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Palombara estaba perplejo. No esperaba que ella dijera eso.

La mujer lo miraba nuevamente con fijeza, buscando sus ojos. Entonces rompió a reír, una carcajada plena y sonora en la que latía la vida.

– ¡Ah, ya entiendo! -dijo ella-. No oís la voz de nadie, ¿verdad?, tan sólo silencio. Un silencio eterno. Ése es el secreto de Roma: que no hay nadie más, ¡salvo vosotros mismos!

Palombara contempló la inteligencia y la victoria reflejadas en el semblante de Zoé. Aquella mujer había visto el vacío que sentía por dentro. Permaneció de pie frente a ella mientras el gentío que salía pasaba a su alrededor. Percibió su dolor, como el contacto del fuego. Incluso pudo sentir lo mismo que ella, pero al final la unión iba a suceder, con la aquiescencia de Zoé Crysafés o sin ella. Todo aquel esplendor de la vista, el oído, y sobre todo la mente, podía quedar destruido por los ignorantes, si los ejércitos de los cruzados irrumpían de nuevo en aquella ciudad.

El hecho de conocerla a ella podía proporcionarle una ventaja que haría mejor en ocultar a Vicenze. En las semanas siguientes, Palombara cultivó de forma discreta su interés por Zoé Crysafés, escuchando nombrarla en lugar de sacar él mismo su nombre a colación. Recopiló muchos datos sobre la familia de ella, que en otro tiempo había sido poderosa. Su único vástago, Helena, que se había casado con un miembro de la antigua casa imperial de los Comneno, había enviudado recientemente por el asesinato de su esposo.

Se rumoreaba que Zoé había tenido muchos amantes, entre ellos posiblemente el propio Miguel Paleólogo. Palombara se inclinaba a creerlo. Incluso ahora la rodeaba un aura de sensualidad, una ferocidad y una fuerza vital que hacían que las demás mujeres parecieran aburridas.

Por un instante lamentó ser el legado del Papa, en el extranjero, donde no se atrevía a cometer un desliz. Vicenze estaba siempre vigilante, y de todos modos Zoé seguramente no tenía amantes por el mero placer de tenerlos. Con ella, la pasión física habría sido una buena batalla, una batalla digna de librarse, se ganara o se perdiera. En todo momento sería también una batalla de la mente, aunque no del corazón.

De él dependía provocar el encuentro siguiente, lo cual hizo yéndose a solas por la calle Mese en busca de algún objeto inusual que regalarle. Después podría ir a visitarla, aparentemente para pedirle consejo; sabía lo suficiente de ella para que aquello resultara creíble.

Lo condujeron al magnífico salón de Zoé, orientado hacia la ciudad y, al fondo, el Bósforo. Fue como pisar de nuevo la Constantinopla antigua, la anterior al saqueo: su esplendor se había atenuado un poco, pero su orgullo seguía siendo firme. En las paredes colgaban tapices oscuros y de intrincado dibujo. Los colores se habían apagado con el paso de los siglos, pero no estaban desvaídos, sino tan sólo debilitados en aquellos puntos en que la luz había suavizado los tonos. El suelo era de mármol, alisado por el pasar de varias generaciones. El techo tenía algunas zonas incrustadas de oro. En una pared había una cruz de oro de casi dos pies de largo, con una figura tan exquisitamente tallada que parecía estar a punto de retorcerse en un último gesto de dolor.

La propia Zoé iba vestida con una túnica de color ámbar y sobre ésta una dalmática de un tono más oscuro, más vivo, sujeta con una fíbula de oro adornada con granates. Pareció divertida de ver a Palombara, como si supiera que iba a venir, pero quizá no tan pronto.

Había otra persona presente, más o menos de la misma altura que Zoé, pero vestida con una túnica de color liso y una dalmática azul oscuro. Estaba de pie cerca de un rincón de la estancia, ocupada en empaquetar unos polvos en unas cajitas. Palombara percibió el penetrante aroma que despedían: algún tipo de hierbas medicinales molidas.

Zoé ignoró a la otra persona, de manera que Palombara hizo lo propio.

– He encontrado un pequeño regalo que espero que os interese -dijo, al tiempo que le tendía lo que había traído, envuelto en seda roja. Cabía perfectamente en la palma de su delgada mano.

Zoé lo miró con una expresión de curiosidad en sus ojos dorados, pero de momento no pareció estar impresionada.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Porque de vos puedo aprender más sobre el alma de Bizancio que de ninguna otra persona -respondió Palombara con total sinceridad-. Y, al contrario que mi compañero, el legado Vicenze, deseo adquirir esos conocimientos. -Se permitió una sonrisa.

El semblante de Zoé se iluminó con un destello de diversión. Abrió la seda y sacó una pieza de ámbar del tamaño del huevo de un ave pequeña. En su interior había una araña atrapada, inmortalizada en el momento anterior a la victoria, a una fracción de alcanzar la mosca. Ella no disimuló la fascinación que le produjo, ni tampoco el placer.

– ¡Anastasio! -llamó, a la vez que se daba la vuelta hacia la persona que manipulaba las hierbas-. ¡Venid a ver lo que me ha traído el legado papal de Roma!

Palombara vio que se trataba de otro eunuco, más bajo y más joven que él obispo Constantino, pero con la misma boca, el mismo rostro barbilampiño y, cuando habló, la misma voz tersa.

– Turbador -señaló el eunuco, examinando la pieza de cerca-. Muy ingenioso.

– ¿Así lo creéis?-le preguntó Zoé. Anastasio sonrió.

– Una imagen muy descriptiva del instante y de la eternidad -dijo-. Uno cree tener el trofeo al alcance de la mano y, sin embargo, se le escapa para siempre. Ese momento queda congelado, y mil años después uno continúa inmóvil y con las manos vacías.

Posó la mirada en Palombara, que quedó asombrado por la inteligencia y el valor que detectó en sus ojos. Eran grises y serenos, muy distintos de los de Zoé, aunque el resto de los colores de su rostro era casi el mismo. Él también tenía pómulos salientes y una boca sensual. Palombara se sintió turbado por el hecho de que Anastasio hubiera visto tantas cosas en aquel ámbar, más de las que había visto él mismo.

Zoé lo estaba observando.

– ¿Eso es lo que pretendéis decirme, Enrico Palombara? -le preguntó. Se negaba a tratarlo de «excelencia» porque era un obispo de Roma, no de Bizancio.

– Mi deseo era proporcionaros placer, e interés -respondió dirigiéndose sólo a ella, no al eunuco-. Tendrá el significado que vos queráis darle.

– Hablando de inmortalidad -prosiguió Zoé-, si cayerais enfermo mientras estáis en Constantinopla, puedo recomendaros a Anastasio. Es un médico excelente. Y os curará de vuestra enfermedad sin sermonearos por vuestros pecados. Un poco judío, pero eficaz. Yo ya conozco mis pecados, y me resulta de lo más tedioso que me los repitan, ¿a vos no? Sobre todo cuando no me siento bien.

– Eso depende de si suscitan envidia o desprecio -repuso Palombara en tono ligero.

Captó un destello de sonrisa en el rostro del eunuco, pero ésta desapareció enseguida, casi antes de estar seguro de haberlo visto.

Zoé también lo captó.

– Explicaos -ordenó a Anastasio.

Éste se encogió de hombros. Fue un gesto curiosamente femenino y, sin embargo, no parecía tener la volátil actitud emocional de Constantino.

– En mi opinión, el desprecio es la capa bajo la que se esconde la envidia -le respondió a Zoé, sonriendo al decirlo.

– ¿Y qué deberíamos sentir hacia el pecado? -se apresuró a preguntar Palombara antes de que Zoé pudiera hablar-. ¿Ira?

Anastasio lo miró con aplomo, una mirada extrañamente desconcertante.

– No, a no ser que se le tenga miedo -dijo-. ¿Suponéis que Dios teme al pecado?

La respuesta de Palombara fue instantánea.

Eso sería ridículo. Pero nosotros no somos Dios. Al menos en Roma no creemos serlo -agregó.

La sonrisa de Anastasio se ensanchó.

– Y en Bizancio tampoco creemos que lo seáis -concordó.

Palombara rio, en contra de sí mismo, pero, además de por diversión, porque se sentía violento. No sabía qué pensar de Anastasio. Parecía lúcido, intelectual como un hombre, y al momento siguiente resultaba bruscamente femenino. Palombara estaba viéndose demasiadas veces en una situación desfavorable. Le vinieron a la cabeza las sedas que había visto en los mercados, que al acercarlas a la luz cambiaban de color: unas veces eran azules, otras veces eran verdes. El carácter de los eunucos era como el brillo de la seda: fluido, impredecible. Eran un tercer género, hombre y mujer, y, sin embargo, ninguna de las dos cosas.