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»Su triunfo supondría una amenaza para los intereses que tenemos nosotros a lo largo de la costa oriental del Adriático. Miguel Paleólogo ha firmado el acuerdo de unidad con Roma, pero la información de que dispongo me indica que va a tener muchas más dificultades para que el pueblo le siga de las que tal vez imagina el Papa. Y todos sabemos que el Santo Padre es un apasionado de las cruzadas. -Sonrió con gravedad-. Según se dice, ha jurado por su mano derecha que jamás olvidará Jerusalén. Haríamos bien en no perder de vista ese detalle.

Giuliano aguardó.

– Lo cual quiere decir que piensa ayudar a Carlos, parcialmente cuando menos -agregó Tiépolo.

– En ese caso tendría a Roma de su parte, y Jerusalén y Antioquía en sus manos -dijo Giuliano por fin-. ¿Atacaría Constantinopla, aun cuando el emperador haya firmado el acuerdo de unión y se haya sometido al Papa? Entonces estaría atacando una ciudad igualmente cristiana, y el Santo Padre no podría consentir tal cosa.

Tiépolo alzó ligeramente un hombro.

– Eso podría depender de si el pueblo de Bizancio, sobre todo de la ciudad de Constantinopla, se aviene a la unión.

Giuliano reflexionó sobre aquel punto, consciente de la mirada penetrante del dux, atenta a cualquier destello o sombra que surgiera en su expresión. Si Carlos de Anjou se apoderase de los cinco patriarcados, incluida Constantinopla, situada a caballo del Bósforo, tendría en su mano la entrada al mar Negro y a todo lo que había más allá de éste: Trebisonda, Samarcanda y la antigua Ruta de la Seda, que llevaba a Oriente. Si también conseguía el control de Alejandría y por lo tanto del Nilo y de Egipto con él, sería el hombre más poderoso de Europa. Pasaría por sus manos el comercio del mundo entero. Los papas iban y venían, y la elección de los mismos dependería de él.

– Tenemos un cierto dilema -prosiguió Tiépolo-. Hay muchos elementos a favor del posible triunfo de Carlos. Uno de ellos es que otros construimos los barcos para su cruzada. Y si no los construimos nosotros, se encargará Génova. Tenemos que tener en cuenta las pérdidas y los beneficios de nuestros astilleros, y naturalmente de nuestros banqueros y nuestros comerciantes, y también de los que suministran caballeros, soldados de a pie y peregrinos. Queremos que pasen por Venecia, como han hecho siempre. Eso supone unos ingresos considerables.

Giuliano bebió un sorbo de vino y alargó el brazo para coger media docena de almendras.

– También hay otros factores menos seguros -siguió diciendo Tiépolo-. Miguel Paleólogo es un hombre inteligente; si no lo fuera, no habría podido recuperar Constantinopla. Él tendrá la misma información que tenemos nosotros, o más. -Esto último lo dijo con una sonrisa triste en la mirada. Por fin, él también tomó un puñado de frutos secos-. Estará al tanto de los planes de Carlos de Anjou, y sabrá que Roma tiene la intención de ayudarlo -continuó-. Adoptará todas las medidas que pueda para impedir su triunfo. -Sus ojos estaban fijos en el moreno y bello rostro de Giuliano, pendientes de su reacción.

– Sí, excelencia -contestó Giuliano-. Pero Miguel posee una flota escasa, y su ejército ya está ocupado de lleno en el continente.

Lo dijo con compasión. No quería pensar en Constantinopla. Su padre era veneciano hasta la médula, hijo de la gran familia Dandolo, pero su madre había sido bizantina, y nunca quería pensar en ella. ¿Qué hombre que esté en su sano juicio desea sufrir?

– De modo que se valdrá de la astucia -concluyó Tiépolo-. Si tú estuvieras en lugar de Miguel, ¿acaso no harías lo mismo? Acaba de recuperar su capital, una de las grandes joyas del mundo, y luchará hasta la muerte antes de cederla de nuevo.

Giuliano tan sólo recordaba a su madre como algo cálido, un olor dulce y un contacto de piel suave, y después de eso un vacío que nada había podido llenar nunca. Cuando ella se marchó él tenía unos tres años, y la lloraron como si hubiera muerto. Sólo que no había muerto, sencillamente lo abandonó, a él y a su padre, pues prefirió estar en Bizancio antes que con ellos.

Si Constantinopla era saqueada de nuevo, quemada y expoliada por los cruzados latinos, si robaban sus tesoros y dejaban sus palacios chamuscados y en ruinas, sería un modo de hacer justicia. Pero aquella idea no le produjo ningún placer, aquella despiadada satisfacción era más sufrimiento que dicha. El éxito de Carlos de Anjou alteraría el destino de Europa y de la Iglesia católica tanto como de la ortodoxa. Además existía la posibilidad de que pusiera freno al creciente poder del islam y redimiera los Santos Lugares. Tiépolo se inclinó hacia delante.

– No sé qué piensa hacer Miguel Paleólogo, pero sí sé lo que haría yo en su lugar. Los hombres pueden gobernar naciones sólo hasta cierto límite. Carlos de Anjou es francés, rey de Nápoles por casualidad y por ambición, no por nacimiento. Y lo mismo se aplica a Sicilia. Si los rumores no se equivocan, allí no sienten ningún afecto por él.

Giuliano había oído el mismo comentario.

– ¿Y Miguel va a valerse de ello? -preguntó.

– ¿No te valdrías tú? -replicó Tiépolo en tono sereno.

– Sí.

– Ve a Nápoles y averigua qué clase de flota tiene pensado enviar Carlos. Cuántos barcos, de qué tamaño. Cuándo piensa zarpar. Habla con él de acuerdos y precios. Si queremos construir esa flota, necesitaremos más madera buena de lo habitual. Pero investiga también qué piensa el pueblo. -A continuación Tiépolo bajó la voz-. Lo que dicen cuando tienen hambre o miedo, cuando han bebido demasiado y tienen la lengua suelta. Busca a los alborotadores. Observa cuáles son sus puntos fuertes y sus puntos débiles. Después ve a Sicilia y haz lo mismo. Busca la pobreza, el descontento, el amor y el odio que no se ven a simple vista.

Giuliano debería haberse dado cuenta de lo que Tiépolo deseaba de él. Él era el hombre ideal para aquella misión, un marino experto capaz de mandar él mismo una nave, el hijo de un mercader que conocía el comercio de todo el Mediterráneo, y por encima de todo un hombre que había heredado la sangre y el apellido de una de las principales familias de Venecia, aunque no sus riquezas. Había sido su bisabuelo, el dux Enrico Dandolo, el que había dirigido la cruzada que tomó Constantinopla en 1204, y cuando a Venecia le fue arrebatado lo que en justicia le correspondía cobrar por los barcos y los suministros, él, como recompensa, se trajo a casa los tesoros más grandes de la capital bizantina.

Tiépolo sonreía abiertamente, la copa de vino centelleando en su mano.

– Y de Sicilia irás a Constantinopla -siguió diciendo-. Averigua si están reparando las defensas, pero más que nada, alójate en el barrio veneciano, situado al fondo del Cuerno de Oro. Investiga si es fuerte y próspero. Si Carlos ataca usando naves venecianas, averigua qué van a hacer ellos. Cuáles son sus lealtades y sus intereses. Son venecianos, y a estas alturas bizantinos en parte. Entérate de cuan profundas son sus raíces. Necesito información, Giuliano. No voy a darte más de cuatro meses. No puedo permitirme más.

– Por supuesto -convino Giuliano.

– Bien -asintió Tiépolo-. Me encargaré de que tengas todo lo que necesites: dinero, un buen navío, mercaderías que te proporcionen una excusa y una razón, y hombres que te obedezcan y a los que puedas confiar tu actividad comercial mientras te encuentres en tierra. Partirás pasado mañana. Ahora bébete el vino, es excelente. -Como si quisiera hacer una demostración, alzó su propia copa y se la llevó a los labios.