Palombara experimentó una oleada de emoción. Resolver el cisma sería el logro más trascendental del cristianismo en los dos últimos siglos. Roma controlaría todos los territorios e impondría obediencia a todos cuantos vivían desde el Atlántico hasta el mar Negro.
– ¿Cómo puedo yo servir a esta causa? -Palombara se sorprendió a sí mismo por la sinceridad con que lo dijo.
– Tú posees un intelecto brillante, Enrico -dijo Gregorio con suavidad, relajando las duras líneas de su rostro-. Tienes gran capacidad y un buen equilibrio entre prudencia y fuerza. Entiendes la necesidad.
– Gracias, Santo Padre.
– No me des las gracias, esto no es adulación -replicó Gregorio, un tanto irónico-. Simplemente me limito a recordarte las cualidades que posees y que van a necesitarse. Es mi deseo que vayas a Bizancio, como legado de la Santa Sede, con la misión especial de poner fin a esta disputa que divide a la Iglesia de Cristo.
Los labios del pontífice se curvaron en una sonrisa.
– Percibo que has comprendido la idea. Sabía que sería así. Te conozco mejor de lo que imaginas, Enrico. Tengo mucha fe en tu capacidad. Como siempre, por supuesto, irás acompañado por otro legado. He escogido al obispo Vicenze. Sus habilidades serán el adecuado complemento a las tuyas. -Hubo un destello de diversión en sus ojos, casi imperceptible, pero por un instante resultó inconfundible.
– Sí, Santo Padre. -Palombara conocía a Niccolo Vicenze y le desagradaba profundamente. Era un individuo terco, sin imaginación y entregado hasta rayar en la obsesión. Y además carecía totalmente de humor. Hasta su placer era ritualista, como si debiera seguir un orden preciso porque de lo contrario perdería el control-. Nos complementaremos el uno al otro, Santo Padre -expresó en voz alta.
Era la primera mentira que decía en todo aquel encuentro. Si él fuera Papa, también habría enviado a Niccolo Vicenze lo más lejos posible.
Gregorio se permitió una sonrisa generosa. -Ah, de eso no me cabe duda, Enrico, no me cabe duda. Estoy deseando verte en Lyon. Pienso que quizá te diviertas. Palombara inclinó la cabeza. -Sí, Santo Padre.
En el mes de junio, Palombara se encontraba en la ciudad francesa de Lyon. Hacía calor, el aire era seco y las calles estaban cubiertas de polvo. Llevaba toda la semana observando y escuchando, tal como le había encomendado el Papa, y había oído una diversidad de opiniones, la mayoría de ellas escasamente conscientes del peligro proveniente del este y del sur que Gregorio percibía con tanta nitidez.
Los delegados que había prometido enviar el emperador de Bizancio no habían llegado todavía. Nadie sabía por qué.
Subió un tramo de escaleras que conducían a la calzada superior. Frente a sí vio a un cardenal vestido de púrpura cuyos ropajes emitían destellos bajo el sol de junio. Lyon era una ciudad hermosa, solemne e imaginativa, construida sobre dos ríos. Durante aquel mes, las gentes de las calles y otros caminos menos frecuentados ya estaban acostumbradas a ver pasar a príncipes de la Iglesia, y se limitaban a acusar su presencia con una cortés inclinación de cabeza y después continuaban con sus quehaceres cotidianos.
De pronto Palombara volvió la cabeza al oír un tumulto, en la calle hubo movimiento, hombres que se hacían a un lado. Se produjo un revuelo de colorido, púrpuras, rojos y blancos, junto con varios destellos de oro, como si el viento agitara un campo de amapolas. De una de las grandes entradas del palacio salió el rey Jaime I de Aragón, rodeado de cortesanos. Todo el mundo le abrió paso.
Era totalmente distinto del audaz y arrogante Carlos de Anjou, rey de las Dos Sicilias, un título que de hecho abarcaba toda Italia desde Nápoles para abajo. Carlos era lo menos santo que se podía ser y, sin embargo, podía ser él quien encabezara la cruzada que deseaba el Papa con tanta vehemencia. Era un contraste interesante en lo sagrado y lo práctico, un contraste que Palombara contemplaba con cierta indecisión.
Aquella tarde asistió a misa en la catedral de Saint Jean. El edificio había empezado a construirse casi un siglo antes, y aún distaba mucho de estar terminado. Aun así era magnífico, severo y dotado de la elegancia del románico.
El dulce perfume del incienso llenó la cabeza de Palombara y todo comenzó a crecer a un ritmo complejo, que lo fue llevando poco a poco hacia aquel exquisito momento en que el pan y el vino se transformarían en el cuerpo y la sangre de Cristo, y de manera mística todos quedarían unidos, limpios de pecado y renovados en el espíritu.
¿Existía allí eso que llamaban la comunicación con Dios? ¿La experimentaban aquellos hombres que tenía a su alrededor? ¿O eran tan solo la música y el incienso, el ansia de creer, los ingredientes que fabricaban aquel anhelado espejismo?
¿O eran las mentiras y las dudas que Palombara permitía que envenenaran su alma lo que volvía sus oídos sordos a las voces de los ángeles? Los recuerdos acudieron a él con una sacudida de placer sensual y culpabilidad emocional. Cuando era un joven sacerdote, dio consejo a una mujer cuyo esposo era un individuo hosco y distante, quizá no muy diferente de Vicente, Fue delicado con ella, y la hizo reír.
Ella se enamoró de él. Palombara vio lo que pasaba, y le gustó. Era una mujer cálida y encantadora. Se acostó con ella. Incluso ahora, de pie en aquella catedral, mientras un cardenal oficiaba la misa, desapareció el incienso de su olfato y de su garganta para dejar sitio a la fragancia del cabello de ella, al calor de su piel, y hasta le pareció ver su sonrisa.
La mujer quedó encinta, del hijo de Palombara, y ambos convinieron en dejar que el esposo creyera que era suyo. ¿Fue una mala acción? Prudente o no, fue la mentira de un cobarde.
Palombara se confesó con su obispo, le fue impuesta una penitencia y recibió la absolución. Era mejor para la Iglesia, y por consiguiente para el bienestar del pueblo, que aquello no se supiera nunca. Pero ¿fue una penitencia suficiente? En su interior no había paz, no sentía que hubiera sido perdonado.
Allí de pie, en medio de la música, el color y la luz, las caras extasiadas de hombres cuyo pensamiento podría estar en aquel momento tan alejado de Dios como estaba el suyo, tuvo la impresión de no haber saboreado la vida en su plenitud y comenzó a abatirse sobre él un pavor terrible, el miedo de que tal vez no hubiera nada más que aquello. ¿Podía ser que el verdadero infierno fuera el hecho de que no existía el cielo?
Por fin, el 24 de junio llegaron a Lyon los embajadores de Miguel Paleólogo. Se habían visto retrasados por el mal tiempo en el mar, y llegaban demasiado tarde para buena parte del debate. Presentaron una carta del emperador, firmada por cincuenta arzobispos y quinientos obispos o sínodos. No se podía negar su buena fe. Al parecer, la victoria de Roma había llegado con facilidad.
El 29 de junio, Gregorio celebró la misa de nuevo en la catedral de Saint Jean. La epístola, el evangelio y el Credo se entonaron en latín y en griego.
El 6 de julio, se leyó en voz alta la carta del emperador y los embajadores bizantinos prometieron fidelidad a la Iglesia latina y abjuraron de todas las proposiciones que ésta negaba.
Gregorio tenía el mundo en sus manos. Todo se había cumplido; los obispos indignos habían sido depuestos, ciertas órdenes mendicantes habían sido suprimidas, y las órdenes de San Francisco y de Santo Domingo fueron aprobadas efusivamente. Los cardenales ya no iban a poder vacilar ni retrasar la elección de un nuevo Papa. Rodolfo de Habsburgo fue reconocido como futuro monarca del Santo Imperio Romano.
A pesar de la muerte de Tomás de Aquino, que tuvo lugar cuando se dirigía a Lyon, y la de san Buenaventura, acaecida en Lyon mismo, la copa del triunfo de Gregorio estaba rebosante.