ahogada y pareció recuperarse un poco. Aunque a Zoé le resultaba repugnante tocar aquel Cuerpo cebado, se inclinó y lo ayudó a adoptar una postura más cómoda, en la que le fuera más fácil respirar. De no hacerlo así, quizá mal tarde tuviera que dar explicaciones.

– ¡Esto me lo has hecho tú! -boqueó Coimas torciendo los labios en una mueca de rabia-. Vas a robarme los iconos. ¡Ladrona!, Zoé se inclinó un poco más hacia él, sintiendo cómo se evaporaba su miedo.

– Tu padre me los robó a mí-le siseó al oído-. Quiero que vuelvan a las iglesias para que los peregrinos acudan aquí y Bizancio vuelva a ser un imperio rico y seguro. Los ladrones sois tú, tu familia y todos los de tu sangre. ¡Sí, esto te lo he hecho yo! Saboréalo bien, Cosmas. ¡Créelo!

– ¡Asesina! -escupió Cosmas, pero no fue más que un suspiro.

Zoé fue a la estancia de los iconos. Retiró de la pared el de la Virgen y lo envolvió en los pliegues de su capa.

Después, sonriendo, continuó hasta la puerta donde la aguardaban los criados para conducirla al exterior.

La venganza era algo perfecto, más exuberante que la risa, más dulce que la miel, más duradero que el aroma del jazmín en el aire.

CAPÍTULO 10

El último día de abril del año siguiente, 1274, Enrico Palombara se encontraba en el jardín central de su villa, situada a una milla de los muros del Vaticano. El sol tenía esa límpida claridad que se ve sólo en primavera. El árido calor del verano todavía quedaba muy lejos. Las paredes estaban coloreadas de ocre, y las hojas nuevas de las parras formaban sobre ellas una lacería en tonos verdes. El murmullo del agua era una música constante.

Oyó el canto de los pájaros que trabajaban en los aleros. Adoraba aquella actividad incesante, como si ellos no pudieran imaginar el fracaso. No rezaban, como los hombres, así que el silencio que obtenían como respuesta no los atemorizaba.

Dio media vuelta y regresó al interior de la casa. Había llegado el momento de ir al Vaticano y presentarse ante el pontífice. Lo habían mandado llamar, y debía asegurarse de acudir puntual a la cita. No conocía el motivo por el que Gregorio X deseaba hablar con él, pero abrigó la esperanza de que se tratara de una oportunidad para ejercer de nuevo junto al Santo Padre, y no meramente como secretario o ayudante de algún cardenal.

Apretó el paso calle abajo, haciendo revolotear sus largas ropas de obispo. Saludó con la cabeza a las personas que conocía, intercambió alguna que otra frase aquí y allá, pero su mente estaba absorta en la reunión que lo aguardaba. A lo mejor lo enviaban como legado papal a una de las grandes cortes de Europa, como Aragón, Castilla, Portugal o, sobre todo, el Sacro Imperio Romano. Un puesto semejante ofrecería grandes oportunidades, para labrarse una soberbia carrera, posiblemente incluso verse elevado algún día al trono papal. Urbano IV había sido legado antes de ser elegido Papa.

Cinco minutos después, Palombara cruzaba la plaza e iniciaba el ascenso de la ancha escalinata que llevaba al palacio Vaticano y a la sombra proyectada por las formidables arcadas. Informó de su presencia y fue conducido a los aposentos privados del Papa, todavía quince minutos antes de la hora señalada.

Tal como imaginaba, lo hicieron esperar, y no se sintió libre para pasear arriba y abajo por el terso suelo de mármol, como le habría gustado.

De repente lo llamaron, y al momento se encontró en la cámara del Papa, una estancia formal, pero luminosa y confortable. El sol penetraba a chorros por el ventanal dándole un aspecto espacioso. No tuvo tiempo de contemplar los murales, pero eran de colores suaves, rosas y oros apagados.

Se arrodilló para besar el anillo de Tedaldo Visconti, ahora Gregorio X.

– Santidad -murmuró.

– ¿Cómo estás, Enrico? -preguntó Gregorio-. Vamos a dar un paseo por el patio interior. Hay mucho de que hablar.

Palombara se incorporó. Era notablemente más alto y más delgado que el Papa, de figura más bien corpulenta. Miró el rostro del pontífice, un rostro de ojos grandes y oscuros y nariz regia, recta y alargada.

– Como desee Vuestra Santidad -dijo, obediente.

Gregorio llevaba ya dos años y medio en el papado. Aquélla era la primera vez que hablaba con Palombara a solas. Se adelantó y salió por las amplias puertas que daban al patio interior, donde podían verlos pero no oírlos.

– Tenemos mucho trabajo que hacer, Enrico -dijo en voz baja-. Vivimos tiempos peligrosos, pero de grandes oportunidades. Tenemos enemigos a todo nuestro alrededor, Enrico. No podemos permitirnos el lujo de sufrir disensiones dentro.

Palombara murmuró una réplica para demostrar su atención.

– Los alemanes han elegido un nuevo rey, Rodolfo de Habsburgo, al cual yo coronaré emperador del Sacro Imperio Romano en su momento. Ha renunciado a todos los territorios que nos reclamaba, y también a Sicilia -continuó Gregorio.

Entonces Palombara lo comprendió. Gregorio estaba despejando todas las amenazas una por una, en aras de algún plan grandioso.

Salieron a un espacio abierto, y Palombara se protegió los ojos del sol para poder leer la expresión del pontífice.

– El poder del islam está aumentando -continuó el Papa en un tono de voz cada vez más afilado-. Tiene en su poder una gran parte de Tierra Santa, todo el sur y el este de Arabia, Egipto y el norte de África, y alcanza hasta el sur de España. Su comercio está expandiéndose, prosperan en las ciencias y en las artes, y en matemáticas y medicina están a la cabeza del pensamiento. Sus barcos navegan por el Mediterráneo oriental, y no hay nada que los detenga.

Palombara sintió una ráfaga de frío en el aire, pese al intenso sol.

Gregorio hizo un alto.

– Si se desplazan al norte, hacia Nicea, y bien que podrían, ya no habrá nada que les impida tomar Constantinopla y después la totalidad del Imperio bizantino pieza por pieza. Entonces estarán a las puertas mismas de Europa. Desunidos, no nos mantendremos en pie.

– No debemos permitir que suceda tal cosa -dijo Palombara con sencillez, aunque aquella respuesta distaba mucho de ser sencilla. El cisma que separaba Roma y Bizancio desde hacía doscientos años era profundo y había resistido todo intento anterior de reconciliación. En la actualidad, no sólo existía una diferencia doctrinal en numerosas cuestiones, la más espinosa de ellas la de si el Espíritu Santo procedía del Padre y del Hijo o solamente del Padre. Además había diferencias culturales en centenares de pautas, creencias y observancias. Esas diferencias se habían convertido en un problema de orgullo e identidad humanos.

– El emperador Miguel Paleólogo ha consentido en enviar delegados al concilio que he convocado en Lyon para el mes de junio -siguió diciendo Gregorio-. Deseo que también asistas tú, Enrico, para que prestes atención a todo lo que escuches. Necesito saber quiénes son mis amigos y mis enemigos.