– Podríais caerme bien, Dandolo -dijo con vehemencia-. Hablaremos de números, y de dinero, dentro de un rato. Tomad otra copa de vino.
Tres horas más tarde Giuliano abandonó aquel salón con la cabeza hecha un torbellino, y regresó atravesando estancias menos decoradas que el Palacio Ducal de Venecia, aunque los cortesanos eran más bastos, incluso toscos en sus costumbres, en comparación.
Había quien afirmaba que Carlos era tozudo pero justo, otros decían que exigía a sus súbditos impuestos que los llevaban al borde de la penuria y del hambre, y que no sentía ni amor ni interés por el pueblo de Italia. En cambio, por ambición, con frecuencia elegía establecer su corte allí, en Nápoles, una ciudad llena de pasión, intensamente viva, casi hasta rayar en la locura, enclavada como si fuera una joya en el costado de un dragón dormido cuya fumarola incluso ahora manchaba el horizonte. Carlos también era una fuerza de la naturaleza que podía destruir a quien lo tomara demasiado a la ligera. Giuliano debía obtener más información, estudiar, escuchar, observar, y poner mucho cuidado en cuanto a qué exactamente iba a contar al dux. Bajó la escalera que llevaba al sol cegador y al instante fue engullido por el calor del empedrado.
Cuando Carlos trasladó su corte de Nápoles a Mesina, en Sicilia, Giuliano lo siguió una semana más tarde. Igual que en Nápoles, observó y escuchó. Se hablaba de la reconquista de Ultramar, como se conocía al antiguo Reino Cristiano de Palestina.
– Esto no es más que el principio -oyó que decía alegremente un marinero al tiempo que trasegaba con fruición una jarra de vino mezclado con agua-. Más de una vez hemos guerreado contra los musulmanes. Están por todas partes, y no dejan de extenderse.
– Ya es hora de que nos tomemos la revancha -dijo otro acaloradamente. Era un individuo grande, con una barba pelirroja-. Hace quince años mataron en Durbe a ciento cincuenta caballeros teutones. Y después de eso, los habitantes de Osel apostataron y asesinaron a todos los cristianos que había en su territorio.
– Por lo menos impidieron que los mongoles entraran en Egipto -intervino Giuliano, interesado en ver qué respondían a aquel comentario-. Mejor que luchen con ellos los musulmanes, en lugar de luchar nosotros.
– Que los mongoles nos los dejen bien blanditos -terció el primer hombre-. Y luego vamos nosotros y los rematamos. Por mi parte, me da igual quién esté de mi lado. -Y soltó una risotada.
– Desde luego -comentó un individuo menudo de barba puntiaguda.
El pelirrojo dejó la jarra sobre la mesa con un fuerte estrépito. -¿Se puede saber qué diablos quiere decir eso? -lo retó, el rostro enrojecido por la furia.
– Pues quiere decir que, si alguna vez hubieras visto un ejército de jinetes mongoles, te alegrarías mucho de que los musulmanes estuvieran entre ellos y tú -explicó el otro.
– ¿Y los bizantinos? -preguntó Giuliano, esperando suscitar una respuesta que le suministrase alguna información.
El individuo menudo se encogió de hombros y contestó:
– Ésos están entre nosotros y el islam.
– ¿Por qué no? -lo instó Giuliano-. ¿No es mejor que luchen ellos contra el islam, en lugar de nosotros?
El hombre de la barba pelirroja se removió en su asiento.
– Cuando nosotros pasemos por ahí, el rey Carlos los conquistará, igual que la otra vez. Allí hay multitud de tesoros esperando.
– No podemos hacer eso -le dijo Giuliano-. Han accedido a la unión con Roma, y eso los convierte en hermanos nuestros en la misma fe. Conquistarlos por la fuerza sería un pecado que no perdonaría el Papa.
El pelirrojo sonrió de oreja a oreja.
– Ya se encargará de eso el rey, perded cuidado. En este momento está escribiendo a Roma, pidiéndole al Papa que excomulgue al emperador, con lo cual éste se quedará sin protección. Luego podremos hacer lo que se nos antoje.
Giuliano estaba atónito. El lugar que lo rodeaba pasó a ser un enjambre de sonidos sin significado.
Dos días después, Giuliano zarpó hacia Constantinopla. La travesía hacia el este transcurrió en calma y fue más rápida de lo que había previsto, tan sólo dieciocho días. Al igual que los demás navíos, el suyo navegó todo el tiempo pegado a la costa, descargando con frecuencia mercaderías y cargando otras. Iba a ser un viaje provechoso en cuestión de dinero, además de información.
Sin embargo, una mañana del mes de mayo, cuando navegaban por el mar de Mármara, con un cielo poblado de nubes altas y frágiles y una brisa que trazaba pinceladas en el mar, reconoció para sus adentros que, por mucho tiempo que le llevase y por más que hiciera acopio de fuerzas, jamás estaría preparado para ver la tierra natal de la madre que lo había traído al mundo y que, sin embargo, lo había amado tan poco que no tuvo reparos en abandonarlo.
Había observado en las calles a las mujeres que pasaban junto a él con sus hijos. Podían estar cansadas, preocupadas o abatidas por un centenar de razones, pero en ningún momento apartaban la vista de sus pequeños. Vigilaban cada paso que daban, tenían una mano lista para prestarles apoyo, o para castigarlos, siempre preparada. Podían reprenderlos, perder los nervios y propinarles un azote, pero si alguien se atrevía a amenazarlos, enseguida comprobaría lo que era la cólera de verdad.
A mediodía se plantó en la cubierta del barco, con el corazón acelerado, mientras cruzaban las tranquilas y resplandecientes aguas del Bósforo viendo como iba acercándose Constantinopla y revelando más detalles. Su ojo de marino se sintió atraído por el faro, que era magnífico. Por la noche debía de verse a muchas millas de distancia.
El puerto estaba abarrotado, decenas de barcos de pesca, barcas de pasajeros y barcazas para el transporte de mercancías se deslizaban a toda velocidad pasando junto a los imponentes cascos de las trirremes provenientes del Atlántico y que se dirigían al mar Negro. Y al otro lado de aquel estrecho canal de agua Europa se encontraba con Asia. Era la encrucijada del mundo.
– Capitán.
No había más tiempo para recrearse. Debía centrar su atención en la maniobra de atraque en el puerto y en velar por que el barco quedara bien amarrado y la mercancía se descargase, antes de entregar el mando al primer oficial. Ya habían acordado que el barco regresaría a buscarlo a principios de julio.
Fue al día siguiente cuando desembarcó con el equipaje hecho: unas cuantas prendas de ropa y varios libros, suficiente para casi dos meses. El dux le había entregado un generoso estipendio.
Experimentó una sensación extraña al verse de pie en la calle. A medias bizantino, debería sentir aquello como una vuelta al hogar. Sin embargo, lo único que sintió fue rechazo. Venía en condición de espía.
Se volvió a contemplar nuevamente el puerto repleto de embarcaciones. Podría ser que él conociera a los hombres que iban a bordo de algunas de ellas, incluso que hubiera navegado con ellos, que se hubiera enfrentado a las mismas tempestades y penurias, a las mismas emociones. La luz reflejada en el agua tenía la misma luminosidad extraña que tenía en Venecia, el cielo era igual de suave.
Pasó tres noches en albergues, y tres días caminando por la ciudad, intentando percibir su personalidad, sus costumbres, su geografía, hasta la comida, los chistes y el sabor que flotaba en el aire.
Se sentó en una taberna a dar cuenta de un excelente almuerzo a base de sabrosa carne de cabra con ajo y verduras, regada con una copa de vino que no le pareció ni de lejos tan bueno como el de Venecia. Observó a la gente que pasaba por la calle, captó retazos de conversaciones, muchos de los cuales no entendió. Escrutó los rostros y prestó atención a las voces. El griego lo hablaba, y por supuesto el genovés, que oyó con demasiada frecuencia. Entendió fragmentos pronunciados por árabes y persas, que llevaban una indumentaria muy fácil de distinguir. Los albaneses, búlgaros y mongoles de facciones angulosas le resultaban extraños, y recordó con una punzada de incomodidad que se encontraba muy al este, y muy cerca de las tierras del Gran Kan, o de los musulmanes de que había hablado el hombre de barba pelirroja que conoció en Mesina.