A Palombara le resultó una presencia incómoda, debido a lo indeterminado de su masculinidad, pero también porque esa extraña persona daba la impresión de estar esforzándose mucho por ocultar una pasión que temía mostrar. En cambio, ésta se dejaba ver con toda claridad en los gestos ridículos que hacía con aquellas manos blancas y grandes y en la pérdida de control de la voz.
El semblante de Miguel se oscureció.
– Cirilo Coniates ya no conserva su cargo -señaló.
Constantino no se amilanó.
– Es probable que los monjes sean la sección de la Iglesia más difícil de convencer de que hemos de abandonar nuestras antiguas costumbres para someternos a Roma, majestad -afirmó-. Y Cirilo podría ayudarnos.
Miguel se lo quedó mirando con una expresión en la cara que pasó de la certeza a la duda.
– Me confundís, Constantino -dijo por fin-. Primero estáis en contra de la unión, y ahora me impartís instrucciones de cómo allanar el camino para llegar a ella. Al parecer, cambiáis como el agua agitada por el viento.
De pronto Palombara tuvo una revelación incómoda, como si alguien le hubiera quitado una venda de los ojos. ¿Cómo había podido ser tan lento para verlo? El obispo Constantino era uno de los eunucos que había en la corte de Bizancio. Sin querer desvió la mirada, y tuvo conciencia de un rubor que le subía a las mejillas y de una incómoda sensación que le recordó que él mismo estaba entero. Había asociado pasión y fortaleza con masculinidad, y lo afeminado con volubilidad, flaqueza, falta de decisión o de valor. Y al parecer Miguel sentía lo mismo.
– El mar está formado por agua, majestad -dijo Constantino con suavidad, mirando fijamente a Miguel sin bajar los ojos-. Cristo caminó sobre las aguas del lago de Genesaret, pero haríamos bien en tratar el asunto con mayor cautela y respeto. Porque si perdemos la fe, como le ocurrió a Pedro, puede que nos ahoguemos sin contar con una mano divina que se tienda para salvarnos.
En la estancia chisporroteó el silencio.
Miguel inhaló aire muy despacio y después lo exhaló. Estudió largo rato el rostro del obispo. Constantino permaneció impávido.
Vicenze tomó aire para hablar, pero Palombara se lo impidió propinándole un fuerte codazo, y lo oyó ahogar una exclamación.
– No tengo ninguna seguridad de que Cirilo Coniates vea la necesidad de lograr la unión -dijo Miguel por fin-. Él es un idealista, y yo soy guardián de lo práctico.
– El sentido práctico es el arte de buscar lo que produce resultados, majestad -repuso Constantino-. Sé que sois demasiado buen hijo de la Iglesia para sugerir que la fe en Dios no produce resultados.
Palombara disimuló a duras penas una sonrisa, pero nadie lo estaba mirando.
– Si tomo la decisión de solicitar ayuda a Cirilo -dijo Miguel con cautela, con la mirada firme-, no me cabe duda de que vos, Constantino, seréis el hombre que enviaré a buscarlo. Hasta que llegue ese momento, espero de vos que persuadáis a vuestro rebaño de que conserve la fe tanto en Dios como en vuestro emperador.
Constantino hizo una venia, pero en ella había escasa obediencia.
Unos momentos más tarde Palombara y Vicenze recibieron permiso para marcharse.
– Ese eunuco podría resultar una molestia -comentó Vicenze en italiano mientras la guardia varega los acompañaba hasta la salida y volvían a encontrarse al aire libre, con el impresionante paisaje de la ciudad a sus pies. Se estremeció ligeramente y torció el labio superior en un gesto de disgusto-. Si no podemos convertir a personas como él… -tuvo cuidado de no emplear el término «hombres»-, tendremos que pensar un modo de subvertir su poder.
– En la cumbre de su poder, los eunucos dominaban la corte entera y buena parte del Gobierno -le informó Palombara con contumaz satisfacción-. Eran obispos, generales del ejército, ministros del Gobierno y de la Justicia, matemáticos, filósofos y médicos.
– ¡Bien, pues Roma va a poner fin a eso! -exclamó Vicenze con abierta satisfacción-. No es en absoluto tarde.
Y dicho esto reemprendió la marcha a paso vivo, obligando a Palombara a seguirlo.
CAPÍTULO 13
Palombara se entretuvo en averiguar más detalladamente de qué modo el emperador podía fortalecer su posición a los ojos de su pueblo. Si éste de verdad lo consideraba el «Igual a los Apóstoles», era posible que creyeran que él los guiaba virtuosamente en su decisión religiosa, tal como los había guiado en decisiones militares y gubernamentales.
Se dirigió a la gran catedral de Santa Sofía, pero no para adorar, ni desde luego tampoco para participar de la misa ortodoxa. Deseaba experimentar las diferencias que había entre lo griego y lo romano.
El oficio resultó más emotivo y conmovedor de lo que esperaba. Le confería una solemnidad irresistible a aquella catedral tan antigua, con sus mosaicos, sus iconos y sus columnas, aquellas hornacinas recubiertas de oro que enmarcaban maravillosas figuras de santos de ojos oscuros, de la Madona y del propio Cristo. Bajo aquella luz resplandecían con una presencia casi animada, y sin quererlo descubrió que su apreciación intelectual se vio superada por el asombro reverencial hacia la genialidad y la belleza que poseían. La gigantesca cúpula parecía casi flotar por encima de su gran círculo de ventanas, como si no tuviera un apoyo de piedra y ladrillos. A sus oídos había llegado la leyenda de que la construcción de aquella iglesia rebasaba la capacidad humana y que la cúpula misma quedó milagrosamente suspendida del cielo mediante una cadena de oro que sostenían los ángeles hasta que se pudieron fijar en su sitio las columnas. Era una leyenda que en su momento le hizo reír, pero que aquí, en la contemplación de semejante grandiosidad, no le pareció imposible.
Estaba en la escalera exterior cuando vio, un poco apartada de la multitud, a una mujer cuya estatura era superior a la media. Poseía un rostro extraordinario. Tendría al menos sesenta años, posiblemente más, pero estaba de pie con una actitud perfecta, incluso arrogante. Tenía unos pómulos destacados, una boca demasiado grande y sensual y unos ojos dorados y penetrantes. Lo estaba mirando a él, resaltándolo entre los demás. Palombara se sintió halagado e incómodo a Un tiempo cuando se aproximó a él.
– Vos sois el legado papal de Roma. -La mujer tenía una voz fuerte, y, visto de cerca, su rostro estaba lleno de una vitalidad que exigía la atención de él, y también su interés.
– En efecto -contestó-. Enrico Palombara.
Ella se encogió ligeramente de hombros, casi en un gesto voluptuoso.
– Yo soy Zoé Crysafés -dijo-. ¿Habéis venido a ver la sede de la Sagrada Sabiduría antes de intentar destruirla? ¿Su belleza os llega al alma, o tan sólo a los ojos?
En aquella mujer no había nada que invitara a la piedad. Ella era un aspecto de Bizancio que Palombara no había visto hasta el momento; tal vez el viejo espíritu que había sobrevivido a los bárbaros cuando cayó Roma: ardiente, peligroso e intensamente griego. La fuerza que irradiaba aquella mujer lo tenía fascinado, igual que una llama atrae a Un insecto nocturno.
– Lo que se percibe sólo con los ojos necesariamente no tiene significado -repuso Palombara.
Ella sonrió, pues se dio cuenta al instante del sutil halago que implicaba aquella respuesta, y la divirtió. Aquello podía ser el principio de un largo duelo, si es que ella realmente se preocupaba por la fe ortodoxa y por mantenerla a salvo de la contaminación de Roma. Zoé arqueó las cejas.
– ¿Cómo puedo saberlo? Nosotros no tenemos nada que no posea Un significado. -La diversión que ella sentía resultaba casi palpable. Palombara aguardó.
– ¿No teméis que tal vez estéis equivocado al exigir nuestra sumisión? -le preguntó Zoé por fin-. ¿No os desvela por la noche, cuando estáis solo y la oscuridad que os rodea está llena de pensamientos, buenos y malos? ¿En esos momentos no dudáis de que sea el diablo el que os habla, y no Dios?