Выбрать главу

Palombara estaba feliz. La vehemencia con que fluía la conversación era como un viento del océano, errático, indisciplinado, peligroso, pero arrollador y proveniente de un horizonte infinito. Cuando, inesperadamente, llegó Vicenze, de súbito cayó en la cuenta de lo mucho que se había alejado de la doctrina aceptada.

Vicenze había escuchado parte de la conversación e interrumpió de un modo un tanto maleducado, diciendo que tenía una noticia urgente y que Palombara debía acudir de inmediato. Dado que sus interlocutores eran tan sólo unos conocidos encontrados por casualidad, Palombara no tenía excusa para acabar la discusión. De mala gana, se excusó y salió a la calle con Vicenze, enfadado y frustrado, sorprendido por la sensación de pérdida que lo embargaba.

– ¿Qué noticia es ésa? -preguntó con frialdad. Estaba dolido no sólo por la interrupción, sino también por la manera autoritaria en que había actuado Vicenze, y ahora por aquella expresión reprobatoria, con los labios fruncidos.

– Nos han mandado aviso de que nos presentemos ante el emperador -contestó Vicenze-. Mientras vos filosofabais con ateos, me he ocupado de disponerlo todo. Tratad de recordar: ¡servís al Papa!

– Me gustaría pensar que sirvo a Dios -comentó Palombara en voz baja.

– Y a mí también me gustaría pensar que así lo hacéis -contraatacó Vicenze-, pero lo dudo. Palombara cambió de tema. -¿Para qué quiere vernos el emperador?

– Si supiera lo que quiere, ya os lo habría dicho -soltó Vicenze. Palombara lo dudaba, pero aquello no merecía una discusión.

La audiencia con el emperador Miguel Paleólogo tuvo lugar en el palacio Blanquerna. Palombara, que se había interesado un poco por la historia del mismo, se dijo que las glorias del pasado parecían flotar en el aire, como espectros perdidos en el gris de la época presente.

Todas las paredes por las que iban pasando habían estado en otro tiempo impecables, con incrustaciones de pórfido y alabastro y adornadas con iconos. Cada hornacina había alojado una estatua o un bronce. Allí habían reposado algunas de las obras de arte más importantes del mundo, mármoles de Fidias y Praxíteles de la edad clásica, anterior a Cristo.

Él había visto las manchas de humo de cuando tuvo lugar la invasión de los cruzados, y había sentido vergüenza de ellas. Aquí también advirtió las cicatrices de la pobreza: los tapices sin remendar, los mosaicos con piezas rotas, columnas y pilastras desconchadas. Qué bárbaros del arte eran los cruzados, pese a sus pretensiones de servir a Dios. Había muchas maneras de no creer.

Fueron conducidos a la presencia del emperador, en una magnífica estancia de altos ventanales que daban al Cuerno de Oro. Debajo se extendía el amplio panorama de la ciudad, con sus tejados y sus torres, sus agujas, con los mástiles de los barcos del puerto y las casas arracimadas en la orilla.

El salón tenía suelos de mármol y unas columnas de pórfido que sostenían un techo ricamente decorado, con arcos de mosaicos que lanzaban destellos de oro aquí y allá.

Pero todo aquello no fue más que una impresión efímera. Cuando Palombara se acercó a la persona del emperador se quedó sorprendido al apreciar la vitalidad interior que desprendía. Era muy moreno, de cabellera tupida y barba poblada. Sus vestiduras eran de seda y estaban cargadas de brocados y piedras preciosas, como cabía esperar. Llevaba no sólo la túnica y la dalmática de costumbre, sino además una especie de cuello que terminaba por delante con algo parecido al pectoral de un sacerdote. Éste estaba incrustado de gemas y ribeteado todo alrededor con perlas e hilo de oro. El emperador lo llevaba como si estuviera habituado a él y no le prestara la menor importancia. Palombara se acordó, con un estremecimiento, de que Miguel estaba considerado «Igual a los Apóstoles». Era un brillante soldado que había conducido a su pueblo a la batalla y lo había rescatado del exilio para devolverlo a la ciudad que le era propia. Había recuperado el imperio con sus propias manos. Sería una necedad subestimarlo.

Palombara y Vicenze recibieron todos los saludos formales del emperador, quien los invitó a sentarse. El protocolo para la firma del acuerdo ya se había establecido y no parecía que hubiera nada más que debatir, pero si lo hubiera, se dejaría en manos de funcionarios de menor rango.

– Los príncipes y prelados de la Iglesia ortodoxa somos conscientes de los desafíos a que nos enfrentamos y de las necesidades que nos acucian -dijo Miguel con voz calma, mirando alternativamente a uno y a otro-. No obstante, el coste que nos representa es elevado, y no todos están dispuestos a pagarlo.

– Si estamos aquí es para asistiros en lo que esté en nuestra mano, majestad -dijo Vicenze, que se sintió empujado a llenar el silencio.

– Lo sé. -En los labios de Miguel surgió una débil sonrisa-. ¿Y vos, obispo Palombara? -preguntó con suavidad-. ¿Vos también ofrecéis vuestra ayuda a nuestra causa? ¿O el obispo Vicenze habla por boca de los dos?

Palombara sintió que la sangre le subía al rostro. No debía dar ventaja a Miguel con tanta rapidez.

En los ojos negros del emperador brilló la diversión y afirmó con la cabeza.

– Bien. En ese caso, todos deseamos el mismo resultado -dijo-, pero por razones distintas y quizá de maneras distintas; yo por la seguridad de mi pueblo y tal vez por la supervivencia de mi ciudad, vosotros por vuestra ambición. No queréis regresar a Roma con las manos vacías. Si fracasáis, no obtendréis el capello cardenalicio.

Palombara se estremeció. Miguel era un hombre demasiado realista, pero la vida le había dado pocas oportunidades de ser otra cosa. Elegía la unión con Roma porque era la única posibilidad de sobrevivir, no porque reconociera una concordancia de creencias. Estaba haciéndoles saber eso, por si habían abrigado la ilusión de que iban a poder conmoverlo con una conversión religiosa. Era ortodoxo hasta la médula, pero su intención era la de sobrevivir.

– Entiendo, majestad -respondió Palombara-. Nos enfrentamos a difíciles decisiones. Y elegimos las mejores de ellas.

– Haremos lo que sea adecuado, majestad. Comprendemos que precipitarse sería desafortunado -dijo Vicenze inclinando la cabeza de forma tan leve que resultó apenas discernible.

Miguel lo miró con desconfianza.

– Muy desafortunado -añadió el emperador.

Vicenze respiró hondo para ir a decir algo.

Palombara tembló, temiendo que fuera a cometer alguna torpeza; sin embargo, una parte minúscula de su ser deseó que se estrellara.

Miguel aguardó.

– De todos modos, en nada es deseable un fracaso -dijo Palombara en voz baja. Era una cuestión de orgullo. Deseaba que Miguel lo viera a él totalmente aparte de Vicenze.

– Cierto -afirmó Miguel. Acto seguido, dirigió la vista hacia el fondo de la estancia e hizo una seña a alguien para que se acercara. Quien obedeció fue una persona de estatura peculiar, que caminaba Con un paso extrañamente grácil. Tenía un rostro grande y desprovisto de barba, y cuando habló, con el permiso del emperador, su voz sonó suave como la de una mujer, pero no femenina.

Miguel lo presentó como el obispo Constantino.

Se saludaron entre sí formalmente y con cierta incomodidad.

Constantino se volvió hacia Miguel.

– Majestad -dijo con énfasis-. También se debería consultar al patriarca, Cirilo Coniates. Su aprobación sería de gran utilidad a la hora de persuadir al pueblo de que acepte la unidad con Roma. ¿Debo entender que no habéis sido informado de cuan profundos son los sentimientos del pueblo? -Pronunció la frase como si fuera una pregunta, pero la emoción que traslucía su voz la convirtió en una advertencia.