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A modo de respuesta, Simonis recogió su bulto y reemprendió la marcha.

Un centenar de pasos más adelante, encontraron una posada excelente en la que servían de comer y que contaba con buenos colchones rellenos de plumas de ganso y provistos de sábanas de lino. Cada habitación tenía una bañera bastante grande y una letrina con un desagüe de azulejos. Costaba ocho follis por persona y por noche, sin incluir las comidas. Era bastante cara, pero Ana dudó de que hubiera otras mucho más baratas.

Ana temía salir por si cometía otro error: otro gesto femenino, otra expresión de mujer, o incluso una falta de reacción de algún tipo. Bastaría una única metedura de pata para que la gente se fijara en ella y tal vez viera lo que la diferenciaba de un eunuco auténtico.

En una taberna tomaron un almuerzo a base de mújoles frescos y pan de trigo, y formularon unas cuantas preguntas discretas acerca de alojamientos más baratos.

– Ah, más hacia el interior -les dijo en tono jovial un comensal de otra mesa. Era un individuo menudo y de pelo gris, vestido con una túnica gastada que no le llegaba más allá de las rodillas. Llevaba las piernas vendadas con tela a modo de abrigo, pero dicho vendaje no le estorbaba para trabajar-. Cuanto más hacia el oeste, más baratos son los alojamientos. ¿Sois extranjeros aquí?

No había motivo para negarlo.

– De Nicea -le respondió Ana.

– Yo soy de Sestos -repuso el hombre con una sonrisa desdentada-. Pero todo el mundo termina viniendo aquí, tarde o temprano.

Ana le dio las gracias, y al día siguiente alquilaron un asno para transportar los bultos y se mudaron a una posada más barata, situada muy cerca del borde occidental de la ciudad, junto a las murallas, no lejos de la puerta de Carisio.

Aquella noche, Ana se tendió en su cama escuchando los sonidos desconocidos de la ciudad que la rodeaba. Aquello era Constantinopla, el corazón de Bizancio. A lo largo de toda su vida había oído contar historias acerca de ella, a sus padres y a sus abuelos, pero ahora que se encontraba aquí le resultaba extraña y demasiado grande para abarcarla con la imaginación.

Pero no iba a conseguir nada quedándose en su alojamiento. La supervivencia exigía que al día siguiente saliera y comenzara a buscar una casa donde pudiese ejercer.

Pese al cansancio, el sueño no le vino fácilmente, y sus pesadillas estuvieron pobladas de caras desconocidas y del miedo de perderse.

Por las historias que le había contado su padre, sabía que Constantinopla estaba rodeada de agua por tres de sus costados y que la calle principal, que se llamaba Mese, tenía forma de Y. Los dos brazos de la misma convergían en el foro de Amastro y continuaban en dirección este, hacia el mar. Todos los grandiosos edificios de los que había oído hablar se encontraban en aquel tramo: Santa Sofía, el foro de Constantino, el hipódromo, los antiguos palacios imperiales y por supuesto tiendas de objetos exquisitos, sedas, especias y gemas.

Salieron de mañana, a paso vivo. El aire era fresco. Las tiendas de comida estaban abiertas y prácticamente en cada esquina había panaderías abarrotadas de gente, pero no disponían de tiempo para concederse ningún capricho. Aún estaban dentro de la telaraña de callejuelas que recorrían la ciudad entera, desde las tranquilas aguas del Cuerno de Oro al norte hasta el mar de Mármara al sur. Varias veces tuvieron que hacerse a un lado para permitir el paso a carros tirados por asnos y atestados de mercancías destinadas al mercado, en su mayoría fruta y verdura.

Llegaron al tramo ancho de la calle Mese justo en el momento en que pasaba junto a ellos un camello bamboleándose, con la cabeza alta y la expresión agria, y un hombre que venía a toda prisa detrás de él, doblado bajo el peso de una bala de algodón. La calzada era un hervidero de gente. Entre los nativos griegos Ana vio musulmanes con turbante, búlgaros de pelo cortado al rape, egipcios de piel oscura, escandinavos de ojos azules y mongoles de pómulos pronunciados. Le habría gustado saber si ellos se sentían tan raros como se sentía ella, tan asombrados por el tamaño, la vitalidad, la selva de vibrantes colores en las ropas, en los toldos de las tiendas, morados y escarlatas, azules y dorados, y diversas tonalidades de aguamarina, rojo vino y rosa allí donde mirara.

No tenía idea de por dónde empezar. Tendría que indagar y obtener un poco de información acerca de las diferentes zonas residenciales en las que pudiera encontrar una casa.

– Necesitamos un mapa -dijo Leo con el ceño fruncido-. Esta ciudad es demasiado grande para saber dónde estamos sin ayuda de un mapa.

– Necesitamos instalarnos en un buen barrio residencial -agregó Simonis. Probablemente estaba acordándose del hogar que habían dejado en Nicea. Pero ella había deseado venir casi tanto como la propia Ana. Su favorito había sido siempre Justiniano, aunque él y Ana eran mellizos. Cuando Justiniano se fue de Nicea para venir a Constantinopla, Simonis se afligió mucho. Cuando Ana recibió aquella última carta desesperada que hablaba del destierro de su hermano, Simonis no pensó en otra cosa que rescatarlo, a costa de lo que fuera. Fue Leo el que demostró tener la cabeza fría y quiso que antes se trazara un plan, y también el que se preocupó mucho por la seguridad de Ana.

Les llevó varios minutos encontrar una tienda donde vendieran manuscritos, y allí preguntaron.

– Ah, sí-dijo inmediatamente el tendero. Era un hombre bajo y delgado, de pelo blanco y sonrisa fácil. Abrió un cajón que tenía a su espalda y extrajo varios rollos de papel. Desplegó uno de ellos y mostró el dibujo-. ¿Veis? Hay catorce distritos. -Indicó la forma vagamente triangular dibujada con tinta negra-. Ésta es la calle Mese, que va en esta dirección. -Mostró el punto en el mapa-. Aquí está la muralla de Constantino, y al oeste la muralla de Teodosio. Están todos los distritos, excepto el trece, que se encuentra al norte, al otro lado del Cuerno de Oro. Se llama Gálata. Pero ahí no os conviene vivir, es para extranjeros.

El tendero enrolló el papel y se lo entregó a Ana. -Son dos sólidos.

Ella se quedó estupefacta, y un tanto recelosa de que aquel individuo supiera que ella era forastera y por lo tanto estuviera intentando aprovecharse de ella. Sin embargo, le entregó el dinero.

Recorrieron la calle Mese en su totalidad procurando no ir mirando a todas partes como los provincianos que eran. La calle estaba llena de una fila tras otra de puestos de mercaderes bajo la sombra de toldos de todos los colores que cabía imaginar, atados a postes de madera que los sujetaban firmes contra el viento. E incluso así se agitaban sonoramente con cada ráfaga, como si estuvieran vivos y lucharan por liberarse.

En el distrito uno había mercaderes de especias y perfumes. El aire estaba saturado de fragancias, y Ana se puso a inhalar profundamente a fin de saborearlas. No tenía tiempo ni dinero que desperdiciar, pero no pudo evitar contemplar aquellas maravillas y detenerse un momento a admirar su belleza. Ningún otro amarillo tenía la intensidad del azafrán, ningún otro marrón aquella riqueza de tonalidades que poseía la nuez moscada. Conocía el valor medicinal de todas aquellas especias, hasta de las más raras, pero en su hogar de Nicea tenía que pedirlas ex profeso y pagar un importe adicional por su transporte. En cambio aquí estaban expuestas a la vista, como si fueran algo corriente.

– En este barrio hay mucho dinero -observó Simonis con un deje de reprobación.

– Más importante todavía, ya tienen médicos propios -añadió Leo.

Ahora caminaban entre las tiendas de los perfumeros, donde había más mujeres que en las otras zonas. Se notaba a las claras que muchas eran ricas. Tal como requería la costumbre, usaban túnicas y dalmáticas que les llegaban desde el cuello casi hasta el suelo, y llevaban el cabello oculto por tocados y velos. Por su lado pasó una mujer que les sonrió, y Ana se fijó en que se había oscurecido las cejas de manera muy delicada, y puede que también las pestañas. Desde luego, llevaba en los labios arcilla roja, que les daba una tonalidad sumamente vivida.