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Buscaría una familia veneciana que viviera junto a la orilla del Cuerno de Oro. Se preguntó distraídamente dónde habría vivido su madre. Ella había nacido durante el exilio, tal vez en Nicea, o quizá más al norte. Y entonces se enfadó consigo mismo por abrir la puerta al dolor que siempre lo asaltaba cuando pensaba en ella. Pero no pudo detenerse.

Giuliano cerró los ojos con fuerza para aislarse del sol y del ajetreo de la calle, pero nada pudo apartar de él la visión de su padre: cabello gris, el rostro surcado de arrugas de sufrimiento, el camafeo abierto en la mano mostrando el minúsculo retrato de una joven de ojos oscuros y expresión risueña. ¿Cómo pudo reír y, sin embargo, abandonarlos a ambos? Giuliano nunca oyó a su padre hablar mal de ella; cuando murió, todavía la seguía queriendo.

Se puso en pie con un ligero tambaleo. El vino iba a ahogarlo. Dejó la copa y salió a la calle. Aquélla era una ciudad desconocida, poblada por unas gentes en las que él nunca sería lo bastante necio como para confiar. «Conoce a tu enemigo, aprende de él, entiéndelo, pero jamás te dejes seducir por su arte, su capacidad ni su belleza, limítate a averiguar de qué lado se pondrá cuando llegue el momento.»

El barrio veneciano constaba tan sólo de unas pocas calles, y sus habitantes no hacían grandes alardes de sus orígenes. Nadie había olvidado de quién era la flota que había traído a los invasores que habían prendido fuego a la ciudad y habían robado las reliquias sagradas.

Encontró una familia que tenía el antiguo y orgulloso apellido de Mocenigo, e inmediatamente le cayó bien el varón, Andrea. Tenía un rostro ascético, rayano en lo inexpresivo, hasta que sonrió y entonces resultó casi hermoso, y cuando se movió fue cuando Giuliano reparó en que sufría una ligera cojera. Su esposa, Teresa, era tímida, pero se esforzó en que Giuliano se sintiera bienvenido, y sus cinco hijos parecieron no darse cuenta de que era un desconocido. Le formularon un sinfín de preguntas: de dónde era, a qué había venido, hasta que sus padres les dijeron que era cordial mostrar interés, pero que ser tan inquisitivo era de mala educación. Ellos pidieron perdón y se colocaron en fila, con la mirada gacha.

– No habéis sido en absoluto maleducados -se apresuró a decir Giuliano en italiano-. Un día, cuando tengamos tiempo, os contaré cosas de los lugares en que he estado y de cómo son. Y si queréis, vosotros podéis contarme cosas de Constantinopla. Es la primera vez que vengo aquí.

Zanjaron el tema de inmediato; aquélla era la casa en la que iba a alojarse. Él aceptó con placer.

– Soy veneciano -explicó Mocenigo con una sonrisa-. Pero he decidido vivir aquí porque mi esposa es bizantina, y encuentro cierta libertad de pensamiento en la fe ortodoxa. -Su tono de voz fue un poco como si pidiera disculpas, porque supuso que Giuliano pertenecía a la Iglesia de Roma, pero su mirada no se alteró. No deseaba entablar una discusión, pero si surgiera una estaba dispuesto a defender sus creencias.

Giuliano extendió la mano.

– En ese caso, quizá yo deba conocer Bizancio más a fondo de lo que puedan contarme los mercaderes.

Mocenigo le estrechó la mano y el trato quedó cerrado. El acuerdo económico estaba sobradamente superado en importancia por lo que prometía el futuro.

Era natural que le preguntaran a Giuliano a qué se dedicaba, y él ya tenía una respuesta preparada.

– En mi familia somos comerciantes desde hace mucho tiempo -dijo con soltura. Al menos aquello era verdad, si se entendía que el término «familia» abarcaba a todos los descendientes del gran dux Enrico Dandolo-. He venido para ver de cerca lo que se compra y se vende aquí, y qué más podríamos hacer para incrementar nuestra actividad comercial. Tiene que haber necesidades no satisfechas, nuevas oportunidades. -Quería disponer de libertad para formular todas las preguntas que le fuera posible sin despertar sospechas-. La nueva unión con la Iglesia de Roma debería simplificar las cosas.

Mocenigo se encogió de hombros y puso una expresión de duda.

– El acuerdo ya está firmado -dijo con triste acento-. Pero todavía dista mucho de la realidad.

Giuliano se las arregló para parecer levemente sorprendido.

– ¿Pensáis acaso que es posible que no se respete? No me cabe duda de que Bizancio desea la paz. Constantinopla, en particular, no puede permitirse entrar otra vez en guerra, y si no se une a Roma en la fe, guerra es lo que habrá, aunque no la llamen así.

– Es probable -aceptó Mocenigo en voz baja y triste-. La mayoría de las personas cuerdas no desean la guerra, pero las guerras siguen existiendo. La única manera de cambiar la religión de las personas es convencerlas de que hay algo mejor, no amenazarlas con destruirlas si se niegan.

Giuliano se lo quedó mirando.

– ¿Así es como lo ve el pueblo?

– ¿Y vos no? -replicó Mocenigo.

Giuliano se daba cuenta de que Mocenigo se identificaba con Constantinopla, no con Roma.

– ¿Creéis que otros venecianos pueden opinar lo mismo? -le preguntó, pero al instante se dijo que tal vez fuera demasiado pronto para mostrarse tan directo.

Mocenigo negó con la cabeza.

– No puedo hablar por otros. Ninguno de nosotros sabe todavía qué va a significar la obediencia a Roma, aparte de meses de retraso para recibir respuesta a las peticiones que hagamos y dinero que habrá de salir del país en forma de diezmos, en vez de quedarse aquí, donde tanta falta nos hace. ¿Cuidarán de nuestras iglesias, las repararán, las embellecerán? ¿Se seguirá pagando bien a nuestros sacerdotes, se les permitirá conservar su conciencia y su dignidad?

– No puede haber otra cruzada hasta el 78 o el 79 como mínimo -razonó Giuliano en voz alta-. Y para esa fecha es posible que hayamos conseguido un entendimiento más sensato.

Mocenigo sonrió, y al hacerlo se le iluminó el semblante. -Me encantan los hombres que tienen esperanzas -dijo al tiempo que sacudía negativamente la cabeza-. Pero averiguad todo lo que podáis acerca del comercio, por todos los medios. Hay beneficios aperando, incluso a corto plazo. Ved qué opinan otros. Muchos están convencidos de que nos protegerá la Santísima Virgen.

Giuliano le dio las gracias y dejó descansar el tema por el momento. Pero no se le fue de la cabeza la naturalidad con que Mocenigo, un veneciano, había dicho «nosotros» al referirse a Constantinopla. Sugería un sentimiento de arraigo que él no podía olvidar ni echar en saco roto.

En los días siguientes exploró las tiendas de la calle Mese y el mercado de especias, repleto de perfumes intensos y aromáticos y de vivos colores. Habló con los venecianos del barrio, escuchó las bromas y las discusiones. En Venecia la mayoría de las riñas tenían que ver con el comercio; aquí eran acerca de la religión, de la fe frente al pragmatismo, de la conciliación frente a la lealtad. Algunas veces participaba en ellas, pero más para formular preguntas que para expresar opiniones.

No fue hasta la tercera semana cuando se aventuró más lejos, hasta lo alto de las colinas y las viejas calles de la periferia, donde encontró las siniestras marcas del fuego en las piedras y de tanto en tanto escombros y malas hierbas allí donde a principios de siglo había habido hogares, y por primera vez en su vida sintió vergüenza de ser veneciano.

Hubo una casa en concreto que captó su atención y se quedó mirándola bajo la lluvia, mientras el agua le resbalaba por la cara y le aplastaba el pelo. Tenía una pintura desvaída, en un mural, que representaba a una mujer con su hijo en brazos. Cuando la ciudad fue destrozada y quemada su madre aún no había nacido, pero seguramente se habría parecido a ella, joven y esbelta, con una túnica bizantina y un niño en el regazo, orgullosa, delicada, sonriendo al mundo.