Выбрать главу

Pero aquello no era más que un sueño, como los que tenía por la noche. No podía hacer tal cosa. Él no tema poder, sino el amor y la confianza del pueblo. El pueblo no debía ver nunca el odio que lo consumía. Era debilidad. Y era pecado.

¿Sería capaz la Santísima Virgen de ver lo que albergaba su corazón? Enrojeció de vergüenza. Se arrodilló despacio, con las lágrimas rodando por sus mejillas.

¡Becco se equivocaba! Era un mentiroso, un contemporizador, un buscador de favores, cargos y poder. ¿Cómo podía un hombre bueno fingir que aprobaba algo así?

Constantino se preguntó a sí mismo si él era un hombre bueno. Podía obligarse a serlo, y debía obligarse.

Se puso en pie para empezar ya, aquel mismo día. No había tiempo que perder. Le demostraría a Juan Becco, a todos, que el pueblo lo amaba, que amaba su fe, su misericordia, su humildad y su coraje, su voluntad de lucha.

En los días que siguieron trabajó hasta caer agotado, sin pensar en sus propias necesidades ni ocuparse de satisfacerlos. Respondió a todo el que le llamó. Recorrió millas a pie de una casa a otra para oír en confesión a los moribundos y darles la absolución. Las familias lloraban de gratitud por la paz espiritual que él les procuraba. Y él salía de las casas con las piernas doloridas y con ampollas en los pies, pero con el ánimo muy alto en la certeza de que era amado, y de que gracias a él cada vez más personas permanecerían leales a la Iglesia verdadera.

Celebró la misa con tanta frecuencia, que en ocasiones tenía la sensación de estar oficiándola en sueños, con palabras que se recitaban solas. Pero aquellos rostros ávidos eran la única recompensa que él deseaba, aquellos corazones humildes y agradecidos. Cuando se acostaba, exhausto, a menudo era en el suelo del lugar en que se encontrase cuando caía la noche, pero le daba igual. Se levantaba al romper el día y comía lo que pudieran darle aquellos desdichados.

Fue muy tarde una noche en que estaba escuchando en confesión a un hombre con pecho de toro, una especie de jefecillo y matón local, cuando empezó a sentirse enfermo.

– Lo golpeé -estaba diciendo el hombre en voz baja, con la mirada insegura y nublada por el miedo, buscando los ojos de Constantino-. Le rompí unos cuantos huesos.

– ¿Y él…? -empezó Constantino, pero de pronto descubrió que le faltaba la respiración. El corazón le latía de forma tan ruidosa que pensó que el hombre que estaba arrodillado ante él también tenía que oírlo. Se sintió mareado. Intentó hablar de nuevo, pero no percibía nada más que un intenso zumbido en los oídos, y al instante siguiente se hundió en el olvido, que a él se le antojó la muerte misma.

Despertó en su propia casa, con una jaqueca terrible y un malestar en el estómago, y encogido de dolor. Su criado, Manuel, se hallaba de pie junto a la cama.

– Permitidme que llame a un médico -suplicó-. Hemos rezado, pero no ha sido suficiente.

– No -dijo rápidamente Constantino, pero hasta su voz se notaba débil. Volvió a sentir un retortijón en el estómago y temió vomitar.

Intentó levantarse para aliviarse urgentemente, pero el dolor lo hizo doblarse sobre sí mismo. Llamó a Manuel para que lo asistiera. Al cabo de veinte minutos, empapado en sudor y tan débil que no era capaz de sostenerse en pie sin ayuda, se derrumbó en la cama y permitió que el criado lo cubriera con las mantas. De repente sentía frío, pero al menos podía permanecer tumbado y tranquilo.

Manuel volvió a pedirle permiso para mandar llamar a un médico, y Constantino volvió a negárselo. El sueño lo curaría. Se quedó tumbado en la cama, con el vientre en calma. Pero el miedo le aferraba el corazón como una garra de hierro que se retorciera en su interior. No se atrevía a yacer en la oscuridad cuando la luz lo fuera abandonando. Nuevamente se sintió empapado en sudor, en cambio notaba los brazos y las piernas helados.

– ¡Manuel! -Su voz fue estridente, casi histérica.

En eso apareció Manuel, con una vela en la mano y el semblante contraído por el miedo.

– Tráeme a Anastasio. Dile que es urgente -concedió Constantino por fin. Una nueva punzada de dolor le cruzó el vientre-. Pero antes ayúdame.

Debía aliviarse otra vez, y deprisa. Necesitaba socorro. Y también pensó que estaba a punto de vomitar. Anastasio era otro eunuco, por lo que no se compadecería de su mutilación ni sentiría repulsa al verla. En cierta ocasión lo había socorrido un médico no castrado, y Constantino advirtió en sus ojos la profunda repugnancia que le produjo. Nunca más, aunque muriera.

Anastasio tan sólo mostraría comprensión. Él también se sentía perdido e inseguro, también llevaba en su interior una carga que le resultaba excesiva; Constantino lo había visto en su rostro en momentos en que tenía la guardia baja. Algún día averiguaría qué carga era aquélla.

– Sí, haz venir a Anastasio. Deprisa.

CAPÍTULO 15

Ana comprendió, a juzgar por la actitud del criado y el tono agudo de su voz, que estaba seriamente alarmado. Pero aparte de aquello sabía que Constantino, un hombre orgulloso y reservado, no la habría mandado llamar si el asunto no fuera grave.

– ¿Cómo se ha manifestado la enfermedad? -le preguntó-. ¿Dónde le duele?

– No lo sé. Venid, os lo ruego.

– Quiero saber qué debo llevar conmigo -explicó Ana-. Sería mucho mejor que tener que regresar a buscarlo.

– Ah. -El criado comprendió-. En el abdomen. Ni come ni bebe, se alivia muy a menudo, y aun así el dolor no desaparece. -Cambió el peso de un pie al otro, con gesto impaciente.

Lo más rápidamente que pudo, Ana metió en un pequeño estuche todas las hierbas que consideró que tenían más probabilidades de curar al enfermo. También cogió unas cuantas hierbas medicinales orientales que había comprado a Shachar y a Al-Qadir, cuyos nombres no revelaría a Constantino.

Informó a Simonis adonde se dirigía y acto seguido salió con el criado a la calle. Bajaron la colina lo más rápido que les dieron las piernas.

La condujeron directamente a la cámara en la que estaba acostado Constantino, con su túnica de noche revuelta y empapada en sudor, y la piel pastosa y gris.

– Lamento que os sintáis tan enfermo -le dijo con voz suave-. ¿Cuándo ha comenzado esto? -Ana se sorprendió al ver miedo en los ojos del obispo, un miedo desnudo y descontrolado.

– Anoche -respondió Constantino-. Estaba oyendo en confesión cuando de pronto todo empezó a oscurecerse.

Ana le tocó la frente con la mano. Estaba fría y húmeda. También notó el penetrante olor a rancio del sudor y de los residuos corporales. Le buscó el pulso; era fuerte, pero muy acelerado.

– ¿Sentís dolor ahora? -le preguntó.

– Ahora no.

Ana consideró que aquello era una verdad a medias.

– ¿Cuándo habéis comido por última vez? Constantino puso cara de desconcierto.

– ¿No lo recordáis? -lo ayudó ella-. Eso quiere decir que fue hace mucho.

Examinó el brazo que el obispo tenía sobre el pecho. En ningún momento debía permitir que se notara que ella había percibido el terror que lo dominaba, Constantino no se lo perdonaría. También debía examinarlo íntimamente, por lo menos el vientre, para ver si lo tenía hinchado o si sufría una obstrucción intestinal. Era posible que tampoco la perdonara jamás por aquello, si su castración había sido descuidada, una mutilación desagradable. Había oído decir que variaban mucho de unas a otras. A algunos eunucos les extirpaban todos los órganos, de modo que necesitaban insertarse una cánula para que pasara la orina.

Durante un instante titubeó. Estaba corriendo un riesgo tremendo; era una intrusión de la que no había retorno posible. Aun así, su deber como médico le prohibía negar un tratamiento que podía servir de ayuda. No tenía más remedio.