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Zoé dio vueltas al ámbar en la mano.

– Esto merece un favor -le dijo a Palombara con los ojos brillantes-. ¿Qué deseáis?

Ella lanzó una mirada fugaz al eunuco. Palombara percibió en ella irritación y acaso un momentáneo desprecio. Pero es que una mujer apasionada y sensual como Zoé no podía olvidar en ningún momento que Anastasio no era un hombre completo. ¿Qué se sentiría al serle negado a uno el más básico de los apetitos? Estar hambriento es estar vivo. Palombara se preguntó si había algo que Anastasio deseara, con aquel fuego que le ardía en los ojos.

Luego le dijo en voz alta a Zoé qué había venido a buscar.

– Información, naturalmente.

– ¿De quién? -preguntó Zoé parpadeando.

Palombara dirigió la vista hacia Anastasio.

Zoé sonrió y miró al médico de arriba abajo, como si estuviera Calculando si valía tanto como para despedirlo o si, al igual que un criado, era demasiado insignificante para preocuparse de él.

Pero Anastasio tomó la decisión por sí mismo.

– Os dejo las hierbas encima de la masa. Si os complacen, os traeré más. En caso contrario, os sugeriré otra cosa. -A continuación se volvió hacia Palombara-. Excelencia, espero que vuestra estancia en Constantinopla os resulte interesante.

Hizo una reverencia a Zoé y se marchó, recogiendo su saquito de hierbas al salir. Caminó con rigidez, como si tuviera que tener cuidado de conservar el equilibrio, o quizá su dignidad. Palombara pensó que tal vez estuviera aquejado de un dolor sumamente privado, una herida nunca curada del todo. ¿Cómo podía un hombre soportar algo así, semejante indignidad, una mutilación, sin experimentar resentimiento? Era suficientemente afeminado; a lo mejor no le habían extirpado sólo los testículos, sino todo. Qué incomprensible mezcla de belleza, sabiduría y barbarie eran los eunucos. Roma debería temerlos más.

Se volvió hacia Zoé, preparado para escuchar todo lo que ésta le contara de su ciudad, y recibirlo con interés y escepticismo.

CAPÍTULO 14

Constantino se encontraba en su sala favorita de la casa, acariciando con la mano el suave mármol de la estatua. Ésta tenía la cabeza hundida en actitud pensativa y poseía unos miembros desnudos perfectos. Pasó la mano una y otra vez, moviendo los dedos como si pudiera masajear y palpar los músculos y los nervios de aquellos hombros de piedra. Él mismo tenía el cuerpo tan tenso que le resultaba doloroso.

Miguel había promulgado de nuevo la firma, y él se había visto impotente para impedirlo. Iba a ser un indicativo de sumisión, una señal al mundo, y sobre todo a Dios, de que el pueblo de Bizancio había abandonado su fe. Aquellos que habían confiado en el liderazgo de la Iglesia iban a ser destruidos por los mismos hombres que estaban obligados mediante juramento a salvar sus almas. ¡Qué poca visión! Vender hoy para comprar la seguridad de mañana. ¿Y su salvación en la eternidad? ¿No era aquello más importante que ninguna cosa terrenal?

Pero él sabía lo que había que hacer, y lo había hecho. Mientras pensaba en esto rompió a sudar, a pesar de que aquella estancia era fresca. ¡El pueblo bizantino tenía derecho a luchar por la vida!

De modo que lo había hecho. Había prendido la llama en sus corazones, y ésta explotó en un tumulto en las calles, decenas de personas, luego centenares, que inundaron las plazas y los mercados protestando a gritos contra la unión con Roma y contra todo lo que fuera ajeno y forzado.

Naturalmente, él había procurado dar la impresión de estar haciendo todo lo que estaba en su mano para detenerlos, de simpatizar Con ellos y aun así intentar frenar la violencia y llamar al orden y al respeto, a la vez que los empujaba adelante. ¿Qué diferencia había entre un gesto de bendición y otro de ánimo? Radicaba en el ángulo de la mano, en la inflexión del tono de voz, en no elevar éste lo bastante para que se oyera por encima del estruendo.

Fue maravilloso, soberbio. Acudieron por millares, llenaron las calles hasta obstruir todos los caminos. Todavía le parecía oír las voces allí, en aquella silenciosa estancia. Sintió la sangre golpeando en sus venas, el corazón acelerado, el sudor provocado por el calor y por el miedo resbalándole por la piel en medio del estrépito.

– ¡Constantino! ¡Constantino! ¡En nombre de Dios y de la Santísima Virgen, Constantino por la fe!

Él les sonrió al tiempo que retrocedía uno o dos pasos como si rechazara modestamente aquellos vítores, pero ellos gritaron con más fuerza cada vez.

– ¡Constantino! ¡Guíanos a la victoria, por la Santísima Virgen!

Él alzó las manos a modo de bendición y ellos fueron calmándose gradualmente, hasta que cesó el griterío. Permanecieron en la plaza y en las calles de alrededor, en silencio, esperando a que él les dijera lo que tenían que hacer.

– ¡Tened fe! ¡El poder de Dios es más grande que el de cualquier hombre! -les dijo-. Sabemos lo que es verdadero y lo que es falso, lo que pertenece a Cristo y lo que es del demonio. Id a casa. Ayunad y orad. Sed leales a la Iglesia, y Dios será leal con vosotros.

¿Dios los salvaría de Roma? Sólo si su fe era perfecta, y la misión de Constantino consistía en encargarse de que lo fuera.

Naturalmente hubo violencia, heridos, incluso dos muertos. Pero los culpables fueron llevados ante él, aterrados por el castigo, y él los absolvió. Con tan sólo unos cuantos avemarías y la promesa de permanecer leales a la fe. ¿Había sido demasiado liviano con ellos, escogiendo ver penitencia donde en realidad había únicamente miedo? Prefirió pensar que no.

Sólo unos días después Miguel tomó represalias. El trono vacante del patriarca de Bizancio no le fue concedido al eunuco Constantino, sino a Juan Becco, un hombre entero.

El criado que le trajo la noticia estaba pálido como la cal, como si viniera con un mensaje de muerte. Se plantó frente a Constantino, con la mirada baja y la respiración agitada, que reverberaba en la sala.

Constantino sintió deseos de gritarle, pero con ello revelaría su dolor igual que su desnudez, incompleta, desfigurada por circunstancias que quedaban fuera de su control. Había sido doblemente castrado, le había sido arrebatado el cargo que en justicia le correspondía a él por su virtud, su fe y su voluntad de lucha. Juan Becco estaba a favor de la unión con Roma, era un cobarde y un traidor a su Iglesia.

El criado se lo quedó mirando un instante y después huyó.

Cuando sus pisadas sobre el enlosado cesaron de oírse, Constantino dejó escapar un aullido de furia y humillación. Sentía el pecho inflamado por el odio. Si en aquel momento hubiera podido ponerle las manos encima a Juan Becco, lo habría hecho pedazos. Un hombre entero, un insulto a su propio ser. ¡Como si los órganos configurasen el alma! Un hombre estaba formado por las pasiones del corazón, por sus sueños, por las cosas que anhelaba, los miedos que había superado, la plenitud de su sacrificio, no la de su cuerpo.

¿Era mejor un hombre porque podía introducir su semilla en una mujer? También podían hacerlo las bestias del campo. ¿Era más santo un hombre porque poseía aquel poder y se abstenía de usarlo?

Constantino podría coger un cuchillo y rebanarle los testículos a Becco, ver fluir la sangre, como fluyó la suya cuando era pequeño, ¡con un intenso dolor, con el terror de morir desangrado! Y después contemplar cómo agarraba con las manos lo que quedaba de su virilidad horrorizado por aquella pérdida, un horror que ya no lo abandonaría mientras viviera. Entonces serían iguales. ¡A ver quién era capaz de dirigir la Iglesia y salvarla de Roma!